Opinión

Venezuela lucha por mantener la esperanza

Este es un artículo de opinión de Inés M. Pousadela, especialista sénior en Investigación de Civicus, la alianza internacional de la sociedad civil.

Imagen: Tomás Cuesta / AFP via Getty Images

MONTEVIDEO – Había una inusual sensación de esperanza antes de las elecciones presidenciales del 28 de julio en Venezuela. La democracia parecía en el horizonte. María Corina Machado, la figura de la oposición, había inspirado un raro nivel de entusiasmo, prometiendo a millones de exiliados que pronto podrían regresar a una nueva Venezuela.

Parecía que el voto podía traer el cambio. Y, en cierto modo, así fue: las elecciones demostraron que la oposición podía ganar a pesar de que el terreno de juego estaba increíblemente desigual. Pero el presidente Nicolás Maduro, en el poder desde 2013, se declaró rápidamente vencedor a pesar de todas las pruebas en contra, desatando la represión contra los muchos que salieron a las calles a protestar.

La situación está ahora en punto muerto, y un régimen dirigido por Maduro que carece de toda legitimidad puede recurrir a una represión cada vez mayor para mantenerse en el poder.

Muchos están profundamente decepcionados, pero los activistas venezolanos de toda la vida aconsejan paciencia junto con una presión continua. Sabían que las elecciones podían ser el comienzo de un proceso mucho más largo.

Ahora se trata de encontrar la combinación adecuada de protestas e incentivos internacionales para forzar negociaciones que puedan conducir a una eventual transición a la democracia.

La jornada electoral

Aunque hubo irregularidades durante la votación, no parecieron importantes. La mayoría de la gente en Venezuela, a diferencia de los excluidos venezolanos en el exterior, pareció poder votar, y a los testigos de la oposición se les permitió en su mayoría visitar los colegios electorales y recibir una copia de los recuentos producidos por las máquinas de votación, como les permite la ley.

La autora, Inés M. Pousadela

El fraude se fraguó en otro lugar, en la Sala de Totalización del Consejo Nacional Electoral (CNE), donde se procesan las actas de más de 30 000 colegios electorales y se calculan los resultados. El organismo responsable de supervisar las elecciones está dominado por leales al gobierno.

El sistema de votación es técnicamente impecable: funciona en circuito cerrado, lo que hace casi imposible piratearlo, y contiene múltiples salvaguardias. Esto significa que el día de las elecciones, los datos de la votación fluyeron hacia el CNE como se esperaba, y el recuento pareció desarrollarse sin problemas hasta que se hubo escrutado alrededor de 40 % de los votos emitidos.

Fue entonces cuando, al parecer, las autoridades se dieron cuenta de que perdían por un margen insalvable y dejaron de transmitir datos. A los testigos de la oposición se les negó la entrada a la Sala de Totalización.

El sitio web del CNE se congeló y quedó inaccesible, y así ha permanecido desde entonces. Sin la menor prueba, el gobierno culpó al «pirateo masivo internacional», supuestamente por parte de opositores con base en Macedonia del Norte.

A lo largo de la tarde, altos funcionarios del gobierno emitieron declaraciones a los medios de comunicación aparentemente diseñadas para preparar a la gente para el anuncio de una victoria del partido gobernante.

Hicieron circular sondeos a pie de urna que mostraban a Maduro con una ventaja de más de 20 puntos, supuestamente de una empresa encuestadora que resultó ser falsa. Mientras tanto, sondeos a pie de urna realizados por la oposición y encuestadoras independientes daban al opositor Edmundo González alrededor de 70%.

Finalmente, hacia medianoche, el CNE anunció en la televisión nacional que Maduro había ganado con 51,20 % frente a 44,20 % de González.

Los totales de votos eran porcentajes exactos con un decimal, algo casi imposible. Parecía como si alguien hubiera decidido un porcentaje para cada uno de los dos candidatos principales y lo hubiera tomado de ahí. Sin proporcionar ningún dato desglosado, el CNE declaró a Maduro reelegido presidente.

El Centro Carter, único observador electoral independiente autorizado, abandonó Venezuela el 29 de julio, alegando que los resultados no eran verificables y que las elecciones no podían considerarse democráticas. Desde entonces, la oposición, la sociedad civil y la comunidad internacional han instado al gobierno a que presente un recuento detallado de los votos, sin éxito.

El 13 de agosto, un grupo de expertos de la ONU emitió un informe preliminar en el que concluía que el CNE había incumplido «las medidas básicas de transparencia e integridad».

Lo que ha cambiado

Pero la historia no termina con el fraude masivo: se han producido algunos cambios profundos que sugieren que esto es sólo el principio.

Por primera vez en la memoria, ningún sector significativo de la oposición boicoteó las elecciones. En su lugar, la oposición celebró una votación primaria que eligió a Machado como candidata de unidad, en la que participaron más de dos millones de personas, a pesar de las amenazas de las autoridades, la censura y las agresiones físicas a los candidatos en los mítines.

Pero los resultados fueron inmediatamente anulados por el Tribunal Supremo, afín al gobierno, que confirmó una antigua inhabilitación contra Machado, debida a una condena por corrupción no probada. El gobierno obligó entonces a la oposición a pasar por el aro para nombrar un sustituto.

Puede leer aquí la versión en inglés de este artículo.

Machado logró la aparentemente imposible tarea de transferir su popularidad a su sucesor, un ex diplomático de voz suave que no estaba en el radar político.

Además de estar unida, la oposición desarrolló una estrategia, el Plan 600K, para hacer todo lo posible por controlar las elecciones. Reclutó a unos 600 000 voluntarios, organizados en comanditos, grupos de unas 10 personas cada uno. A principios de julio, la oposición afirmaba que se habían formado más de 58 300 comanditos. El día de las elecciones, estuvieron presentes en los colegios electorales de toda Venezuela.

Permanecieron durante todo el día y, cuando se cerraron las urnas, tomaron una copia del acta de escrutinio, la fotografiaron, escanearon el código QR y transfirieron los datos, junto con la documentación en papel, a los centros de recogida.

A sabiendas de lo que se avecinaba, la oposición había trabajado con programadores para replicar un centro de cálculo electoral, de modo que pudieran procesar los datos y producir de forma independiente cifras reales hasta el nivel de colegio electoral.

Esta novedosa estrategia cogió desprevenido al gobierno. Cuando el CNE hizo sus primeros anuncios, la oposición ya había contado 30 % de las papeletas y sabía que había ganado por un amplio margen.

Al día siguiente, los líderes de la oposición dieron una rueda de prensa en la que afirmaban haber contado más de 70 % de los votos, lo que daba a González una ventaja incontestable. Abrieron su base de datos al público, permitiendo que periodistas de investigación y expertos electorales verificaran su exactitud.

La revelación de la crudeza del fraude gubernamental trajo consigo un segundo cambio importante: la retirada del apoyo de algunos estados que habitualmente respaldan a Maduro. En la noche electoral, solo cuatro gobiernos autoritarios amigos -China, Cuba, Irán y Rusia- felicitaron a Maduro por su supuesta reelección.

En el otro extremo del espectro, varios gobiernos de América, entre ellos Canadá y Estados Unidos, se negaron a reconocer los resultados oficiales.

Algunos, como el presidente libertario de extrema derecha de Argentina , Javier Milei, lo hicieron por razones ideológicas. Pero los rechazos de mayor peso procedieron de la izquierda democrática latinoamericana, representada sobre todo por el presidente de Chile, Gabriel Boric, que basó su postura en la defensa incondicional de la democracia.

En respuesta, el gobierno venezolano expulsó a las delegaciones diplomáticas de los siete países latinoamericanos que habían cuestionado las elecciones.

En un punto intermedio, la Unión Europea y tres gobiernos americanos de izquierda -Brasil, Colombia y México- afirmaron que reconocerían los resultados una vez que el gobierno presentara los recuentos de votos y éstos fueran verificados de forma independiente.

Antes de las elecciones, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y el presidente colombiano, Gustavo Petro, pidieron al gobierno que garantizara unas elecciones transparentes y respetara los resultados.

Ahora están en la mejor posición para negociar una transición entre bastidores. Son los países que reciben la mayor parte de los emigrantes venezolanos, más de los cuales podrían marcharse si no se resuelve la crisis.

Lo que no ha cambiado

Antes de las elecciones, Maduro advirtió de un «baño de sangre» si no ganaba. Ha respondido como se esperaba, igual que hizo ante las protestas masivas de 2014 y 2017: con una represión brutal que dejó al menos 25 muertos.

Desde las primeras horas del 29 de julio, cientos de personas salieron a las calles para protestar contra los inverosímiles resultados oficiales, y por la mañana ya eran miles en todo el país, la mayoría en barrios obreros densamente poblados, otrora bastiones del gobierno.

Maduro calificó las protestas de «brote fascista» y anunció la construcción de nuevas cárceles para los detenidos. La represión se dejó a menudo en manos de «colectivos armados» de paramilitares progubernamentales que bloquearon marchas, golpearon a manifestantes y secuestraron a observadores electorales de la oposición.

En las redes sociales se difundieron listas de personas buscadas por presunta incitación a la violencia, entre ellas periodistas y miembros de la oposición, y las autoridades pidieron a la población que denunciara a quienes participaran en protestas.

En algunos barrios de Caracas, grupos progubernamentales intentaron intimidar a la gente marcando las casas de personas consideradas partidarias de la oposición.

Las fuerzas de seguridad utilizaron perdigones y gases lacrimógenos contra los manifestantes y detuvieron arbitrariamente a cientos de ellos, acusándolos de terrorismo o incitación al odio.

Más de 2400 personas fueron detenidas, según cifras oficiales. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU descubrió que a la mayoría de los detenidos no se les permitía elegir a su propio abogado ni ponerse en contacto con sus familias, y clasificó algunos de estos casos como desapariciones forzadas.

Pero incluso cuando la represión obligó a la gente a volver a sus casas temiendo por sus vidas, han seguido estallando protestas esporádicas de caceroladas.

Lo que debe cambiar

Que las elecciones marquen el inicio de una transición democrática dependerá de una combinación de tres factores, ninguno de los cuales es suficiente por sí solo: protestas masivas, presión internacional y división y deserción entre los militares.

Muchos venezolanos veían las elecciones como su última oportunidad antes de rendirse y unirse a los millones que se han marchado. El éxodo, la participación, los resultados y las protestas subsiguientes son señales de que la gran mayoría ya no apoya al gobierno, y muchos se oponen activamente a él.

Hasta ahora, los líderes de la oposición se han abstenido de convocar a la gente a las calles porque, dada la respuesta represiva del régimen, más protestas significarán inevitablemente más víctimas.

Pero sin una movilización masiva, el régimen podría recuperar rápidamente el control y los líderes de la oposición podrían acabar en la cárcel.

Queda por ver cuántos se atreverán a salir a la calle, durante cuánto tiempo y hasta dónde llegará el gobierno para reprimirlos.

Maduro sólo se irá cuando calcule que el coste de quedarse es mayor que el de irse, por lo que cualquier negociación internacional debería tener como objetivo reducir sus costes de salida.

Esto significa que el precio de la transición sería probablemente una concesión desagradable de inmunidad – y por lo tanto impunidad – para Maduro y otros altos funcionarios.

Pero la presión internacional tiene un límite. Maduro ya ha demostrado que está dispuesto a soportar el aislamiento internacional si es necesario para mantenerse en el poder. Ha incumplido sistemáticamente todos sus compromisos internacionales, incluido el Acuerdo de Barbados que allanó el camino para las elecciones.

Además, los Estados más dispuestos a negociar un acuerdo tienen poca influencia porque Venezuela no depende de ellos, mientras que los países de los que depende, China y Rusia, no tienen ningún incentivo para promover la democracia.

Dos de los tres elementos de la ecuación han empezado a cambiar: una clara mayoría ha expresado su voluntad en las urnas y en las calles, y antiguos aliados internacionales ideológicamente próximos han insistido en que debe respetarse la voluntad del pueblo.

El tercero sigue siendo una incógnita. Incluso sitiado y aislado internacionalmente, el régimen podría sobrevivir si sigue decidido a afrontar la crisis con violencia, como ha hecho hasta ahora, y si las fuerzas de seguridad permanecen de su lado.

El destino de millones de personas depende de lo que ocurra a continuación.

Inés M. Pousadela es especialista sénior en Investigación de Civicus, codirectora y redactora de Civicus Lens y coautora del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.

T: MF / ED: EG

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