BUENOS AIRES – En el extremo norte de Argentina, sobre el río Pilcomayo y cerca del punto de triple frontera con Bolivia y Paraguay, hay un territorio que quedó fuera de la conquista española.
Los enviados de la Corona nunca pusieron pie en ese lugar, que está en el noreste de la provincia de Salta y desde el punto de vista ecológico pertenece a la región del Chaco, la segunda llanura boscosa más grande de América del Sur, luego de la Amazonia.
Allí, el calor puede superar los 50 grados. Y, si uno se aleja del Pilcomayo, el agua escasea: sólo llueve entre noviembre y marzo. Es un área en la que no es fácil vivir, que no cuenta con metales ni otros recursos económicos que fueran valorados en tiempos de la colonia, por lo que ni siquiera mereció la atención de los españoles.
Solo en la segunda mitad del siglo XIX, el moderno Estado argentino se lanzó a conquistar esa zona y a someter a los indígenas. Ellos eran cazadores y recolectores que vivían en una estrecha relación con el monte, pero, para el gobierno de Buenos Aires, constituían sólo una fuerza laboral susceptible de ser explotada en los obrajes y los ingenios azucareros incipientes en el norte del país.
Los indígenas vieron como en su tierra todo cambiaba. Detrás de las fuerzas militares y de las armas, llegaron, en busca de buenos pastos para sus animales y también con apoyo del Estado, los ganaderos blancos. O criollos, como hasta el día de hoy se llama en la zona a los descendientes de europeos o incluso a los mestizos.
Desde entonces, indígenas y criollos conviven y luchan por sus derechos a la tierra y a una calidad digna de vida en lo que por décadas fueron los lotes fiscales 55 y 14, que en conjunto ocupan 643.000 hectáreas.
Pobreza generalizada
La ausencia del Estado y la degradación ambiental generada por décadas de sobrepastoreo del ganado —que tradicionalmente ha sido criado “bajo monte”, lo que significa que a los animales se los deja sueltos para que busquen alimento— y la explotación irracional de la madera hundió en la pobreza a casi todos.
Según datos del último censo hecho en la Argentina (2010), en el departamento salteño de Rivadavia, donde están los ex lotes fiscales 55 y 14, 13 462 personas, o 45 % de la población, vivían en viviendas caracterizadas como ranchos o en casillas de madera. La mayor parte del resto de los hogares tampoco le escapaba a la precariedad: 67,5 % ni siquiera tenía heladera.
“La visión romántica de que los indígenas son los únicos que cuidan el ambiente y los criollos sólo depredan es equivocada. Por falta de medios de vida, los indígenas son generalmente la mano de obra barata para la extracción ilegal de madera. Y los criollos, a medida que obtienen seguridades de que no van a ser expulsados, realizan prácticas más conservacionistas”, dice Luis de la Cruz, especialista en antropología ambiental y presidente de la Fundación Fungir, una de las que trabaja en la zona con las comunidades.
Derecho a la tierra
En 1984 —diez años antes de la reforma de la Constitución Nacional argentina que reconoció el derecho de los pueblos indígenas a la propiedad y posesión de las tierras que ocupan ancestralmente—, las comunidades comenzaron a reclamar un título único que reconociera su derecho.
Y en 1998, ya agrupadas en la asociación Lhaka Honhat (“Nuestra tierra”, en lengua wichí), llevaron su reclamo al sistema interamericano de derechos humanos.
Como resultado de tantos años de organización y de lucha, en 2014, el gobierno de Salta reconoció la propiedad de indígenas y criollos sobre las tierras.
El Decreto 1498 —firmado por el entonces gobernador Juan Manuel Urtubey— estableció que 400 000 hectáreas pertenecen en propiedad comunitaria a los más de 10 000 indígenas que habitan el lugar.
Las 243 000 hectáreas restantes fueron adjudicadas en condominio a 463 familias criollas. Esa partición recogió el acuerdo alcanzado por los líderes sociales en el lugar. Sin embargo, a los indígenas nunca se les delimitó su tierra ni se les dio su título de propiedad. Y, en el caso de los criollos, el proceso apenas avanzó.
Hoy, las esperanzas están puestas en una histórica sentencia dada a conocer en abril de 2020 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ordenó al Estado argentino que otorgue un título de propiedad colectiva sobre 400 000 hectáreas a las 132 comunidades indígenas que habitan el lugar y asegure la relocalización de las familias criollas instaladas en ese territorio.
Además, le indicó que establezca acciones para remediar la contaminación de las aguas, evitar que continúe la pérdida de recursos forestales, y garantice el acceso a una alimentación nutricional y culturalmente adecuada.
El fallo fue leído con atención por organizaciones indígenas en toda América Latina, porque fue el primero del sistema interamericano de derechos humanos que estableció una relación entre el derecho a la propiedad de la tierra y su conservación ambiental.
No solo se trata de que las comunidades sean dueñas del espacio que ocupan ancestralmente, sino también de que estén en condiciones de proveerse de los recursos naturales con los que sustentan su vida, dijeron los jueces.
La Corte consideró que la tala ilegal, así como la ganadería y la instalación de alambrados por parte de los criollos, afectaron bienes ambientales y alteraron el modo tradicional de alimentación, limitaron el acceso al agua y lesionaron la identidad cultural de las comunidades indígenas, que pertenecen a los pueblos wichí (mataco), iyjwaja (chorote), komlek (toba), Niwackle (chulupí) y tapy’y (tapiete).
La sentencia tiene 133 páginas, pero existe un resumen oficial de solo seis, que ya fue traducido a cuatro de los idiomas de esas naciones indígenas, para que los miembros de las comunidades puedan conocer su contenido.
Recuperar la calidad del ambiente
“La sentencia de la Corte ordena que se dé satisfacción a un largo reclamo de las organizaciones indígenas: que se retiren de su territorio las vacas y los alambrados de los criollos. Un siglo de pastoreo ganadero sin control ha producido una degradación del ambiente. Hoy, hay más de 60 000 de cabezas de ganado sobre territorio indígena”, explica la ingeniera agrónoma Ana Álvarez, representante de Asociana, una ONG vinculada a la iglesia anglicana que trabaja con comunidades indígenas en la zona.
Y agrega: “La decisión es un hito en un proceso de más de 30 años, que nos permite pensar en la recuperación de la calidad del ambiente. Si eso ocurre, la gente va a poder aprovechar sus recursos del modo que cada uno vaya definiendo para vivir mejor”.
En marzo de 2019, el líder indígena wichí Francisco Pérez —quien falleció en junio de 2021 a causa de la covid-19— viajó a San José de Costa Rica. En audiencia ante la Corte Interamericana, que tiene su sede en esa capital, dijo que no consideraba a los criollos sus enemigos, pero advirtió que las formas de vida son muy distintas.
“La ganadería es el problema principal”, sostuvo. “Las vacas nos arruinan la tierra y comen los frutos que nosotros usamos para comer y como medicinas. Y los alambrados molestan a los animales y no dejan que nosotros lleguemos al río para pescar”, añadió.
Esa relación entre calidad de vida y ambiente que se establece en la sentencia es lo que ha llamado la atención de defensores de los pueblos de los derechos indígenas en todo el continente, que están convencidos de que se fijó un precedente fundamental para comunidades que luchan contra industrias extractivas en la región.
Recuperar el diálogo
Julia Cabello, abogada de la organización paraguaya Tierraviva, considera que, más allá del derecho al ambiente sano, que ya había sido reconocido en otras sentencias por el alto tribunal, en este caso se estableció que “la degradación de la naturaleza afecta la identidad cultural, el modo de vida y la proyección de vida de las comunidades”.
Ahora bien, una de las cuestiones más interesantes es que la decisión de la Corte también fue celebrada por quienes trabajan con las poblaciones criollas del Chaco salteño.
“El fallo recupera el diálogo y la negociación que se viene llevando adelante desde hace muchísimos años entre organizaciones indígenas y criollas. Y, si bien es verdad que es favorable al reclamo indígena, ayuda a todo el proceso, ya que también empuja al Estado a darles sus tierras y sus títulos de propiedad a las familias criollas”, afirma Gabriel Seghezzo, director ejecutivo de Fundapaz, una organización que tiene casi 50 años de labor con las comunidades del Chaco.
Grandes cambios para todos
La sentencia también ordenó que, en un plazo de seis años, toda la población criolla sea trasladada fuera del territorio indígena. Esa resulta, seguramente, la cuestión más conflictiva, porque requiere de importantes inversiones del Estado para poner en condiciones habitables tierras que hoy no lo son.
“Hacen falta agua, escuelas, caminos… De otra manera, es imposible relocalizar a los criollos. Nadie puede ir a vivir a un lugar donde no hay nada”, dice Seghezzo. Y detalla que sólo 42 de las 463 familias criollas reconocidas por el gobierno salteño en 2014 recibieron su título de propiedad, aunque ya hay casi 200 que han llegado a un acuerdo.
En cualquier caso, la implementación de la sentencia está destinada a significar grandes cambios para todos.
“Los criollos, que están acostumbrados a criar a sus vacas a campo abierto, y tenían 643 000 hectáreas a disposición para hacerlo, ahora van a contar con entre 500 y 700 hectáreas, que es la superficie que van a tener sus propiedades privadas”, explica el ingeniero agrónomo César Ardiles, quien vive hace cuatro años en Santa Victoria Este, cabecera del municipio, donde trabaja como técnico de Fundapaz.
Ardiles asegura que no sólo los indígenas sino también los criollos viven del monte y pierden con su degradación.
“Todos se perjudican con la tala ilegal de árboles, pero los que denuncian después son amenazados por las mafias que operan en la zona. Necesitamos un compromiso del Estado provincial para evitar que se lleven madera. Hay solo tres salidas de Santa Victoria Este, así que sería bastante fácil poner controles, pero no existe voluntad”, sostiene.
Hoy, instituciones oficiales como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (Inta) y la Secretaría de Agricultura Familiar trabajan junto a organizaciones de la sociedad civil en la búsqueda de estrategias para la recuperación del ambiente.
“El espacio brinda muchas posibilidades, y el objetivo es apoyar a indígenas y criollos para que recuperen los espacios productivos para todas las actividades: desde ganadería y agricultura hasta cacería y apicultura. Para que las cosas funcionen y la gente pueda vivir bien, se necesitan planificarlas y acordarlas muy bien”, afirma Luis de la Curz.
“A través de la regeneración de bosques y pastizales no sólo vamos a construir un espacio habitable, sino que también vamos a contribuir a la captura de carbono, que es un tema que la Argentina y el mundo necesitan en el combate contra el cambio climático”, completa.
Se trata, como ordenó la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de hacer entre todos un ambiente más próspero para que la gente pueda vivir mejor.
Este artículo es parte de la Comunidad Planeta, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina, del que IPS forma parte.
RV: EG