Privilegios del centralismo limeño agobian a pueblos olvidados de Perú

Una mujer rural peruana se posiciona ante los policías que resguardan las calles de Lima durante la movilización permanente de una ciudadanía que demanda elecciones inmediatas para salir de la actual crisis política. Ella es parte de las delegaciones del sur andino, una de las regiones rurales olvidadas por un centralismo agobiante de Lima y de sus elites. Foto: Wálter Hupiú / IPS

LIMA – La convulsión política y social que sacude a Perú no es un problema coyuntural, tiene que ver con relaciones verticales agraviantes en su población, afirma el historiador José Carlos Agüero.

En este país sudamericano han muerto 59 personas en los dos meses del gobierno de la presidenta Dina Boluarte, 47 directamente por la represión estatal a las protestas iniciadas el 7 de diciembre. La presidenta de 60 años ha respaldado a las fuerzas armadas y policiales pese al saldo trágico de su accionar represivo.

“Lo que se puede encontrar de un colapso social no son soluciones, pero sí salidas que ayuden a que este nudo, que es muy peligroso para la gente, que es lo que a mí me importa sobre todo, se desactive en sus efectos más tanáticos (mortales)”, declaró Agüero en una entrevista con IPS.

Perú tiene 200 años de vida republicana pero arrastra problemas de desigualdad y discriminación, que debido al centralismo agudo en Lima afectan sobre todo a las poblaciones del interior, especialmente rurales, campesinas, amazónicas e indígenas  quechuas y aymaras.

Para 2021, según las últimas estadísticas oficiales, la pobreza urbana se situaba en 22 % y la rural en 40 %, sobre todo en la sierra y la Amazonia. Regiones como Ayacucho, Huancavelica, Puno –algunos de los centros de la protesta social- alcanzaron los niveles más altos de pobreza en un rango de 37 % a 41 %.

La capital de Perú supera los 10 millones de habitantes, representa la tercera parte de la población total,  estimada en 33 millones. Es una ciudad con una alta inmigración interna que refleja la necesidad de las personas de encontrar las oportunidades de las que carecen en sus lugares de origen.

Agüero, de 48 años, es historiador, ensayista y escritor. Premio Nacional de Literatura 2018 en la categoría de No Ficción, reflexiona de forma permanente sobre el país y los cauces de la memoria, a lo que ha venido aportando desde su propia experiencia personal al ser hijo de dos militantes del grupo maoísta armado Sendero Luminoso, ejecutados extrajudicialmente en los años 80.

En su análisis sobre las causas del momento actual peruano, coloca aspectos diversos planteados por otros historiadores como lo étnico cultural en relación a cómo desde los grupos de poder en la capital no se ha prestado suficiente atención a la dinámica regional del altiplano en la región surandina y subvalorado su tradición contestataria.

También la crisis del sistema político de partidos y de representación que desde la sociología y las ciencias políticas se advierte por más de dos décadas, sin que se haya recompuesto. Y las interpretaciones antropológicas que consideran que se trata de un momento de reivindicación indígena, sobre todo aymara, con lo cual discrepa.

Agüero pone el acento a las explicaciones desde la vertiente que ha trabajado en la historia y el racismo, evidenciando el lastre de no haberse desarmado el sistema de estamentos visible incluso en el siglo XXI en el país.

“Las relaciones verticales tan agraviantes, si no directamente de casta, a cada rato estallan, no solo ahora. Están listos para aflorar en cualquier momento”, remarcó en alusión a la protesta social que no cesa desde el 7 de diciembre en que Boluarte se juramentó como presidenta, tras ser destituido por el legislativo Congreso el presidente Pedro Castillo.

Castillo, de 53 años, un maestro y sindicalista rural de origen campesino, llegó a la presidencia en julio de 2021, gracias al voto mayoritario de las zonas rurales de Perú, con el respaldo de un partido de extrema izquierda, que lo abandonó posteriormente. Su gobierno se caracterizó por una gestión poco operante y el rechazo frontal de los políticos y las elites tradicionales.

La destitución y encarcelamiento de Castillo movilizó en contra a poblaciones de diversas regiones, sobre todo del centro y sur andino, en demanda de elecciones adelantadas para este 2023 y la consulta ciudadana sobre una Asamblea Constituyente. Boluarte se avino finalmente al adelanto, pero no el Congreso,  determinante para ello.

“Las interacciones de racismo cara a cara no son lo único que puede mirarse, si no que toda la devaluación, el ninguneo, se convierte quizá en la institución organizadora de nuestras relaciones más poderosas a la hora de la verdad, a la hora en que o tienes que matar o tienes que morir, o tienes que decidir sobre el reparto de la riqueza, o la legitimidad de una protesta o una propuesta política”, planteó Agüero.

Explicó que en esa lógica, hay gente que quedará por fuera del pacto nacional porque se considera que no vale igual que la otra.  “Todo eso se ha vuelto a poner en juego para explicar este momento”, dijo.

Rocío Quispe, una peruana quecha de 64 años, construyó su casa en la parte alta del barrio de San María en el populoso distrito de Ate Vitarte ubicado en Lima este, «ganándole al cerro», tras años de esfuerzo perseverante luego que su familia dejara un “pueblo olvidado” del departamento de Ayacucho, epicentro andino de pobreza y muy castigado por el conflicto armado interno entre 1980 y 2000. En la foto junto a su nieta de seis años y su mascota. Foto: Mariela Jara / IPS

Venir de los pueblos olvidados

Rocío Quispe, una mujer quechua originaria del centro andino departamento de Ayacucho, una de las zonas más golpeadas por el conflicto armado interno que azotó el Perú entre 1980 y el 2000, vive en el barrio de Santa María en el distrito de Ate Vitarte, en el este de Lima, uno de los más populosos con poco más de 700 000 habitantes, la mayoría de condición socio económica media y baja.

Tiene 64 años, vive con su hija de 27 y su nieta de seis en una casa que ha construido poco a poco en la zona alta de San María ganada a los cerros que rodean la capital. No tiene trabajo dependiente y realiza diferentes actividades como la venta de comida para su subsistencia. Ella es una de los millones de migrantes que llegó a Lima en busca de un futuro mejor.

“Nos hemos venido por el terrorismo, hemos dejado de estudiar, hemos dejado todo. Cuántos han muerto fusilados allá, entraban a tu casa y te mataban; primero se vino mi hermana, después vine yo y aquí hemos trabajado sin robar, sin hacer daño a nadie” dijo en diálogo con IPS.

Contó que su aspiración era vivir en paz, sin miedo, esa emoción instalada cuando estaba en su tierra. Su familia tenía áreas de cultivo en la comunidad campesina de Soccos, donde en 1983 se produjo la matanza de 32 personas, mujeres, hombres, niñas y niños por la unidad policial llamada Los Sinchis.

“Muchos ayacuchanos hemos venido a Lima para tener una vida porque nos sentíamos abandonados”, recalcó. Ya en la capital trabajó para comprarse un terreno y ayudar a sus padres, y cuando salió embarazada su prioridad fue la educación de su hija.

Quispe, como muchas de sus vecinas y vecinos, llegó por sus propios medios en diciembre hasta las afueras del penal Barbadillo donde fue inicialmente recluido Castillo, acusado de golpe de Estado, por intentar cerrar el Congreso y gobernar de emergencia, en una efímera ruptura institucional, cuando sabía que sería destituido horas después.

“Porque reclamamos nos dicen terroristas, terrorista es el que vende la patria, el que se olvida de nuestros pueblos, el que estando en el poder nos acusa por desear para nuestros niños un buen colegio, buena educación”, señaló con indignación.

Cuando habla hay fuerza en su voz: “Nosotros somos un pueblo ayacuchano, pueblo olvidado, donde sembramos papa, maíz, trigo, cebada, y que nos traten de terroristas da cólera. Nos llaman terroristas, nos llaman serranos, apestosos, cholos, todo”.

Y siente como un agravio que el Congreso, que ubica como un centro corrupto del poder, haya confabulado para la salida de Castillo.

“Con ese pueblo que desprecian hemos nombrado un presidente, serrano, provinciano, un profesor. Quizás él no estaba tan empapado de todas las cosas, pero los congresistas no lo han dejado en paz hasta desesperarlo”, criticó.

Las protestas continúan, aunque con menor intensidad; regiones como Cusco, Puno, Arequipa mantienen bloqueadas vías de tránsito, mientras Boluarte inició el miércoles 15 una ronda de conversaciones con los partidos políticos para abordar la crisis.

Ello se ha percibido como una bocanada de aire para resistir como presidenta,  ante las denuncias documentadas sobre varios asesinatos cometidos por las fuerzas durante la represión, y que Boluarte no ha condenado.

El historiador, ensayista y escritor José Carlos Agüero, en la presentación de su libro Persona, en setiembre del 2018, en el distrito de Los Olivos, en la zona de Lima norte. En su reflexión crítica sobre el estallido social en el país andino, las élites articulan una red de privilegios que además es racista olvida a la mayoría rural del país. Foto: Cortesía Rossana López

No una, sino muchas Limas

Según el oficial Instituto Nacional de Estadística e Informática, de los habitantes de Lima, 65 %  se considera mestizo, 19 % originario, casi 5 % blanco y 8 % afroperuano. Aun así, el racismo está presente en el día a día y se ha volcado intensamente contra las personas que protestan en sus regiones y las que han llegado hasta la capital para hacerse oír.

¿Por qué las elites no reconocen que son muchas Limas? Aunque Agüero indica que no podría responder con certeza porque son pocos los estudios sobre la élite en Perú, sí puede hablar de sus conductas y la forma en que se organiza su política.

Cree que no hay ignorancia de por medio no es que no entiendan, reflexiona. «Hay gente que es muy preparada, que ha estudiado en universidades de afuera y forman parte de lo que llamamos la élite. Tienen datos demográficos, encuestas, todo lo necesario para entender que Lima es una metrópoli muy grande, conformado ahora por varias Limas», añadió.

“Pero gobiernan como otras élites del mundo. Se auto sostienen en el convencimiento de que son privilegiadas. En el Perú me parece justamente que articulan una red de privilegios de una manera, además, racista”, remarcó.

Agüero explica que esa posición los aísla pero a la vez los pone en un rol de tutelaje.

“Lo que más me importa es que las formas de distribución del poder, tanto el real como el económico y el simbólico, dejen de ser un asunto de privilegio y articulado por una red de élite que además es racista. Para mí ese es el asunto”, insistió.

ED: EG

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