Todas las pesadillas de “el Erizo” son iguales. Desde que volvió del mar, casi irreconocible, todos sus malos sueños son iguales: una ola voltea su frágil lancha y lo avienta hasta mar adentro, donde todo está tan oscuro que ni siquiera puede ver sus manos.
Aunque nade con todas sus fuerzas, este pescador de 31 años nunca toca una orilla. Poco a poco, la costa del Pacífico mexicano se vuelve una tumba de agua.
Cuando Erizo muere en su pesadilla, despierta en la vida real. Abre la boca como un pez moribundo que trata desesperadamente de tomar aire.
Entonces, él y su mujer inician un ritual de madrugada: Erizo se queda en cama y Sandra camina sobre el piso de tierra de su casa y para llevarle un vaso con agua a su esposo.
Lo puede hacer a oscuras sin temor a tropezarse: las pertenencias de este joven matrimonio apenas incluyen una cama, una pequeña televisión, una mesa de plástico, dos sillas, dos hamacas y bolsas con ropa y zapatos.
Su pobreza contrasta con los turnos de trabajos hasta 24 horas que hace Erizo navegando a bordo de su lancha, La Esmeralda, en honor a su hija de cuatro años.
Erizo es un pescador en un pequeño pueblo a 20 minutos de Mazatlán, en el noroccidental estado de Sinaloa, donde todos conocen a sus vecinos por sus apodos. El suyo se lo pusieron por su cabello, negro corto y lacio y sus amigos son el Pelao y el Rana.
A simple vista, parecen un grupo relajado de amigos que beben cerveza a la orilla del mar del mar y escuchan la banda la música de los Hermanos Cota. Pero al observar más de cerca a esa comunidad, se pueden puedes ver las heridas abiertas que han causado a estos pescadores la explotación laboral.
Por ejemplo, el Pelao lleva años sumergido en una adicción al alcohol a causa de una deuda impagable y el Rana sufre de dolores terribles en las manos por las incontables veces que las cuerdas de las embarcaciones lo laceraron.
El Erizo ya no es el mismo que antes.
En marzo de 2018 las ventas bajaron y ya no podía pagar la gasolina para salir y regresar del puerto todos los días. Decidió meterse al mar profundo y quedarse durante cinco días para pescar lo más posible. En el tercer día una tormenta zarandeó su lancha y lo aventó al mar, devolviendo la pesca al agua.
Ocho días flotó en el mar aferrado a un garrafón de agua, comiendo su vómito y mordiendo peces vivos y crudos.
En los primeros dos días pedía a Dios que le dejara vivir; en los últimos seis, morir. Un día cerró los ojos y creyó que su existencia había terminado… solo para abrirlos y darse cuenta que un buque lo había visto flotar y le había salvado la vida.
“No me morí en el mar, pero una parte de mí se quedó allá. Ser pescador en este país es no tener vida”, dice Erizo.
Él, y sus amigos, están contratados verbalmente por hombres anónimos que representan a empresas que nunca revelan sus nombres. Es una estrategia de la industria pesquera para explotar a los más pobres sin asumir los costos.
Les pagan al equivalente de entre 0,73 y 1,47 dólares el kilo de camarón, que termina en la Central de Abastos de la Ciudad de México, el mayor mercado de mariscos de América Latina, donde se vende hasta en 14,7 dólares el kilo. En un local de Polanco, un acaudalado barrio de la ciudad, vale hasta 34,3 dólares el kilo.
A la venta de los ribereños hay que restarle el costo de la gasolina, la comida, el pago a los ayudantes, el mantenimiento del equipo y el derecho de anclar sus lanchas. A veces, los pescadores terminan debiendo a sus patrones.
Esta es la vida de unos 300 000 pescadores ribereños en México, el país 16 en el mundo en producción de pescados y mariscos. Sacan al año 800 000 toneladas de fauna marina que mueven una industria multimillonaria. Pero viven como esclavos.
La mayoría gana el equivalente a unos 10 dólares. No tienen servicios de salud, seguridad social, ayuda para educación o construir una vivienda. Tampoco acceso a la banca o al ocio, según el informe “Impacto Social de la Pesca Ribereña en México”.
La pandemia solo ha profundizado su pobreza. El coronavirus ha sido una maldición, pero puede ser una salvación: la industria pesquera necesita transformarse y es el momento ideal para saldar la deuda histórica con los pescadores mexicanos, como el Erizo.
Es ahora o nunca para exigir mejores condiciones de trabajo para ellos. La regulación y sanciones a empresas que abusan de ellos es indispensable para el nuevo mundo que construiremos después de la crisis.
Un país que devora sus manjares, mientras se mueren de hambre los que llenan los platos, es un país donde todo nos debería saber amargo.
Rosi Orozco es activista de derechos humanos que abrió el primer refugio para niñas y adolescentes rescatadas de la explotación sexual comercial en México. Ha publicado cinco libros sobre prevención de la trata de personas; ella es la representante elegida para América Latina de la Red Global de Sostenibilidad (GSN). @rosiorozco
RV: EG