CARACAS – Los presidentes de Estados Unidos y El Salvador, Donald Trump y Nayib Bukele, se aliaron, como una tenaza autoritaria y desafiante a los jueces y los derechos humanos, para colocar en una temida cárcel antiterrorista salvadoreña a cientos de migrantes de Venezuela deportados desde territorio estadounidense.
Tres aviones partieron la noche del 15 al 16 de marzo del sur de Estados Unidos hacia el país centroamericano, llevando 261 prisioneros, de los cuales 238 venezolanos: 137 sindicados de pertenecer a la banda delictiva Tren de Aragua, y 101 señalados como migrantes irregulares, recientemente aprehendidos.
El resto eran integrantes de la pandilla salvadoreña Mara Salvatrucha, una de las organizaciones contra las cuales Bukele lanzó una guerra que incluyó la construcción de una megacárcel de máxima seguridad, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), capaz de albergar a más de 40 000 detenidos en duras condiciones.
Bukele ofreció a Trump en alquiler plazas en el temido Cecot -con un régimen criticado por organizaciones internacionales de derechos humanos- y el gobernante estadounidense aceptó pagarle seis millones de dólares al menos durante el primer año para que retuviese a los deportados venezolanos.
“Esas personas son llevadas a la cárcel de un país donde no cometieron delito, si es que lo hay, en una situación prácticamente de desaparición forzada, pues se les trasladó sin siquiera informar quienes son, y sin que se sepa ante cual juez y justicia quedan para que pueda presentarse un alegato en su defensa”: Marino Alvarado.
“Estados Unidos pagará una tarifa muy baja por ellos, pero alta para nosotros”, explicó Bukele en su cuenta de la red social X esa misma noche, mientras su gobierno divulgaba imágenes de los cautivos ingresando al Cecot.
Avanzaban a duras penas, forzados a agacharse, encadenados de manos y pies, escasamente vestidos y asidos o empujados por gendarmes desde el avión hasta autobuses y luego hasta los pabellones donde eran rapados, afeitados y encerrados en celdas provistas de estrechas literas metálicas.
La inédita operación hace trizas convenciones y prácticas sobre derechos humanos, exhibe sin rubor la dureza de las prioridades y métodos de la política de Washington en el hemisferio y, de paso, agudiza la confrontación que avanza aceleradamente entre los poderes Ejecutivo y Judicial dentro de Estados Unidos.

Derechos humanos, adiós
“Han trasladado de Estados Unidos a El Salvador a personas que no se sabe si son procesados, condenados o solamente retenidos y que, cualquiera sea el caso, tienen derecho a un debido proceso”, dijo a IPS Marino Alvarado, coordinador jurídico de la organización venezolana de derechos humanos Provea.
Esas personas “son llevadas a la cárcel de un país donde no cometieron delito, si es que lo hay, en una situación prácticamente de desaparición forzada, pues se les trasladó sin siquiera informar quienes son, y sin que se sepa ante cual juez y justicia quedan para que pueda presentarse un alegato en su defensa”, agregó.
Alvarado sostuvo que se viola el derecho a que las familias puedan visitarles, y están a merced de un régimen de prisión cuestionado por el sistema interamericano de derechos humanos por su trato degradante, riesgo de torturas e incluso de muerte.
“Y con la complicidad y presentación de Bukele se les trata como un negocio, a seres humanos como mercancías, como regresando a los tiempos de la esclavitud. Todo el tema debe tratarlo con urgencia la Organización de Estados Americanos”, agregó.

Delitos en tren
El Tren de Aragua, la nueva bestia negra para la administración Trump, es una organización delictiva que nació y creció durante la segunda década de este siglo en el estado de Aragua, centro-norte de Venezuela, durante la construcción, nunca acabada, de una línea férrea entre las ciudades de la región.
Presos algunos cabecillas, la jefatura quedó en los recluidos en la cárcel de Tocorón, en la misma zona, en particular de Héctor “El Niño” Guerrero, quien se fugó junto con sus secuaces antes de que en 2023 fuerzas policiales y militares tomasen por asalto la prisión que la megabanda utilizaba como cuartel general de sus operaciones.
En el contexto de la crisis humanitaria y la descomposición del sistema carcelario de Venezuela, a la banda se adherían delincuentes dedicados a los más diversos delitos, desde robo, extorsión y secuestro hasta contrabando, minería ilegal, explotación sexual de mujeres, tráfico de migrantes y asesinatos.
La periodista venezolana Ronna Rísquez, autora del libro “El Tren de Aragua. La banda que revolucionó el crimen organizado en América Latina”, dijo a IPS que “en su momento de mayor expansión, la banda pudo tener unos 3000 individuos”.
“Su adaptabilidad les permite tomar provecho de nuevas oportunidades criminales. Son unos ´malandros´, no un grupo especializado, cualquier delito les funciona, y así, con alianzas, han llegado hasta Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Brasil, México y, hay reportes creíbles, a varias ciudades de Estados Unidos”, dijo Rísquez.
Por ejemplo, “en Brasil hay reportes de que han actuado con el Primer Comando de la Capital (la organización criminal más grande de ese país), y con el Ejército de Liberación Nacional (guerrilla colombiana) han hecho pactos para las actuaciones de ambos en la frontera de Venezuela y Colombia”, agregó Rísquez.
No hay signos distintivos para sus integrantes, como tatuarse, por lo que para Rísquez la detención de muchos venezolanos en Estados Unidos por ser migrantes con algún tatuaje “es una generalización que quizá lleve a detener a personas inocentes mientras que los verdaderos integrantes siguen en libertad”.

Migrantes a pie
Según agencias de las Naciones Unidas, unos 7 891 000 venezolanos, una cuarta parte de la población del país, ha migrado al exterior, en su mayoría a naciones de América Latina y en los últimos 10 años, y hasta 2023, según el estadounidense Instituto de Política Migratoria, 770 000 llegaron a Estados Unidos.
Centenares de miles de quienes fueron a la nación norteamericana lo hicieron cruzando a pie el selvático y peligroso tapón del Darién en la frontera entre Colombia y Panamá, y se sumaron al aluvión de migrantes centroamericanos, mexicanos, caribeños y de otras regiones que cruzaron o intentaron cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
Venezuela está inmersa en una situación de crisis humanitaria compleja, con más de 80 % de la población en la pobreza medida por ingresos, con los servicios públicos dramáticamente deteriorados y la persistencia de una aguda confrontación política bajo los gobiernos de Hugo Chávez (1999-2013) y su sucesor desde entonces, Nicolás Maduro.
Caracas y Washington se confrontan políticamente, las relaciones diplomáticas están rotas desde 2019, hay un cúmulo de sanciones estadounidenses sobre autoridades civiles y militares venezolanas y sus empresas estatales, y existe una declaración de Venezuela como amenaza extraordinaria a la seguridad de Estados Unidos.
En ese marco, miles de migrantes en y hacia Estados Unidos recibieron durante la presidencia de Joe Biden (2021-2025), predecesor demócrata del republicano Trump, facilidades de ingreso y permanencia, como estatus de protección temporal (TPS) y “parole humanitario”, un permiso especial para ingresar por tiempo limitado.
Trump anunció que no renovará TPS para venezolanos -vencen este año-, después de que ya Biden había desistido de renovar los “paroles” y, dentro de su ofensiva migratoria -así como la política y comercial se dirige a varios de sus hasta ahora aliados-, el presidente republicano ordenó deportar de modo expedito y masivo a aquellos en situación irregular.
En Estados Unidos, de casi 340 millones de habitantes, hay unos 12 millones de migrantes en situación irregular, en su mayoría latinoamericanos y caribeños. Los cientos de venezolanos deportados son una gota de agua en ese océano.

Deportación precipitada
Ysqueibel Peñaloza, reparador de electrodomésticos; Arturo Suárez, músico que llegó desde Chile; Alirio Belloso, quien se tatuó el nombre de su hija; Francisco García, barbero… van apareciendo nombres de migrantes “cazados” en las últimas semanas por la policía de migración de Estados Unidos.
A sus familiares lograron comunicar, poco antes de que se les enviase al Cecot de El Salvador, que esperaban ser deportados a Venezuela, como ha ocurrido con otros cientos de deportados en las últimas semanas, acogidos por el gobierno en Caracas. Pero el pacto Trump-Bukele cambió su destino.
En una declaración, el gobierno de Maduro rechazó que se criminalice “de forma infame e injusta a la migración venezolana, en un acto que evoca los episodios más oscuros de la historia de la humanidad, desde la esclavitud hasta el horror de los campos de concentración nazi”.
Sus seguidores realizaron una pequeña demostración en Caracas para protestar por el traslado de connacionales a la cárcel de El Salvador. También dirigentes de la oposición pidieron respeto por los derechos humanos y sobre todo que no se confunda a la inmensa cantidad de migrantes con el muy reducido grupo de quienes cometen delitos.
Leopoldo Martínez, presidente del Centro para la Democracia y el Desarrollo de las Américas, dijo a IPS, desde Washington, que en Estados Unidos “hay cerca de 800 000 migrantes venezolanos y solo han ocurrido 600 delitos atribuibles, o definitivamente cometidos, por alguno de sus migrantes en los últimos años”.
“Más aún el despacho de Seguridad Interior ha admitido bajo juramento ante un tribunal federal que la mayoría de los deportados a El Salvador no tenían antecedentes como delincuentes en Estados Unidos, más allá de ser venezolanos y tener algún tatuaje”, subrayó.
Martínez anima una campaña para que el gobierno de Trump cese la estigmatización de los migrantes y en su lugar revierta la medida que ha eliminado la protección del TPS para centenares de miles de venezolanos.

Lucha de poderes
Por otra parte, el soporte legal provisto por el gobierno de Trump a la arremetida contra quien señale que integrar el Tren de Aragua dio lugar a una batalla que se presagia recia entre los poderes Ejecutivo y Judicial de Estados Unidos.
Trump declaró al Tren de Aragua una fuerza invasora y desempolvó en su contra la Ley de Enemigos Extranjeros, que data de 1798, y se usó en la guerra contra el Reino Unido en 1812, y en las dos guerras mundiales del siglo XX para confinar a personas tenidas como potenciales enemigos: austrohúngaros, japoneses y alemanes.
Senadores y representantes de la oposición demócrata le critican que apele a una ley del siglo XVIII para actuar discrecionalmente, además de que Estados Unidos no está en guerra contra Venezuela, un paso que requeriría aprobación del Congreso.
Considerando extemporáneo el uso de esa ley, el juez federal del Distrito de Columbia (Washington), James Boasberg, ordenó al anochecer del 15 de marzo detener su aplicación, suspender los vuelos con los deportados y devolver los aviones en caso de que estuviesen volando hacia América Central.
Se inició una “guerra de minutos” -con la prensa auscultado registros de vuelos- para determinar si los aviones partieron antes o después de la orden, oral primeo y escrita después, dictado por el juez, sin que se haya esclarecido aún el punto.
Trump tronó en las redes sociales, llamó a Boasberg un “juez lunático de izquierda” y pidió su destitución, siguiendo a colaboradores suyos que ya claman por hacer cambios para destituir a los jueces que contradigan al presidente.
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John Roberts, presidente de la Corte Suprema -de mayoría conservadora y considerada favorable a Trump-, intervino de modo inusual y declaró que “durante más de dos siglos, se ha establecido que el impeachment (destitución) no es una respuesta adecuada al desacuerdo sobre una decisión judicial”.
“El proceso normal de revisión de apelaciones existe para ese propósito”, añadió Roberts, pese a lo cual Trump insistió en que Boasberg debe ser destituido.
Más allá de esos pleitos, “lo lamentable es que el caso será utilizado por otros países de la región para endurecer sus políticas migratorias contra venezolanos”, observó a IPS desde México Rafael Uzcátegui, asesor en el área de democracia en el centro de estudios Oficina en Washington para asuntos Latinoamericanos (Wola).
“Se trata de migrantes que huyen de un país que ellos mismos, el gobierno de Estados Unidos, han calificado como dictadura y violador de los derechos humanos”, agregó Uzcátegui desde Ciudad de México.
Finalmente, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, a través de su portavoz adjunto Farhan Haq, recordó que las deportaciones de migrantes de un país a otro deben hacerse “respetando el debido proceso, sus derechos fundamentales y su dignidad más básica”.
ED: EG