LA HABANA – Nadie puede negar que vivimos tiempos especialmente convulsos. En Cuba y en el mundo. Tensiones de todo tipo, agravadas por la pandemia y las disputas políticas, las recurrentes crisis económicas, la falta de proyectos sociales que nos den un aliento. Tiempos feraces para el pesimismo.
Es también la época del imperio de las redes sociales, con toda la carga de beneficios y males que ese medio de comunicación y exposición ha puesto al alcance y uso de casi toda la humanidad. Un territorio con pocas leyes, que lo mismo puede servir para informarnos que para difamarnos, con una rara (o no tanto, dada la condición humana) tendencia hacia la última de esas posibilidades.
Más ataques e insultos que conocimiento, alentado sobre todo por la presencia de una variedad de los llamados influencers que incluso suelen erigir sus propios pedestales con las piedras de los más bajos sentimientos humanos: el odio, el desprecio, y también su capacidad de generar el miedo de muchos a convertirse en blanco de sus dardos… a ser un objetivo, a devenir tendencia y ver cómo cualquier acto u opinión le vale un fusilamiento mediático de su personalidad o prestigio, si es que lo tiene.
Un tiempo de mierda, debo decir en estricto castellano, pues no lo puedo calificar de otra manera. Un momento que me hace temer por el futuro de las sociedades en que, cada vez más, se instauran y actúan los fundamentalismos, los extremismos, los autoritarismos políticos, sociales, económicos, que nublan las perspectivas del porvenir. Y recuerden, por si acaso se les pasa, que pienso así, entre otras razones, porque soy cubano.
Sin embargo, en medio de esa otra pandemia de males sociales y políticos, de incertidumbres económicas y guerras con armas y con medios digitales, puede germinar una flor. Y cuando algo así sucede, es alentador.
Apenas comenzaba el último mes de este año terrible de 2021, cuando otra muerte se sumó a las muchas de las que hemos ido teniendo noticias. Me sorprendió llegando a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, precisamente al sitio donde esa persona recién fallecida debía de estar, pues era su lugar en el mundo: el santuario de los escritores y sus lectores.
Pero la escritora española Almudena Grandes no volvería a estar físicamente en ese evento que la recibió tantas veces, ni en ninguno de los otros encuentros literarios que por casi cuarenta años animó con su presencia y avasalladora personalidad. Porque a los sesenta y un años ella acababa de morir en Madrid, luego de meses de lucha contra su enfermedad.
Y de inmediato ocurrió el milagro bueno, ese capaz de hacerme pensar en las reservas de bondad que todavía animan a la humanidad, porque de inmediato las veleidosas redes sociales trasmitieron toneladas de palabras de dolor y homenaje a la escritora que no hizo otra cosa en el mundo que entregar belleza y darle voz a los que les hurtaron la palabra.
Almudena Grandes fue, en su obra literaria y en sus reflexiones periodísticas, una inconforme, una verdadera disidente, una rebelde con causa. Recuperó pasados tapiados o manipulados por décadas de olvido o propaganda oficializada, diseccionó el presente y lo hizo con agudeza crítica, a veces con encono y rabia. Denunció frustraciones, marginaciones, injusticias presentes y pretéritas. No pactó con el poder ni se dejó someter por él. Dijo lo que en cada instante creía que debía decir y en ocasiones lo gritó.
Y por esas cualidades literarias y sociales, y por su postura ética, se ganó el respeto de los lectores y, también, el de los poderes políticos de su país.
Resulta esperanzador comprobar que alguien así haya convocado tantos mensajes de dolor, pésame, homenaje. Su país se sintió disminuido con su pérdida, enlutado con su partida. Sus muchos lectores se sintieron desolados. Sus incontables amigos, adoloridos. Y tal reacción en cadena debería de servir de lección. Las mezquindades de los círculos políticos y literarios esta vez se vieron superados por una respuesta contra la que no podían levantar sus rencores, practicar sus marginaciones, imponer sus partidismos y clientelismos.
Al perder su última batalla, Almudena Grandes libró y ganó una guerra. Sin proponérselo, tal vez sin esperarlo, demostró que hay poderes que superan los oscuros designios de los que pretenden (y consiguen) moldear sociedades y dominar a los individuos. A los que hacen listas de los admisibles y los inadmisibles, de los sospechosos y los incómodos, a los que decretan que estás con ellos o no estás. A los que, por decir verdades y pedir libertades, pueden marginarte y hasta evaporarte.
Creo que todos los inconformes, disidentes y rebeldes deben estarle agradecidos a esta mujer, escritora, Almudena Grandes, que se impuso porque solo trabajó para expresar sus verdades, para darle más brillo a la realidad, para crear belleza.
RV: EG