Opinión

Los desaparecidos: la crisis de derechos humanos a escala industrial en México

Este es un artículo de opinión de Inés M. Pousadela, investigadora principal de Civicus, la alianza mundial para la participación ciudadana.

Los desaparecidos es una crisis de derechos humanos a escala industrial en México.
Imagen: Raquel Cunha / Reuters vía Gallo Images

MONTEVIDEO – Encontraron zapatos, cientos de ellos, esparcidos por el suelo de tierra de un campo de exterminio en el estado de Jalisco. Estos zapatos abandonados, que en su día pertenecieron a los hijos, padres o cónyuges de alguien, son testigos silenciosos del trauma nacional más profundo de México.

Junto a restos humanos carbonizados y crematorios improvisados destinados a borrar todo rastro de humanidad, cuentan la historia de una crisis que ha alcanzado proporciones industriales.

En marzo, grupos de voluntarios descubrieron este extenso campo de exterminio operado por el Cártel Jalisco Nueva Generación en Teuchitlán.

El hallazgo no fue obra de sofisticadas operaciones de inteligencia gubernamentales, sino de madres, hermanas y esposas que han transformado su dolor personal en una implacable acción colectiva. Para ellas, la alternativa a la búsqueda es impensable.

México está viviendo una catástrofe humanitaria de proporciones asombrosas. Más de 121 000 personas han desaparecido en las últimas décadas, 90 % de los casos desde 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón (2006-2012) militarizó la lucha contra los cárteles de la droga.

Si a esto le sumamos los 52 000 restos humanos no identificados que se encuentran en los depósitos de cadáveres de todo el país, empieza a revelarse la verdadera magnitud de esta tragedia nacional.

Una red de complicidad

Lo que hace especialmente siniestra la crisis de México es la colusión sistemática entre las fuerzas del Estado y el crimen organizado.

La proximidad del campamento de Jalisco a las instalaciones de seguridad federales plantea inquietantes preguntas sobre la complicidad oficial y la participación activa en un sistema que trata a algunas poblaciones como prescindibles.

La autora, Inés M. Pousadela

La crisis sigue un patrón bien establecido. En estados como el occidental Jalisco y el nororiental Tamaulipas, las organizaciones criminales colaboran con las autoridades locales para imponer el control territorial.

Recurren a la violencia para reclutar mano de obra forzada, eliminar a la oposición e infundir el terror en comunidades que, de otro modo, podrían resistirse.

Las fuerzas de seguridad suelen estar implicadas, como se vio en la desaparición en 2014 de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, donde las investigaciones revelaron que personal militar presenció el ataque perpetrado por una organización criminal, pero no intervino.

Los jóvenes y las mujeres de entornos más pobres son los más afectados por este horror.

En Jalisco, un tercio de las personas desaparecidas tienen entre 15 y 29 años. Las mujeres y las niñas son objeto de ataques sistemáticos, y las desapariciones suelen estar relacionadas con la trata de personas y la explotación sexual.

La norteña Ciudad Juárez se ha hecho famosa por los feminicidios, con más de 2500 mujeres y niñas desaparecidas y asesinadas desde la década de 1990.

Los migrantes que transitan por México son vulnerables al secuestro con fines de extorsión o reclutamiento forzoso, como se vio en 2010 la masacre de San Fernando, en Tamaulipas, cuando 72 migrantes fueron ejecutados por negarse a trabajar para un grupo criminal.

Madres convertidas en activistas

Ante la inacción o la complicidad del gobierno, la sociedad civil ha tomado la iniciativa.

Las organizaciones de derechos humanos documentan las desapariciones, apoyan a las familias de las víctimas y exigen responsabilidades, entre otras cosas organizando manifestaciones públicas, colaborando con organismos internacionales y llevando los casos ante los tribunales internacionales.

Pero la respuesta más notable proviene de colectivos de base formados por familias de desaparecidos. En todo México, cientos de grupos como Guerreras Buscadoras, liderados principalmente por mujeres —madres, esposas y hermanas de los desaparecidos— llevan a cabo operaciones de búsqueda, peinan zonas remotas en busca de fosas clandestinas, realizan exhumaciones y mantienen bases de datos seguras para documentar los hallazgos.

Su valentía tiene un precio terrible. En mayo de 2024, Teresa Magueyal fue asesinada por hombres armados en motocicleta en el estado de Guanajuato, tras pasar tres años buscando a su hijo José Luis. Era la sexta madre de una persona desaparecida asesinada en Guanajuato en pocos meses.

Otra madre, Norma Andrade, ha sobrevivido a dos intentos de asesinato. A pesar de conocer los riesgos, ella y muchas otras personas continúan su búsqueda de la verdad y la justicia.

Años de presión de la sociedad civil culminaron en la Ley General contra la Desaparición Forzada de 2017, que reconoció formalmente la desaparición forzada en la legislación nacional y estableció una Comisión Nacional de Búsqueda.

Si bien se trata de un logro significativo, su aplicación ha resultado problemática, con una aplicación inconsistente en todo el sistema federal de México, sistemas de información inadecuados, capacidad forense insuficiente y penas mínimas para los autores.

Es hora de cambiar

El descubrimiento del campo de exterminio de Jalisco ha generado una indignación pública sin precedentes, que ha desencadenado protestas en todo el país.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha declarado la lucha contra las desapariciones como prioridad nacional y ha anunciado varias iniciativas: reforzar la Comisión Nacional de Búsqueda, reformar la documentación de identidad, crear bases de datos forenses integradas, aplicar protocolos de búsqueda inmediata, uniformar las sanciones penales, publicar estadísticas transparentes sobre las investigaciones y mejorar los servicios de apoyo a las víctimas.

Para lograr avances significativos, México debe emprender reformas integrales que aborden las causas estructurales de la crisis. Entre las medidas fundamentales figuran la desmilitarización de la seguridad pública, el fortalecimiento de los fiscales independientes y las instituciones forenses, la garantía de investigaciones transparentes y libres de injerencias políticas, y el apoyo sostenido a las familias de las víctimas.

El Comité de la ONU sobre la Desaparición Forzada ha anunciado la apertura de un procedimiento urgente para examinar la crisis de las desapariciones en México, un paso que podría elevar estos casos al escrutinio de la Asamblea General de la ONU. Se necesita la supervisión internacional para garantizar el cumplimiento por parte del Estado de sus obligaciones en materia de derechos humanos.

Este momento, con la indignación pública en su punto álgido, los compromisos presidenciales sobre la mesa y la intensificación del escrutinio internacional, crea un punto de inflexión potencial para abordar este trauma nacional. Si alguna vez ha habido un momento en el que las condiciones favorecían la adopción de medidas sustantivas, es ahora.

Pero pase lo que pase a nivel oficial, una cosa es segura: las madres de los desaparecidos en México continuarán su búsqueda. Seguirán registrando edificios abandonados, excavando en campos remotos y marchando por las calles con fotos de sus seres queridos desaparecidos.

No buscan porque tengan esperanza, sino porque no tienen otra opción. Buscan porque la alternativa es rendirse ante un sistema que preferiría que guardaran silencio.

Y así continúan, llevando su mensaje a los desaparecidos y a un Estado que les ha fallado: «Hasta que os encontremos, hasta que encontremos la verdad».

Inés M. Pousadela es especialista sénior en Investigación de Civicus, codirectora y redactora de Civicus Lens y coautora del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.

T: MF / ED: EG

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