Twitter y Facebook bloquearon publicaciones de Donald Trump y suspendieron su cuenta. El aún presidente de Estados Unidos es antidemocrático, su trayectoria política no deja dudas. Sin embargo, la preservación de la democracia deben hacerla las instituciones públicas, no las corporaciones. En ese sentido, por más simpática y justa que parezca la censura a Trump en medio de una instigación al golpe de Estado, es un antecedente peligroso.
Suena obvio, pero no está de más repetirlo: Twitter y Facebook son actores políticos. Detrás de la opacidad de los algoritmos, de las lógicas de publicación y segmentación, hay máquinas, pero también hay personas con intereses económicos y políticos.
El peso de estas multinacionales de la atención quedó expuesto ante todos: la que se suponía que era la persona más poderosa del planeta, se quedó sin vía de expresión por lo que deciden los propietarios de una plataforma. Las multinacionales censuran al presidente del Estado más rico del mundo.
En menor o mayor medida, los medios masivos tradicionales son considerados como actores con intereses propios en los distintos países.
En Argentina eso está en el centro del debate público hace más de una década. Sin embargo, ninguna de las empresas de medios tradicionales imaginó, ni en sus sueños más felices, con un poder similar al de empresas como Google o Facebook, que están entre las cinco de mayor capitalización a nivel global y que tienen una fuerza inusitada para representar, filtrar y construir parte del mundo que vivimos.
En ese sentido, aunque la política se sigue tramitando a escala nacional, las plataformas digitales más utilizadas son las mismas en la mayor parte del planeta. Y nadie elige a los propietarios de esas redes que son un espacio central para el debate público, para las relaciones entre personas y para proveer información a la población, pero son, al mismo tiempo, empresas privadas que buscan el máximo rédito económico.
Por lo tanto, conviene no descontextualizar el momento y la oportunidad política que las plataformas eligieron para censurar a Trump. Lo hicieron cuando ya está de salida y el mismo día en que se definió que las comisiones legislativas que refieren a la regulación de las grandes corporaciones digitales serán presididas por demócratas.
No será la primera ni la última vez que en Estados Unidos se toman decisiones que afectan al mundo pensando en la política doméstica.
Si Facebook y Twitter serán de ahora en más guardianes de lo decible o censurable eso tendría consecuencias sobre la democracia. ¿De qué lado se hubieran parado en noviembre de 2019 en Bolivia? ¿A quién convenía censurar, al presidente derrocado Evo Morales o al secretario general de la OEA, Luis Almagro? ¿Hacia dónde apuntaría el paladar democrático de los dueños de Silicon Valley?
La política democrática requiere de consensos contingentes, muchas veces traducidos en instituciones, y vive en una fragilidad siempre preocupante. Algo que se hace más evidente cuando gobiernan sectores autoritarios. La solución no es delegar en las corporaciones la gestión de lo democrático.
Más allá de eso, Trump no nació de un repollo. Su conversión de empresario mediático multimillonario a político se cocinó en parte en las redes sociales, con sus lógicas algorítmicas, las burbujas de sentido donde todos se sienten mayoría y en la que ciertas mentiras pueden tomar estatus de verdad con menor dificultad. La sociedad estadounidense, rica en grupos supremacistas y en teorías conspirativas, fue un terreno fértil para que esa lógica de las redes permitiera que lo que circulaba por pequeños grupos segmentados se replicara, masificara y articulara.
Todo eso sería impensado sin Google, Facebook y Twitter, aunque, también, sin Fox News, una pata central de la narrativa de la extrema derecha estadounidense. Vale recordar que la trayectoria política de Trump comenzó con una fake news (noticia falsa), ampliamente difundida en Youtube y las distintas redes sociales, donde el actual presidente aseguraba que Barack Obama no era estadounidense y ofrecía donar cinco millones de dólares para caridad en caso de que mostrara documentos que lo desmintieran.
Hace rato que las redes no son lo que algunos auguraban a mediados de los 2000: un lugar de horizontalización de la palabra, de más democracia, donde la posibilidad de que todos y todas tomen la palabra nos llevaría a una mejor sociedad.
Los pronósticos optimistas se fueron rompiendo en la década pasada y terminaron de hundirse con los triunfos de políticos como Trump o el brasileño Jair Bolsonaro. Las redes fueron escenario, pero también productoras, de la emergencia de la ultraderecha: un terreno intervenido también por troles, fake news y mucha inversión para, como dicen Natalia Aruguete y Ernesto Calvo, arrasar el debate.
Por lo tanto, lo que estamos viviendo no es una derechización de las sociedades, pero sí una radicalización antidemocrática de la derecha.
Las redes sociales jugaron un rol central en la difusión de discursos de odio, un terreno en el que sí deberían haber intervenido y en el que hasta ahora han hecho muy poco.
La libertad de expresión no es un derecho absoluto, menos cuando estigmatiza y criminaliza a otros. Pero censurar al presidente de Estados Unidos es otra cosa e implica abrir una puerta peligrosa. Una puerta que pareciera que se pierde en algoritmos y en la inmaterialidad opaca del mundo digital, pero donde siempre algunos deciden cuándo y para dónde activar el botón.
Este artículo fue publicado originalmente por Cosecha Roja, una red de información, intercambio y formación de América Latina.
RV: EG