El dato siempre llama la atención. Guatemala, un país situado entre los últimos lugares de América Latina y el Caribe en indicadores de desarrollo y bienestar, tiene una envidiable tasa de desempleo: 2,9% en 2012 y 2,5% en 2019.
En un país industrializado, ese porcentaje significaría pleno empleo y se traduciría en un incremento sostenido de los salarios, porque los empleadores se disputarían a los trabajadores y harían todo lo posible por retenerlos. Habría un alto cumplimiento de la legislación laboral y mayor respeto de los derechos de los trabajadores. Como dijo el jurista argentino Arturo Bronstein, el mejor Código de Trabajo es el pleno empleo.
Lamentablemente la realidad es muy diferente.
Es cierto que en el mundo no hay paraísos, salvo para unos pocos privilegiados. Pero en muchos países —debido a la acción sindical y a la preocupación de los Estados por garantizar un grado razonable de bienestar para toda la población— los salarios y las condiciones laborales permiten acercarse a lo que se define como un trabajo decente: el realizado en condiciones de dignidad, libertad, seguridad e igualdad, con ejercicio de derechos, salario digno y protección social.
El Índice de mejores trabajos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) mide las condiciones laborales en América Latina con dos indicadores cuantitativos (participación laboral y ocupación) y dos cualitativos (formalidad y salario suficiente).
El promedio regional era de 54,91 sobre 100 en 2010 (el primer año del índice) y subió a 57,12 en 2015 (el más reciente). En esos dos años, Guatemala ocupó el último lugar, con 38,01 y 44,94 respectivamente, con una mejora importante, pero muy lejos de Uruguay, el primero en 2010 con 67,98, y en 2015, con 71,91.
En el subíndice de cantidad no estamos tan mal, por lo mismo que tenemos bajo desempleo (67,90, comparados con 89,26 de Uruguay), pero caemos al fondo en el subíndice de calidad (21,98 contra 63,56 de Uruguay). Respecto a diferencias entre hombres y mujeres, en todos los países hay brecha de género, y la regional es de 22,5, pero Guatemala tiene la mayor con 33, muy arriba de Uruguay, el de menor brecha, con 15,6.
Un estudio elaborado en 2017 por el laboratorio de ideas guatemalteco ASIES, Evolución del empleo asalariado en Guatemala, 2002-2016, indica que en 2002 el 59% de los asalariados tenía un salario igual o inferior al salario mínimo, y que en 2016 el porcentaje se había elevado a 71%.
Guatemala es también el país de América Latina que tiene el menor porcentaje de clase media (14,7%), comparada con un promedio simple para la región de 33,1% y, nuevamente Uruguay el más alto, con 61,7%. Las encuestas de empleo lo confirman: en 2002 el 6% de los asalariados devengaba cuatro salarios mínimos o más, cayendo a 1% en 2016.
En 2016 el salario promedio de los asalariados era el equivalente de 279 euros al mes (el salario mínimo estaba fijado en 343 euros). El promedio para las mujeres era de 262 euros, de los hombres indígenas 176 euros, de los hombres no indígenas 321 euros, y de los trabajadores rurales 202 euros.
Un fenómeno preocupante, pues evidencia un futuro aún más precario, es el de los impropiamente denominados ninis (porque ni estudian ni trabajan), pues se trata más bien jóvenes que carecen de oportunidades porque la sociedad no se las facilita.
Otro estudio de ASIES, Nivel educativo e ingresos laborales en Guatemala, 2002-2017, reporta que de un total de 4,9 millones de jóvenes de entre 15 y 29 años estimados para 2017, el 26% no estudia y no trabaja, con un incremento de cuatro puntos porcentuales con relación a 2002.
Hay más mujeres jóvenes excluidas (57%) que sus pares hombres. Y, nuevamente, tenemos la tasa más elevada de América Latina. Según el Panorama laboral de América Latina y el Caribe de 2019 de la Organización Internacional del Trabajo, el promedio de América Latina en 2018 era de 17% y el menor, no hace falta ser adivino, lo tiene Uruguay con 10,5.
El país más desigual en la región más desigual
Las raíces de la creciente precariedad laboral y de la falta de futuro para una parte considerable de la juventud se encuentran en la desigualdad. Es otro lugar común decir que Guatemala es uno de los países más desiguales de la región (América Latina), que es, por su parte, la más desigual del mundo.
El estudio de Harald Waxeneker (Desigualdad y poder en Guatemala, 2019) demuestra que las ganancias netas del capital no solamente aumentan con relación a la remuneración del trabajo y los impuestos, sino que están desmesuradamente concentradas. Las grandes empresas (3% del total de empresas) acaparan el 65% del excedente de explotación, mientras que las microempresas (56% de total de empresas) obtienen solamente el 4%.
A la desigualdad en la distribución del ingreso se agregan la desigualdad en cuanto a poder político (que se traduce en la captura del Estado por los grupos de mayor poder económico), y en el acceso a la información, al conocimiento, a la salud y a la seguridad alimentaria.
La desigualdad tiene en Guatemala raíces profundas y para explicarlas no es necesario retroceder hasta el período colonial. En 1871 toma el poder una facción política que se identificaba como liberal, pero que no lo era en sentido económico ni político. Inició un proceso de modernización del Estado para ponerlo al servicio de la producción y exportación de café, dando lugar a la ampliación de la élite oligárquica de origen colonial.
La economía cafetalera se asentó en dos pilares: una reforma agraria regresiva, que despojó a las comunidades campesinas —mayoritariamente indígenas— de las tierras que eran aptas para cultivar café; y un régimen de trabajo forzoso para levantar las cosechas. .
En resumen, durante más de 70 años imperó un régimen político al servicio de la competitividad de la agricultura de plantación. La iniciativa empresarial no estuvo sujeta a límites, pero nunca se produjo lo que se conoce como la “teoría del derrame” (trickle down): al llenarse el vaso de las ganancias, comienza el derrame de bienestar sobre la población.
Ese infame régimen de trabajo finalizó con la revolución democrática de 1944, que hizo entrar a Guatemala en el siglo XX. El mayor hito del período fue una rápida y efectiva reforma agraria, que concluyó con la contrarrevolución de 1954 auspiciada por los Estados Unidos, novelada en Tiempos recios por Mario Vargas Llosa.
Si bien persistieron algunos avances de los gobiernos revolucionarios, como el Código de Trabajo y la seguridad social, la situación de los trabajadores, especialmente en la agricultura de exportación, sufrió un severo retroceso, y el poderoso movimiento sindical y campesino que surgió en ese período fue desmantelado con el pretexto de defender las instituciones democráticas.
Un testimonio recogido por ASIES en 2015, en Historias de vida laboral de trabajadores agrícolas temporales, de los años 50 a 90 del siglo pasado, describe la realidad laboral post 1954 en toda su crudeza: “La vida en la costa [la zona donde se ubican plantaciones] era dura. ¡Nadie que no fue, puede imaginarse!”.
El reto de impulsar el desarrollo orientado a los pobres
Las deplorables condiciones laborales existentes se explican por la herencia histórica mencionada y por la gran asimetría de poder que hay en la sociedad guatemalteca.
En ningún país de América Latina los empresarios tienen tanta influencia sobre las decisiones públicas como en Guatemala, y en pocos países las restantes fuerzas sociales —sindicatos incluidos— son tan débiles, como para tener capacidad de equilibrar el terreno de juego.
¿Es posible erradicar la miseria y que existan condiciones dignas de trabajo? ¿O los trabajadores guatemaltecos son “condenados de la tierra”? Uruguay —un pequeño país para las dimensiones sudamericanas— con una matriz exportadora (pasta química de madera, carne, soja, arroz y lácteos) bastante parecida a la de Guatemala (vestuario y textiles, banano, azúcar, café y aceite de palma) lo ha logrado. ¿Qué lo impide en Guatemala?
Su buen o mal desempeño —como lo evidencian Fernando Soto y Emilio Klein en Mercado de trabajo y pobreza rural en América Latina (2012)— influye en el ingreso de los trabajadores y en el aumento o reducción de la pobreza.
El reto para Guatemala y sus vecinos centroamericanos —El Salvador, Honduras y Nicaragua— los países peor ubicados en el Índice de mejores trabajos, es impulsar un desarrollo orientado a los pobres, que debe tener como uno de sus objetivos centrales la consecución del trabajo decente para todos.
Este artículo fue publicado originalmente por Equal Times.