Desfigurar la verdad es recurrente en la extrema derecha que sostiene al presidente Jair Bolsonaro, pero cobra su precio en más muertes por covid-19 y en la paulatina ruina del gobierno en Brasil.
Las restricciones a la circulación de personas, como el confinamiento hogareño o el cierre de bares, iglesias, teatros y playas, son medidas “dictatoriales” que violan la Constitución y la libertad de movilidad, corean bolsonaristas que piden la intervención militar para asegurar “sus derechos”.
Protestan contra los gobernadores de estados y alcaldes que intensificaron las restricciones ante la propagación del coronavirus y el colapso inminente o ya establecido en sus hospitales, en los últimos meses, y contra el Supremo Tribunal Federal que reconoció la legitimidad de tales acciones de los gobiernos regionales y locales.
La pandemia ya provocó 414 399 muertes en Brasil, según los registros oficiales hasta el 5 de mayo. Esa cantidad solo es superada por la de Estados Unidos y representa 1945 muertos por millón de habitantes, uno de los índices más elevados del mundo y superior al estadounidense.
Pero Bolsonaro sigue insistiendo que suspender las actividades económicas es más letal y disruptivo que la enfermedad. Su prédica por la liberación de la economía, para recuperar empleos, y por el uso masivo de medicamentos charlatanes debilita las acciones preventivas locales y activa presiones de comerciantes y empresarios contra los alcaldes y gobernadores.
Actos callejeros de apoyo a Bolsonaro para que imponga sus convicciones “libertarias” tuvieron lugar el 1 de mayo en decenas de ciudades brasileñas y deberán repetirse el 15 de mayo, esa vez protagonizados por los grandes productores agropecuarios.
La confusión, o incluso la inversión, entre democracia y dictadura es inherente al oficialismo. La matriz de esas creencias contradictorias es el poder militar que se consolidó en Brasil durante la dictadura de 1964 a 1985, se replegó por tres décadas y volvió en 2018 de la mano de Bolsonaro, por la vía de elecciones libres.
Los jefes militares nunca reconocieron como dictatorial su régimen. Una “revolución democrática” o un movimiento para impedir la dictadura comunista es como califican al golpe de Estado que protagonizaron en 1964.
Fue “un hito para la democracia brasileña”, según el general Fernando Azevedo e Silva, entonces ministro de la Defensa, al celebrar el 56 aniversario del alzamiento militar el 31 de marzo de 2020.
Las Fuerzas Armadas asumieron la responsabilidad de pacificar el país, enfrentando los desgastes para reorganizarlo y asegurar las libertades democráticas que hoy disfrutamos”, sostuvo el actual ministro de Defensa, el general Walter Braga Netto, en mensaje oficial en la misma fecha de este año.
Esa premisa, que consideran legitimada por el triunfo electoral del candidato militar en las elecciones presidenciales de octubre de 2018, permite inferir otras tergiversaciones, como el derecho del presidente de gobernar como quiere.
De ahí se desprende la posición de que el Supremo Tribunal Federal estaría trabando la gobernación, al invalidar numerosas medidas por inconstitucionales. Y lo mismo hace el legislativo Congreso Nacional al rechazar propuestas del Poder Ejecutivo.
La elección de un poder de vocación dictatorial para gobernar dentro de la institucionalidad democrática implantada por la Constitución de 1988 genera conflictos que mantienen el país en suspenso, atemorizado por amenazas de ruptura reiteradas por Bolsonaro, quien se jacta de contar con “mis” Fuerzas Armadas.
Hay de hecho una simbiosis entre el presidente y los militares. Bolsonaro es un excapitán que dejó el Ejército en 1988 tras inviabilizar su carrera por indisciplina. Pero permaneció allegado a la vida castrense, como defensor de sus intereses como diputado durante 28 años.
Así, ganaron creciente popularidad sus alegatos radicales, brutales, en defensa de la dictadura, incluso de la tortura y de un conocido torturador, el coronel Carlos Brilhante Ustra, celebrado como “héroe” del combate a la guerrilla antimilitar en los primeros años 70.
En 2014 cuadruplicó el promedio de sus votos en las elecciones anteriores para diputado. Pasó a ser llamado “mito” por sus adeptos y se afirmó como el líder político de los militares.
El triunfo en las elecciones presidenciales en 2018, con 57,8 millones de votos o 55,1 por ciento de los válidos en la segunda vuelta, lo legitimó como redentor de las Fuerzas Armadas tras 33 años de ostracismo e hibernación política.
Por otro lado, Bolsonaro debe su popularidad a su identidad militar, a la memoria que quedó de la dictadura en el imaginario de la población. Su carisma no es personal -no goza de él ni de una ejemplar biografía de por medio-, sino la obstinada adhesión a la causa militar.
Es difícil para los demócratas admitir el triunfo electoral de las fuerzas dictatoriales de décadas atrás, pero Brasil vivió sus mayores transformaciones en el período militar. El crecimiento económico sobrepasó 10 por ciento anual durante varios años, el gran empuje de la industrialización agigantó la clase media urbana.
La población urbana más que se duplicó, mientras la rural bajó poco. El agronegocio, tal como se estructuró, es hijo de la dictadura, especialmente en las regiones Centro-oeste y Sur, por eso bastiones actuales del bolsonarismo.
Bolsonaro se eligió para rescatar la memoria de la prosperidad, el período de 1969 a mitad de los años 70, el de mayor expansión económica, del Brasil tricampeón mundial de fútbol y de intensa campaña patriótica, y por ende el más propicio al rescate del poder militar.
Pero esos fueron también los años de mayor violencia represiva, los llamados “años de plomo”. Por eso Bolsonaro homenajea el coronel Ustra y sus seguidores reclaman la vuelta del AI-5 (Acta Institucional número 5, que impuso las reglas más duras en diciembre de 1968). Son los símbolos de la época de oro.
Esas referencias militares solo son asumidas abiertamente por los bolsonaristas más radicales, pero son el único elemento capaz de servir de imán central en la coalición del actual gobierno.
Otras fuerzas, como los evangélicos, el agronegocio, empresarios, políticos derechistas, policías y economistas dichos liberales, no tendrían esa propiedad integradora.
Además la extrema derecha en Brasil es básicamente militar. Los civiles ultraderechistas en general solo reclaman “intervención militar”, son incitadores.
Bolsonaro contó con la confianza que siempre disfrutaron los militares en la población, pese al pasado dictatorial. Son ellos que distribuyen agua en camiones cisternas cuando hay sequía, ayudan los afectados por inundaciones, transportan enfermos e insumos médicos, restablecen el orden si la policía es superada por la criminalidad.
Siempre fueron políticos. Aun cuando se callan en los cuarteles, tienen los oficiales reformados como voceros en los clubes militares.
La gran dificultad, o incluso imposibilidad, es gobernar un país complejo de 213 millones de habitantes y que mayoritariamente dice aprobar la democracia, con ideas fuera de la realidad, retrógradas. Hacer girar la historia al revés es una misión imposible.
Las mentiras y creencias retorcidas que dominan el actual gobierno militar impiden una buena gestión. Son un arma política, pero no un ardid individual. Tienen un sentido colectivo, hacen parte de las convicciones de millones de seguidores, componen una corriente de pensamiento, por lo tanto conducen a errores.
Las peores tragedias de una visión falseada de la pandemia están bajo examen de una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) del Senado desde el 4 de mayo. En realidad se trata de sistematizar las muchas malas acciones y apuntar responsabilidades, ya que casi todo es público. Hubo cuatro ministros de Salud 14 meses, por ejemplo.
ED: EG