Trabajo sin derechos en urbes y campos capea la crisis en Perú

El peruano Ramón Balbuena, sobre su motocicleta, listo para llevar un pedido de raciones de pollo a la brasa a un cliente del restaurante donde trabaja en Lima. Labora un mínimo de 10 horas diarias como repartidor domicilio del negocio especializado en pollo, sin formar parte de la plantilla y sin beneficios sociales como trabajador, para sacar adelante a su familia. Imagen: Cortesía de Ramón Balbuena

LIMA – Trabajar cada día con la certeza de que lo que ocurra en su vida depende solo de su esfuerzo porque sus gobernantes se preocupan solo de sus propios intereses, es el sentir de Ramón Balbuena, un repartidor motorizado que forma parte de 74 % de la masa laboral que sobrevive con un empleo informal en Perú.

“Soy parte del servicio de delivery (entrega a domicilio) de una pollería muy conocida en Lima. Es un trabajo informal, no estoy en planilla, me pagan 10 soles la hora (2,70 dólares) y trato de conseguir la mayor cantidad de horas, por lo menos 10 al día y si se puede 12 o 13, porque tengo una familia que sacar adelante”, declara a IPS en un alto de sus actividades.

Los repartidores, conocidos en Perú por el vocablo inglés “drivers” entregan a domicilio diversos productos. Es un trabajo que creció durante la pandemia y que se mantiene en la actualidad como una oportunidad de generar ingresos, aunque sin beneficios ni protección social.

Las calles de la capital peruana están inundadas de motos que circulan a gran velocidad trasladando los pedidos a viviendas y oficinas.

Con 33 millones de habitantes, Perú mantiene altas tasas de empleo informal.

“Las autoridades prometen siempre pero no cumplen, eso no cambia, cómo tener fe así. Mi mamá no fue a la escuela por el machismo, yo sí pude, pero me quedé en el camino… y no quisiera que eso pase con mi hijita”: Nora Anaya.

En junio de este año, el Instituto Nacional de Estadística e Informática (Inei) publicó primera vez estadísticas oficiales del mercado laboral en Perú por ciudades, donde se reporta que, de las más de 17 millones de personas con empleo en el país, 74% de la población ocupada tiene un trabajo informal.

“Yo empecé en la pandemia, antes era cobrador en una empresa, estaba en planilla y con todas las de la ley, pero la covid nos tumbó a todos”, cuenta Balbuena de 48 años, quien vive en la ciudad de Lima con su esposa Verónica y su hija Valentina, de 15 años, la motivación central de la vida de la pareja.

Crítico de la situación del país, el repartidor considera que no hay una verdadera democracia, que la corrupción es pan de cada día, y que los gobernantes y grupos de poder solo ven por sus intereses.

“Mi hija está en un colegio particular becada por sus altas calificaciones, nos esforzamos por ella para darle lo mejor que podemos y formándola con buenos valores; serán los de su generación quienes traigan un futuro mejor al Perú”, señala Balbuena a IPS.

Perú atraviesa una permanente crisis política que ha debilitado su institucionalidad democrática y pone en cuestión a los poderes de turno tanto en el Ejecutivo como Legislativo, con altos niveles de desaprobación.

Una encuesta independiente de julio indica que 81 % de la población reprueba la gestión de la presidenta Dina Boluarte, quien tras suceder en diciembre de 2022 a Pedro Castillo -hoy preso y procesado por su supuesto intento de autogolpe- generó una ola de protestas sociales reprimidas con brutalidad y un saldo de decenas de muertes de civiles.

Es mayor la desaprobación del legislativo Congreso, controlado actualmente por los herederos del gobierno autoritario de Alberto Fujimori (1990-2000) y aliados, con 90 % de rechazo.

Llevando de la mano a Liz, su hija de 20 meses, Nora Anaya camina por una calle de su comunidad campesina de Patabamba, en las alturas del departamento andino de Cusco, en el sur de Perú. La débil institucionalidad democrática del país sudamericano impacta en el escaso desarrollo de las pequeñas localidades rurales donde las familias sobreviven en pobreza y con el olvido del Estado. Imagen: Mariela Jara / IPS

Si no trabajamos no comemos

Nora Anaya, de 28 años, forma junto con su pequeña hija y su mamá de 60 años una de las 100 familias de la comunidad campesina de Patabamba, en el municipio de Oropesa, en el departamento surandino de Cusco. Su marido ha tenido que migrar a trabajar a una ciudad de otra provincia en la misma región y viene a casa pocas veces al año.

El sustento diario de la familia depende de la agricultura y de la venta de sus animales menores como el cavia porcellus, un roedor andino llamado cuy por las familias peruanas.

La crisis climática que en los últimos ochos meses se ha manifestado con sequía, heladas, granizadas y nevadas ha mermado sus cultivos de granos, maíz y hortalizas, disminuyendo sus excedentes para la venta, cuenta a IPS durante una visita a la comunidad este mismo mes de agosto.

Pero Anaya no se desanima porque como dice “si no trabajo no hay para comer”, y cuenta solo con la ayuda, cuando es necesario, de su madre, Leonor Barreto, cuando se desborda la labor cotidiana como productora en una comunidad altoandina, donde las alteraciones climáticas hacen la vida aún más difíciles de lo que ya era habitual.

La felicidad para ella sería que su hija pudiera completar estudios superiores, una aspiración que ella no pudo concluir por limitaciones que hoy persisten en su comunidad pese a los años transcurridos.

Confía que tras terminar sus estudios escolares en el 2012 quiso seguir la carrera de enfermería, para lo cual se matriculó en un instituto en la ciudad de Cusco, con el apoyo de su familia. No existía entidad similar en alguna localidad cercana.

“Lo dejé en el tercer ciclo, me faltó la mitad para terminar, era de tres años. Es que cada día debía caminar hora y media desde mi casa hasta el paradero de carros (automóviles)  y lo mismo al regreso, pero me cambiaron el turno de seis de la tarde a nueve de la noche y ya no era posible volver a Patabamba a esa hora; y no teníamos dinero para que pueda alquilar un cuarto en Cusco”, recuerda con tristeza.

Una década después esa realidad no ha cambiado: niñas, niños y adolescentes de la comunidad deben hacer ese mismo recorrido para llegar a sus aulas escolares, caminar hora y media hasta el paradero de Tipón para tomar las unidades de transporte público hasta sus centros educativos.

En Patabamba existe una escuela con dos aulas: una para educación inicial a partir de tres años, y otra para cursar primero, segundo y tercer grado de primaria.  “La enseñanza no es buena aquí” deplora Anaya.

Par estudiar del cuarto grado hasta el último año de su formación escolar, las familias deben enviar a sus hijas e hijos fuera de la comunidad, situada a más de 3000 metros sobre el nivel del mar.

“Salen tempranito, a las seis de la mañana y caminan hasta Tipón a tomar su carro. Están regresando a las casas como a las cinco de la tarde. Y tienen que ir solos y cuidarse entre hermanitos, porque las mamás tenemos que ver por la chacra (granja), los animales, el agua…”, explica.

Anaya es una de las cerca de 700 000 mujeres que en el país se dedican a la agricultura familiar, con el manejo de un promedio de 1,8 hectáreas y producción para al autoconsumo y ventas de sus excedentes.

Ella produce hortalizas, papa, maíz y pasto para sus animales, y cuenta con 100 cuyes.

Labora en todo el ciclo productivo y sus ingresos le alcanzan apenas para los gastos básicos de su familia.

Según la encuesta publicada en junio por el Inei, el empleo informal en zonas rurales es de 95 %, porcentaje muy superior a 68 % de áreas urbanas.

Anaya y su familia son beneficiarias del seguro integral de salud, el que provee el Estado, pero deben acudir hasta la localidad de Oropesa por atención.

“Voy cada mes para los controles de mi hijita que tiene un año y ocho meses, por ella hago el esfuerzo, pero como es una posta (ambulatorio rural de atención primaria), solo hay enfermeras, llegan tarde, hay que esperarlas… es mala la atención”, asegura.

Ella lleva a la pequeña Liz allá donde va, no se desprende de su lado. Su esposo no regresará hasta diciembre, porque trabaja en obras de saneamiento básico en la ciudad de Quillabamba, a más de 220 kilómetros de distancia. “Hablamos poco porque donde él está no hay señal para el celular”, precisa.

No nota grandes cambios en su comunidad. El hecho de no contar con una posta médica y un colegio cercanos, tener que caminar bajo las inclemencias del tiempo por estudios o salud, sentir la pobreza, vivir con el temor de no poder garantizar educación para su hija así se lo confirman.

“Las autoridades prometen siempre pero no cumplen, eso no cambia, ¡cómo tener fe así! Mi mamá no fue a la escuela por el machismo, yo sí pude, pero me quedé en el camino con mis estudios superiores, y no quisiera que eso pase con mi hijita; no sé qué haré cuando ella sea grande y siga sin haber colegios en Patabamba”, agrega.

La campesina Nora Anaya, dentro de su pequeño huerto biológico donde siembra hortalizas, en una pequeña comunidad altoandina del sur de Perú. Ante un futuro incierto por las escasas oportunidades que le ofrece el país, la felicidad para ella sería que su hija sí logre completar los estudios superiores, lo que ella no pudo hacer por el olvido de las instituciones a comunidades rurales como la suya. Imagen: Mariela Jara / IPS

Algo más que malos gobiernos

Indira Huillca, socióloga y analista política, de 35 años, explicó en diálogo con IPS que Perú atraviesa una coyuntura complicada en que se cruzan muchas crisis -política, social, institucional- a la vez que persiste una situación de precariedad y falta de oportunidades que agrava la expectativa de un futuro mejor y de la democracia.

“La razón está en algo más que los malos gobiernos, se relaciona con la forma como está constituido nuestro modelo de desarrollo que tiene aspectos que se presentan como positivos, llámese por ejemplo estabilidad económica, poca inflación y deuda pública, pero con un Estado inexistente en amplios sectores del país”, afirmó.

Agregó que el sentir de gran parte de la población es de “qué sirve un modelo de desarrollo de ese tipo cuando en la práctica deben sobrevivir por su cuenta sin poder acceder además a servicios de calidad”.

Huillca sostuvo que esa situación explica las movilizaciones que se mantienen firmes en varias zonas del país, especialmente en el sur y con protagonismo de la población rural, que la conforman los peruanos hombres y mujeres más empobrecidos y excluidos.

ED: EG

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