MELBOURNE, Australia – En el siglo XIX, la frase “el gran juego” se utilizó para describir la competencia entre los imperios británico y ruso por el poder y la influencia en Afganistán y los territorios vecinos del centro y sur de Asia.
Ninguno de los dos bandos se impuso en lo que se conoció como el “cementerio de imperios”.
Dos siglos más tarde, una superpotencia estadounidense ha recordado una realidad similar.
La debacle de Afganistán, en la que un ejército afgano de 300 000 soldados entrenados y equipados por Estados Unidos se derrumbó en horas, sirve de recordatorio de los límites del poder estadounidense en el amplio Oriente Medio.
Puede que el presidente estadounidense Joe Biden esté soportando las críticas más duras por una retirada ejecutada de forma desastrosa. Pero hay mucha culpa que repartir. Y se remonta a la nefasta decisión original de “construir una nación” en un país que se ha resistido a la interferencia exterior durante miles de años.
Tras la caída de Kabul, tras la precipitada retirada de Estados Unidos de un país en el que había despilfarrado un billón (millón de millones) de dólares, la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué va a pasar ahora en Oriente Medio?
Se trata de una pregunta cuya repercusión se extiende desde Marruecos, en el oeste, hasta Pakistán, en el este; desde Turquía, en el norte, hasta el golfo y a través del cuerno de África.
Todos los rincones de Oriente Medio y el norte de África se verán afectados de alguna manera por el fracaso de la autoridad estadounidense en Afganistán, la guerra más larga de su historia. El ajuste de cuentas de Estados Unidos también lo comparten sus aliados de la OTAN y países como Australia.
¿Un nuevo Saigón?
Inevitablemente, se están haciendo comparaciones entre la precipitada retirada de Estados Unidos de Kabul y escenas similares en Saigón, hace 46 años.
En algunos aspectos, la situación afgana es más preocupante porque gran parte de Oriente Medio corre el riesgo de caer en el caos.
La derrota del ejército survietnamita en 1975 pudo haber influido en la evolución de los estados vecinos de Indochina, pero las consecuencias fueron en gran medida contenidas.
Afganistán es diferente en el sentido de que, aunque la credibilidad y la confianza en sí mismo de Estados Unidos se vio afectada en Vietnam, siguió siendo la fuerza militar dominante en el Pacífico occidental antes del ascenso de China.
En Oriente Medio, un Washington mermado –en el que la confianza en su capacidad para cumplir sus compromisos se ha visto afectada, si no destrozada– se encontrará con que su autoridad será muy cuestionada.
Esta crisis de autoridad llega justo en un momento en que China y Rusia están poniendo a prueba la determinación estadounidense a nivel mundial. En la propia región, Turquía e Irán ya están tratando de llenar el vacío expuesto por el fracaso estadounidense.
Pekín y Moscú, por sus propias razones, tienen interés en el futuro de Afganistán. Para China, va más allá de compartir una frontera, mientras que para Rusia se trata de preocupaciones históricas sobre el extremismo afgano que afecta a sus propias poblaciones musulmanas y a las de los Estados nación de su periferia.
Recientemente, China ha estado apoyando a los líderes talibanes. Su ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, mantuvo una reunión bien publicitada con el jefe político de los talibanes afganos, el mulá Abdul Ghani Baradar, el mes pasado.
También está Pakistán, que ha apoyado a los talibanes tanto encubierta como abiertamente durante años. Islamabad verá en el malestar extremo estadounidense oportunidades para asumir un papel regional más significativo.
Esto sin olvidar los estrechos lazos de Pakistán con China, y su díscola relación con Estados Unidos.
En el propio Afganistán, los talibanes podrían cumplir sus promesas de que han cambiado y de que tratarán de establecer un gobierno de consenso en un país desgarrado por sangrientas divisiones étnicas y tribales.
Teniendo en cuenta los primeros indicios de brutales represalias talibanes contra sus enemigos y la reacción de pánico de la población afgana, conmocionada, habría que hacer un acto de fe para creer que han cambiado muchas cosas.
¿Qué implicaciones tendrá en Oriente Medio?
¿Se permitirá a las franquicias de Al Qaeda y del Estado Islámico restablecerse en un Afganistán controlado por los talibanes? ¿Resurgirán los talibanes como Estado patrocinador del terrorismo? ¿Seguirá permitiendo que Afganistán sea utilizado como un gigantesco jardín de mercado en el comercio de opio?
En otras palabras, ¿cambiarán los talibanes su forma de actuar y se comportarán de tal manera que no constituyan una amenaza para sus vecinos, y para la región en general?
Desde la perspectiva de Estados Unidos, su salida de Afganistán deja sus intentos de insuflar vida al acuerdo nuclear con Irán como su principal pieza inacabada en Oriente Medio, si dejamos de lado la aparentemente intratable disputa entre Israel y Palestina.
Los intentos de revivir el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés) han constituido una piedra angular de los esfuerzos de la Administración Biden por participar de forma más constructiva en Oriente Medio.
Los avances han sido vacilantes. La elección de un nuevo presidente iraní de línea dura complica aún más los esfuerzos para lograr un compromiso. Si no se consigue resucitar el JCPOA, abandonado por el presidente Donald Trump, se añadirá una nueva capa de incertidumbre –y riesgo– a los cálculos de Oriente Medio.
No habrá parte más interesada en los acontecimientos en el vecino Afganistán que los dirigentes de Teherán. La relación de Irán con los talibanes ha sido tensa en ocasiones, y cooperativa en otras, dada la ansiedad de Teherán por el maltrato a la población chiíta de Afganistán.
El Irán chiíta y los talibanes fundamentalistas suníes no son socios naturales.
Más allá, los últimos acontecimientos en Afganistán atraerán la atención de los Estados del golfo Pérsico. Catar ha proporcionado un refugio diplomático a los talibanes durante las conversaciones de paz con el derrotado gobierno de Ghani. Esta iniciativa de paz, bajo los auspicios de EE. UU., se revela ahora como una trampa para las ambiciones de los talibanes de volver al poder por derecho propio.
Arabia Saudí estará inquieta por los acontecimientos de los últimos días porque a Riad no le interesa que se socave la autoridad estadounidense en la región. Pero los saudíes tienen sus propios vínculos históricos con los talibanes.
En la política exterior saudí, Afganistán no es un juego de suma cero.
En términos más generales, el golpe a la posición de Estados Unidos en la región será preocupante para sus aliados árabes moderados. Esto incluye a Egipto y Jordania. Para ambos países, con sus propias versiones de los talibanes acechando en las sombras, los acontecimientos en Afganistán no son buenas noticias.
El éxito de los talibanes en Afganistán también tendrá implicaciones en el rincón más combustible de Oriente Medio. Tanto en Irak como en partes de Siria donde Estados Unidos mantiene una presencia militar, la salida estadounidense será inquietante.
En Líbano, que se ha convertido a todos los efectos en un Estado fallido, la debacle de Afganistán se sumará a la pesadumbre.
Israel estará calculando las implicaciones del revés sufrido por su principal aliado. El aumento de la inestabilidad en Oriente Medio no parece beneficiar a Israel.
En esta próxima fase, Estados Unidos se retirará sin duda de todos sus compromisos en Oriente Medio, salvo los más urgentes. Será el momento de reflexionar sobre las lecciones que pueden extraerse de la dolorosa experiencia de Afganistán.
Una lección que debería ser primordial en lo que respecta a Estados Unidos y sus aliados: luchar en guerras de “Estados fallidos” es una apuesta perdedora.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
RV: EG