Para los cubanos, el béisbol no es un deporte y muchos menos un juego: es casi una religión, algo definitivamente muy serio.
Esta práctica competitiva, nacida en Estados Unidos, llegó a la isla hacia la mitad del siglo XIX traída por jóvenes cuyas familias los enviaban a estudiar a las ciudades del norte de ese país.
Apenas recalado en las costas cubanas, el entonces base-ball comenzó un proceso de arraigo que llegaría a convertirlo en una de las señas de identidad cubana.
En aquellos tiempos originarios, “el juego de pelota”, según se le calificaría en el país, tuvo una importancia crucial en diversos territorios de la espiritualidad nacional: como actividad social contestataria, pues entrañaba los deseos de progreso (lo moderno estadounidense en oposición a lo atrasado español, la metrópoli colonial) y como manifestación de unidad nacional, pues muy pronto se practicaba en toda la isla.
También lo tuvo como vehículo para el acercamiento entre clases sociales y grupos étnicos (pues los negros y los campesinos muy pronto se aficionaron también al juego); y como espectáculo en donde confluían lo deportivo y lo cultural, gracias a la animación solicitada a orquestas de danzones (el baile nacional cubano), los diseños de sus uniformes, banderines y elementos gráficos de sesgos modernistas y toda la literatura artística y periodística que se concretó en la existencia de una larga decena de publicaciones dedicadas a promoverlo y comentarlo.
Para los cubanos, el béisbol ha sido el deporte más practicado, más amado, el que más mitos ha fundado y el que más peso social ha cargado. Es un símbolo y en consonancia con esa cualidad siempre ha tenido un papel mucho más que deportivo en las relaciones sociales y políticas del país.
El béisbol, para Cuba o para Estados Unidos es lo que el fútbol ha sido es para España, Italia, Brasil…
En los últimos años el béisbol ha sido también (como no podía dejar de ser) un campo de batalla en el cual se han desplegado algunos de los más álgidos conflictos políticos, sociales y económicos que hoy atraviesa la sociedad cubana.
El hecho de que varias decenas de jugadores cubanos, asumiendo el riesgo de que la retórica oficial los califique de “desertores” o “traidores”, hayan decidido dejar de jugar en la isla para probar fortuna en otras del exterior (especialmente en el sistema de las Grandes Ligas norteamericanas, el más competitivo y económicamente poderoso), ha provocado dramáticas conmociones en la sociedad y el deporte cubanos, aferrados a los modelos y políticas del amateurismo patentado en los países socialistas.
El hecho de que estos jugadores salgan del país ha tenido tres consecuencias fundamentales.
Una deportiva: la sangría sufrida por los equipos regionales y nacionales, pues a un “desertor” le es vedada de inmediato la posibilidad de volver a representar a su club o al país en cualquier evento oficial.
Otra económica: mientras los que permanecen en la isla ganan salarios de “amateurs”, los que navegan con fortuna en el extranjero pueden llegar a firmar contratos de varios (muchos) millones de dólares, y los que navegan con poca, al menos de varios cientos de miles anuales.
Y una política: el gobierno cubano, sin modificar en lo esencial su política hacia el deporte, ha comenzado a permitir la contratación de jugadores de béisbol en campeonatos profesionales foráneos (aunque no en las Grandes Ligas)…
La tirante relación que el peso de la política ha depositado sobre el béisbol le permite a esta práctica deportiva expresar de manera cuantitativa la distancia existente entre los cubanos que viven en la isla y los que han marchado fuera en busca de otras posibilidades.
Pero su enorme peso específico en la espiritualidad y la sociedad cubanas, convierte a este deporte, junto a las manifestaciones culturales, en una de las facetas de la vida donde cualquier solución de acercamiento y comunicación puede adquirir especiales connotaciones, capaces de incidir en todos los órdenes, incluida la política. Porque, ya lo dije, para los cubanos el béisbol es mucho más que un juego.
Recientemente, un empresario cubano radicado en Miami tuvo la osada idea de realizar en el estado de Florida dos o tres partidos de béisbol entre jugadores retirados del club más emblemático de Cuba en los últimos 50 años, los Industriales de La Habana.
El grano de pimienta de la idea radicaba en el hecho de que se enfrentaran del otro lado del estrecho y que los protagonistas del acto fuesen exdeportistas tanto radicados en la isla como fuera de ella, o sea los hasta ahora llamados desertores…
El primer paso del proceso sería obtener el visto bueno de las autoridades cubanas para que esos jugadores participaran en los desafíos contra sus excompañeros y, sin que hubiera ningún tipo de afirmación oficial, se supo que el permiso había sido concedido, como no podía (o debía) dejar de ocurrir según la letra de las nuevas leyes migratorias aprobadas a principios de 2013. Pero todo en silencio, como si no estuviera ocurriendo.
El segundo paso caía entonces del otro lado del estrecho. ¿Aceptarían los cubanos del exilio la presencia de los cubanos de Cuba en la realización de un acto público y, posiblemente, multitudinario?
Desde el principio los exjugadores radicados fuera del país mostraron su disposición a participar de esos encuentros con sus colegas de la isla, para beneplácito de la mayoría de los exiliados cubanos, deseosos de volver a ver a sus viejos ídolos.
Pero un sector minoritario, aunque potente de ese exilio, se opuso al proyecto, y entre sus razones aducían que dos de los jugadores invitados habían agredido, hace unos 15 años, a un cubano radicado en Miami que se había lanzado a un terreno de juego, en Canadá, portando una pancarta de carácter político…
A partir de este incidente comenzó el calvario que han debido atravesar los promotores de esta actividad (con un enorme trasfondo social y humano), que además de recibir amenazas de todo tipo, han debido vagar por la ciudad de Miami buscando un terreno que acoja los partidos allí planificados. Pero el promotor asegura que se harán, “aunque sea en un cañaveral”.
No tener capacidad para ver lo que social y políticamente significa para Cuba y su futuro que los jugadores emigrados y los que han permanecido en el país confraternicen en un terreno de béisbol, es una actitud de una ceguera política supina. Pero, creo, constituye ante todo la expresión de una fractura del alma nacional cubana tan profunda, tan cargada de resentimiento, que ni siquiera a través de algo tan sagrado como el béisbol será fácil remediar.
Demasiados años de enquistamiento, de odios, de necesidad de revancha, de cruces de insultos y vejaciones (los de allá gusanos, apátridas, traidores; los de acá, comunistas, represores, cómplices del castrismo, etcétera), se han ido acumulando y todavía enturbian el presente y el futuro de las diversas partes en que se ha partido el corazón de esta isla del Caribe.
Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. Sus novelas han sido traducidas a más de 15 idiomas y su más reciente obra, «El hombre que amaba a los perros», tiene como personajes centrales a León Trotski y a su asesino, Ramón Mercader.