La política en Brasil volvió a su cauce tradicional en las elecciones municipales de noviembre, al descartar los candidatos antisistema que ganaron fuerza en comicios anteriores, pero exacerbó una fragmentación que agrava las dificultades de gobernanza.
Veintinueve partidos eligieron alcaldes y ediles en 5568 municipios. Ese total prácticamente no se alteró en relación a 2016, pero si hubo grandes variaciones entre los partidos.
Los dos mayores partidos, que acaparaban 33,1 por ciento de las alcaldías del país, bajaron a 23,4 por ciento. El Movimiento Democrático Brasileño (MDB) y el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) perdieron 260 y 279 alcaldías, respectivamente.
Sus pérdidas se distribuyeron principalmente entre otros seis partidos medianos y conservadores.
La izquierda redujo su presencia en el poder municipal, tanto ejecutivo como legislativo, en una merma en que el más debilitado resultó el Partido de los Trabajadores (PT) que ve así amenazada la hegemonía que ejerció en el sector desde hace tres décadas.
Esa hundimiento se debe principalmente a los escándalos de corrupción durante los gobiernos del PT, que involucraron miles de millones de dólares en Brasil y en el exterior, desgastaron el partido y el liderazgo del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que incluso pagó 19 meses de cárcel.
En contrapartida, los comicios proyectaron nacionalmente a políticos jóvenes de la izquierda, que lograron votaciones notables. Guilherme Boulos, del emergente Partido Socialismo y Libertad (PSOL), alcanzó el segundo lugar en São Paulo y Manuela D’Ávila, del Partido Comunista del Brasil, lo mismo en Porto Alegre, capital del extremo sur brasileño.
Más que en las estadísticas municipales, que poco influyeron hasta ahora en la disputa del poder central, la dispersión de fuerzas se refleja en variados procesos, como la escasez de líderes nacionales y el aparente empoderamiento de partidos sin proyectos unificadores, basados en convergencia de intereses locales y coyunturales.
Muchas alcaldías conquistadas o perdidas se debieron a la adhesión o deserción de líderes locales que se transfirieron uno a otro partido.
En su mayor parte esos partidos son definidos como “fisiológicos”, que se juntan a cualquier gobierno, en canje por cargos ministeriales, recursos presupuestarios para sus proyectos y otros beneficios, que pueden incluir la corrupción.
Algunos estuvieron en los gobiernos del PT (2003-2016) y ahora integran el respaldo en el legislativo Congreso Nacional y en el gabinete ministerial del ultraderechista Jair Bolsonaro.
El presidente aparece como el principal derrotado en esas elecciones municipales, porque los candidatos que él apoyó no lograron elegirse en las capitales de estado o ciudades importantes.
La excepción fue Tião Bocalom, del Partido Progresistas (PP), elegido alcalde de Rio Branco, capital del pequeño estado nororiental de Acre, en la frontera con Bolivia y Perú.
Otro bolsonarista, Lorenzo Pazolini, del partido Republicanos, triunfó en Vitoria, capital del suroriental estado de Espírito Santo, pero descartó el respaldo formal de Bolsonaro, por temer el efecto negativo del rechazo popular que sufre el presidente.
Ese rechazo contribuyó a las derrotas de los candidatos bolsonaristas en São Paulo y Río de Janeiro, los dos municipios con mayor población de Brasil, con 12,3 y 6,7 millones de habitantes, respectivamente.
El resultado electoral de Río de Janeiro es posiblemente el que mejor demuestra la descomposición del conjunto de fuerzas que alzaron Bolsonaro a la presidencia.
Marcelo Crivella, de Republicanos, alcalde desde 2017 que fracasó en su intento de reelegirse, es obispo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, un grupo neopentecostal que posee una red de televisión y engruesa activamente el bolsonarismo.
La gestión desastrosa le rindió un alto índice de rechazo popular que favoreció al adversario Eduardo Paes, del partido Democratas, que ya había gobernado Río de Janeiro de 2009 a 2016.
Ser acusado en varios procesos judiciales por corrupción pasiva, lavado de dinero y fraude electoral no impidió su triunfo con 64 por ciento de los votos válidos en la segunda vuelta el 29 de noviembre.
Es decir, el electorado local, que en los comicios presidenciales de 2018, tomado por una fiebre anticorrupción, votó por mayoría similar, 66,3 por ciento, a Bolsonaro contra Fernando Haddad, del PT, ahora despreció esa dimensión y valoró la capacidad de gestión.
Paes dejó en la población la memoria de una alcaldía muy dinámica, de muchas obras urbanas y la realización de las Olimpiadas de 2016, que empezó a revitalizar algunas partes de la ciudad.
Ese es un dato que los analistas suelen olvidar, al evaluar los efectos políticos de las elecciones como duraderos o definitivos. Por ejemplo, el debilitamiento del PT, ante sus anémicos resultados en las municipales.
De los 630 alcaldes elegidos en 2012, el PT se redujo a 254 en 2016 y a 179 ahora. El hundimiento se debe principalmente al gran escándalo de corrupción iniciado en 2014 y relacionado con negocios del grupo estatal petrolero Petrobras y las mayores constructoras brasileñas durante los gobiernos de Lula (2003-2010) y de su sucesora, Dilma Rousseff (2011-2016).
Pero el PT cuenta con un amplio abanico de realizaciones concretas que podrán revigorarlo en elecciones futuras. Fundado en 1980 por sindicalistas, intelectuales y religiosos progresistas, creció inicialmente por sus gestiones creativas en algunas ciudades, incluso capitales como São Paulo.
En el gobierno central promovió una reducción de la pobreza, el hambre y la desigualdad, con programas sociales masivos, como el Bolsa Familia, el aumento del salario mínimo y la ampliación de la enseñanza universitaria.
En el campo su apoyo a la agricultura familiar, a la reforma agraria, beneficios previsionales y soluciones para la escasez de agua explican el amplio apoyo que cuenta el PT en el interior semiárido del Nordeste brasileño, región que concentra la mayor cantidad de campesinos.
En un país de gran fragmentación partidaria, de crecientes luchas identitarias, como las de mujeres y negros (mayorías demográficas oprimidas), indígenas, minorías sexuales y discapacitados, el liderazgo depende de una síntesis representativa de fuerzas variadas.
Es más que una coalición partidaria, se trata de juntar varios sectores y corrientes de opinión con algunos puntos en común.
Bolsonaro triunfó en 2018 sin ningún gran partido por detrás ni tiempo en los medios masivos, como televisión, para su propaganda. Era un simple diputado del llamado “bajo clero”, es decir sin influencia ni relevancia en las labores legislativas.
Pero con su prédica violenta, de redención de la dictadura militar (1964-1985), logró afirmarse como el líder político de los militares y otras corporaciones armadas, como las policías.
Los militares no pueden manifestarse políticamente, pero lo hacen por la voz de los oficiales retirados, tal como Bolsonaro, un excapitán del Ejército.
La referencia a la época de oro de la dictadura, entre 1968 y 1974, cuando la economía brasileña creció a más de diez por ciento al año, se hablaba del “Brasil grande”, se eliminaba opositores “comunistas” y se cultivaba una moral religiosa y patriótica, extendió la seducción a muchos otros sectores, como los evangélicos, los grandes agricultores y el mundo empresarial conservador.
El colapso del proceso de redemocratización iniciado en 1985, con la corrupción sistémica, la recesión económica y la inhabilitación de la expresidenta Dilma Rousseff, hizo atractiva una alternancia de largo ciclo, la vuelta de los militares al poder.
Es como define su gobierno el vicepresidente, Hamilton Mourão, un general retirado.
Su gran problema es basarse en una falsa premisa, de que la dictadura fue un gesto democrático para salvar el país del comunismo, justificando tentaciones autoritarias.
Además se deshizo la coalición no partidaria que devolvió el poder a los militares, con la renuncia del exministro de Justicia, Sergio Moro, el exjuez que simboliza la lucha anticorrupción, y otras deserciones, incluso de generales. Y el gobierno Bolsonaro no construyó un legado que consolide apoyo, sino muchos fracasos y errores.
Lula en su período de poder fue también la síntesis de una mayoría. Líder obrero en la región metropolitana de São Paulo, de origen en la pobreza del Nordeste, unió variadas fuerzas progresistas, en las ciudades y luego en el campo.
La fragmentación actual de las corrientes políticas, segmentos sociales y luchas ambientales, identitarias, sanitarias, urbanas y rurales dificultan el surgimiento de liderazgos que respondan a la diversidad de demandas, a veces contradictorias.
ED: EG