La heroína mexicana se queda sin “mercado” en Estados Unidos. La droga de bajo costo conquista el monopolio a la velocidad del rayo y detuvo la producción de heroína en México. Esto sucede en el contexto de la posible despenalización de algunas drogas y la ley de Amnistía que propuso el presidente Andrés Manuel López Obrador.
La primera vez que Dan Epting, de 51 años, se inyectó heroína sintió como si Dios mismo lo estuviera empujando a un abrazo maravilloso. “Me tomaría 18 años deshacerme de él”, dice ahora, luego de diez años limpio.
“Mantener mi adicción se convirtió en un trabajo de tiempo completo: día y noche, siete días a la semana, 365 días al año, sin descansos, siempre más, más, más. Estaba seguro de que moriría por eso”. Su historia está profundamente entrelazada con la epidemia de adicción que, en 2018, cobró más de 49,000 muertes en Estados Unidos
Todo comenzó así, los estadounidenses como Dan Epting, lo saben. Portland, su ciudad natal y la más poblada del estado de Oregón, ha sido uno de los principales escenarios de esta crisis. A inicios de los 90, el agresivo marketing por parte de las compañías farmacéuticas causaría un aumento exponencial en el uso de fuertes analgésicos como OxyContin y Percocet. Al mismo tiempo, los tribunales han dictaminado que desde entonces los fabricantes han ocultado los riesgos de adicción.
Innumerables estadounidenses desprevenidos se volvieron adictos después de recibir del médico un suministro de pastillas para el dolor, a veces por un esguince de tobillo o por inflamación de la garganta. Pronto floreció un mercado ilegal para las píldoras.
Para los adictos en Portland, un regalo envenenado cayó del cielo: jóvenes mexicanos, traficantes amigables y educados que entregaban heroína barata y fuerte en sus hogares. “Como si fuera pizza”.
Dan recuerda la red de traficantes provenientes de Nayarit, a menudo una red familiar, que ampliarían su sofisticado modelo de negocio (los usuarios obtenían descuentos por traer nuevos clientes), a por lo menos la mitad del territorio de Estados Unidos. Las pastillas para el dolor rápidamente se volvieron demasiado caras para la mayoría de los usuarios. Las intercambiaron por la abundante heroína.
Antes de que pudiera renunciar a la aguja, Dan estuvo en prisión innumerables veces, se quedó sin hogar y conoció instituciones y clínicas de rehabilitación, por dentro y por fuera. Apenas puede entender que esta experiencia ahora le sirve como consejo para los usuarios en recuperación en el Central City Concern (CCC), el mayor centro de rehabilitación en Portland.
Él es testigo de la «tercera ola» de la crisis de los opioides: la llegada del opiáceo sintético fentanilo, que es mucho más fuerte y mucho más barato que la heroína y, por lo tanto, es preferido por los traficantes.
El fentanilo se está mezclando con casi todas las drogas, a menudo sin el conocimiento de los usuarios o incluso de los vendedores a pequeña escala: es por eso que se ha convertido en la principal causa de sobredosis mortales en Estados Unidos, índice recientemente triplicado en Portland. En algunos lugares, la heroína se vuelve gradualmente imposible de rastrear, oculta por el fentanilo.
“Muchos de mis pacientes han muerto por una sobredosis”, suspira Dan. “Trabajo con alguien todos los días durante seis meses, dejan el centro, recaen y los encuentran muertos en la habitación de un motel. Es putamente difícil”, añade.
Contenedores de agujas
La heroína golpeó históricamente a los barrios negros, la crisis de los opioides en Estados Unidos primero se arraigó en las comunidades rurales, predominantemente blancas, en el medio oeste, las cuales sufrieron un declive económico tras la desaparición de industrias como la minería de carbón.
En la fresca y liberal Portland, la heroína siempre ha estado disponible, sin embargo, una avalancha de analgésicos ha reducido el umbral para que más usuarios jóvenes que nunca, accedan a ella. La epidemia también se suma a un visible problema de personas en situación de calle, lo que también es muy visible en los centros de ciudades como Los Ángeles o San Francisco. En buena parte de los baños públicos, un contenedor para agujas usadas cuelga de la pared.
En contrapunto, la comunidad de rehabilitación en Portland es particularmente fuerte, es difícil encontrar una esquina sin un hogar de rehabilitación para los usuarios en proceso. Allí aprenden a vivir nuevamente, o por primera vez: comprando cosas, pagando facturas, cuidándose a sí mismos. “Algunas personas sólo descubren eso cuando tienen 50 años”, dice Lydia Bartholow, directora médica de CCC y colega de Dan Epting.
Ella estima que la mitad de sus pacientes comenzaron a tomar pastillas para el dolor porque un médico se los recetó.
“Entre ellos, muchas personas que tenían una vida estable, por ejemplo, un profesor de literatura que recibió pastillas después de un accidente automovilístico, y se volvió adicto. Tan pronto como un médico deja de recetarles medicamentos, inmediatamente salen a la calle por heroína”, afirma.
“Fuman por un tiempo, eventualmente lo hacen por vía intravenosa, pierden a sus familias y todo lo demás, quedan sin hogar y pueden terminar en tratamiento 10 años después”, sigue describiendo.
Una cuarta parte de sus pacientes son adultos jóvenes que roban algunas pastillas del armario de la abuela: “Los adolescentes piensan: ¿son solo pastillas, verdad?”, se lamenta.
Infierno interior
Caleb Walton, de 29 años, experimentó una deliciosa intoxicación después de tomar demasiado jarabe para la tos con codeína, a la edad de trece años. Unos fuertes analgésicos de nombre parecido se encontraban en su casa después de que su padre se sometió a una cirugía y el adolescente se rindió ante eso.
Eventualmente se mudó del vecino estado de Idaho a Portland porque la heroína era más barata allí. Ahora vive en la calle. Únicamente come helado, dice, para enfriar un poco su infierno interior. Su mejor amigo murió recientemente de endocarditis, una inflamación de las válvulas cardíacas que afecta a los usuarios de drogas intravenosas. “De todos los demás que se rehabilitaron, fueron a la cárcel o murieron de una sobredosis, soy prácticamente el último en pie”, dice.
Nos encontramos con él en una esquina de la calle donde activistas anarquistas reparten agujas limpias, ligas y otras provisiones para el consumo de drogas, con el objetivo de reducir el contagio de VIH y hepatitis. Mientras hablamos, un ansioso Caleb se inyecta una bola de goofball, una mezcla de heroína y metanfetamina.
Gracias al aumento de la mezcla con este último producto, los usuarios se mantienen lo suficientemente despiertos como para poder juntar algo de dinero para su próxima dosis. Sin embargo, él se derrumba casi de inmediato y apenas reacciona.
Su amigo Brandon, de 32 años, le grita: “Oye Caleb, ¿estás bien?” Los labios de Caleb se ponen azules, una señal de sobredosis. “Tal vez deberíamos sacar el Narcan”, sugiere Brandon. Esta medicina previene la sobredosis y es distribuida, de igual manera, por activistas y por el gobierno local. Las patrullas policiales también lo tienen consigo. No será necesario esta vez.
Mientras tanto, Brandon, a su vez, prepara una inyección y con un ojo en Caleb, dice que perdió todo por la heroína, incluida su esposa y sus dos hijos. Brandon se balancea al límite: “Ya no tengo el coraje de vivir en la calle otro invierno”, dice desesperado.
Le habían robado los zapatos cuando se despertó aquella mañana. Los dos amigos, o mejor dicho, combatientes, no han probado la euforia despreocupada inherente a los opiáceos durante mucho tiempo: los usan para sobrevivir, para curarse de la abstinencia. Los otros en esta acera también habitan su propio infierno.
A la vuelta de la esquina está el ajetreo y el bullicio de una happy hour bajo la iluminación atmosférica de una acogedora terraza de café.
Al otro lado de la ciudad, la excéntrica Castle Steinway, de 25 años, vive en la parte trasera de una camioneta con su gato Merlín. “Hace unos años, en mi ciudad natal, Boulder, Colorado, todos los niños, de repente, fumaban heroína como si fuera hierba”, dice ella. Castle era una adolescente particular: después de dos años de permanencia forzada en una estricta institución juvenil, quería soltar las riendas.
“Menos de dos semanas después la usé por vía intravenosa”. Le gustaría dedicarse tiempo completo al arte, sus dibujos son prometedores, pero pasa todo el día recogiendo latas de aluminio que vende para pagar su droga.
Para evitar una sobredosis fatal, ella confía en una aplicación: si no apaga la alarma media hora después de la inyección, DopeSafe notifica automáticamente a los servicios de emergencia. Estuvo cerca algunas veces. “Traté de dejar el vicio 10 veces”, dice ella. “Nada ayuda”.
El padre de Jon Hill, de 30 años, le enseñó a pulverizar e inhalar OxyContins cuando tenía 12 años. “Yo era un niño, no tenía idea de que no eran seguros”, recuerda. Los oxies han sido extremadamente baratos y omnipresentes en el estado natal de Jon, Carolina del Norte, donde muchas fábricas y empresas han cerrado y se han trasladado a China, lugar con menor costo en la mano de obra.
Cuando el titular de la patente, Purdue Pharma, rediseñó las pastillas e hizo más complicado su pulverización, tras una gran presión social en 2010, Jon y sus seres queridos cambiaron a la heroína. “Mi cerebro ha crecido casi, solo con opiáceos, no puedo vivir sin ellos”, dice con calmadamente.
Sin embargo, un decidido Jon ha creado estabilidad: durante la semana, cuando trabaja, usa buprenorfina, un sustituto libre de sedimentos, como la metadona. Ocasionalmente se recompensa con una inyección de heroína. “Probablemente será así el resto de mi vida”.
Emily Ruhl, de 28 años, también ha tenido muchos intentos de rehabilitación: según la experta médica Lydia Bartholow, se necesita un promedio de nueve para la recuperación permanente. Emily recurrió a los analgésicos a la edad de veinte años, junto con su novio en aquel momento. Ella recuerda como si fuera ayer, el día en que las pastillas fueron repentinamente imposibles de rastrear y consiguieron heroína juntos.
“El miedo a esa horrible abstinencia: es por eso que seguí usándola durante tanto tiempo”, dice ella. “Así que, rápidamente se fue todo para abajo”. Su novio, murió de una sobredosis, al igual que muchos ex compañeros de escuela y amigos de Emily.
Ella repitió un ciclo interminable de rehabilitación y recaída. Al momento de la entrevista, llevaba 45 días sin consumir con la ayuda de la buprenorfina, que, según algunas investigaciones, promete la mayor posibilidad de recuperación a largo plazo.
Sin embargo, Emily percibe una dificultad: cambia una droga por otra, acusan los Alcohólicos Anónimos, quienes predican la abstinencia completa, mismo que representa el modelo más común en los Estados Unidos. Las autoridades tampoco están interesadas en la buprenorfina. Muy irónico, si se considera el descuidado manejo de los analgésicos que la adicción causa constantemente.
El triángulo dorado
El lugar donde se consolidó el negocio mexicano de las drogas, una región que comprende el cruce de los estados norteños de Chihuahua, Durango y Sinaloa. Desde la década de 1960, la economía agrícola familiar de esta zona, aislada y montañosa, se ha alineado perfectamente con los deseos de los consumidores de drogas estadounidenses. Si los gringos quieren heroína, los campesinos siembran plantas de amapola, mezcladas con las plantas de maíz y frijoles, y de la cual se extrae una resina blanca que es la base del opio. Los traficantes luego la convierten en heroína en laboratorios.
Hace seis años, Pascual cultivaba únicamente marihuana en su rancho en Chihuahua. Desde entonces, varios estados estadounidenses han legalizado el cultivo y la venta de cannabis y la demanda de heroína ha explotado. Es por eso que él, su hermano y muchos otros aquí y en otras partes de México han cambiado a la amapola.
“Durante mucho tiempo apenas pudimos seguir el ritmo de la demanda”, dice Pascual. Sin embargo, ahora también al sur del río Grande, el fentanilo está causando una crisis considerable.
Entre 2013 y 2017, el cultivo de amapola en México, el principal proveedor de heroína en toda América, se triplicó, según cifras de los gobiernos estadounidense y mexicano. En el Triángulo Dorado, el cártel de Sinaloa tocó la puerta de los agricultores: “Necesitaban opio y mucho”, dice Froylán Enciso, investigador de drogas del Centro de Investigación y Educación Económica de la Ciudad de México (CIDE).
La tasa de asesinatos continúa batiendo récords en todo México: en los primeros 8 meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, se han registrado 20 mil 135 asesinatos dolosos, según cifras oficiales, un alza del 20% respecto a su antecesor Peña Nieto, en el mismo periodo, con 18 mil 432 personas asesinadas. Se estima que dos tercios de estos crímenes están relacionados con las drogas.
En el estado sureño de Guerrero, uno de los más pobres de México y destrozado por la violencia, se han sembrado muchos campos de amapola en los últimos años. “Pero hoy ya no se vende nuestro opio, nadie viene ya a comprarlo”, dice Mario Palacios. “El precio ha caído por completo, ya nadie lo quiere”. Estamos en medio de su campo de amapolas a las afueras del pueblo de Carrizal de Bravo, en las tierras altas centrales de Guerrero. Nadie en toda el área está cultivando amapola ya, dicen los pobladores: es imposible competir con la nueva droga química que los estadounidenses anhelan ahora.
Los cultivadores de adormidera como Pascual son personas marginadas, no ricos narcotraficantes. En sus comunidades olvidadas y marginadas, el opio es a menudo la única fuente confiable de ingresos. Sin embargo, desde hace aproximadamente un año, parece que se está secando.
Los expertos confirman que casi todas las regiones que producen opio en México son iguales. El fentanilo se importa de China a través de los puertos marítimos. El material no necesita tierra de cultivo ni mano de obra: es por eso que los márgenes de ganancia son mucho mayores. Una verdadera revolución se está gestando lentamente en el panorama de las drogas mexicanas.
“Durante tantos años todos tuvimos comida gracias a la planta de amapola, y nuestras familias pudieron avanzar en la vida: eso ya terminó”, suspira Palacios, padre de seis hijos. “Todos volveremos a la pobreza de los 50”. El hombre ahora está tratando de reemplazar la amapola con árboles de aguacate, pero estos darán fruto dentro de dos años.
“Necesitamos inversión para cambiar el producto, dinero que no tenemos”, concluye. “Estamos en el hoyo”. En otras palabras, el fentanilo tiene éxito donde fracasó una guerra contra las drogas que duró décadas: poner fin a la economía ilegal de la adormidera.
El uso limitado de heroína en México se reduce, en gran medida, a la frontera norte. La mayoría de los usuarios son inmigrantes indocumentados que han sido expulsados por los Estados Unidos trayendo su adicción. Ellos también se enfrentan ahora a una creciente crisis mexicana de opioides, según algunas encuestas en esta región.
“Cuando el fentanilo cayó hace tres años, seis cabrones murieron en una semana”, dice Roberto Prado, de 51 años, un consumidor de drogas sin hogar. Se trata de un raquítico campamento debajo de un puente en Tijuana, el cual Prado comparte con unas pocas docenas de otros usuarios. Algunos de ellos están en malas condiciones.
No hace mucho tiempo, Roberto y sus colegas solo usaban heroína de lugares como Chihuahua, Guerrero o Nayarit. Hoy en día, las bandas de narcotraficantes del norte distribuyen, principalmente, fentanilo, que es más rentable. Eso va de la mano con un aumento significativo de las sobredosis fatales, dicen los usuarios y trabajadores de prevención en Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez.
El final de la epidemia de opioides está lejos de ocurrir. Pero a diferencia de la estadounidense, esta crisis sigue siendo invisible: sin cifras, sin asistencia sólida o interés de los medios. “He visto morir a varios amigos por el fentanilo ante mis ojos”, dice Pedro León, con 72 años.
Amnistía
El presidente López Obrador declaró recientemente que la guerra contra las drogas había terminado. “Debe haber paz”, afirma. López Obrador está considerando presentar una amnistía para pequeños delincuentes de drogas, incluidos los productores de amapola como Carlos y Mario Palacios. Deben recibir becas o capacitación como alternativa a una vida en el crimen.
La cannabis y posiblemente el opio sean considerados para su despenalización, aunque todavía se está investigando, comunica el gabinete del presidente. El gobierno anterior, no avanzó en la reducción de la violencia de las drogas, por el contrario, mantuvo una tendencia a la alza.
¿Quizás la guerra contra las drogas siempre ha sido un mito? Eso parece claro en el pueblo de Batopilas, en Chihuahua, donde vive el agricultor de amapola Pascual. Justo en el centro de la aldea, jóvenes sicarios armados, soldados de a pie en el negocio de las drogas, custodian la casa del jefe local. Otros patrullan en vehículos todo terreno o vigilan las carreteras de acceso.
Por 5.000 pesos al mes (256 dólares), los adolescentes son enviados, fuertemente armados, a luchar contra el enemigo del próximo municipio. La policía local no interviene. Los aldeanos saben que los agentes brindan servicios manuales y de emergencia cuando es necesario. Se supone que el ejército destruye las plantaciones de drogas.
“Pero si sale bien, puedes sobornarlos”, dice Pascual.
Esta situación es representativa de todo México. El presidente promete sacar la corrupción de raíz dando un buen ejemplo, pero en aldeas como esta, el inframundo de la corrupción y la política se fusionan a la perfección.
El bien intencionado López Obrador tendrá que realizar un milagro. Pero ¿legalizar el opio? “Tengo serias dudas”, dice el investigador francés Romain Le Cour, quien recientemente publicó un estudio sobre el colapso del mercado del opio en México.
“Una objeción a la legalización fue durante mucho tiempo que las grandes ganancias del circuito ilegal eran demasiado tentadoras y el plan no funcionaría”. Debido a que el precio ahora ha caído, la situación podría ser distinta.
Pastillas en la escuela
Más de 400 ciudades, condados y estados estadounidenses ahora esperan obtener indemnizaciones, a través de demandas interpuestas en tribunales en contra de las compañías farmacéuticas que prendieron la mecha en el barril de pólvora de los opioides.
Portland y el condado circundante de Multnomah también hicieron fila. La comisionada del condado Sharon Meieran, toma la iniciativa en esto. En la década de 1990, la doctora de emergencias de 54 años, fue testigo del enorme cambio de mentalidad que los agentes farmacéuticos lograron entre los médicos.
“De repente, en la universidad nos inculcaron que el dolor era y debería tratarse más, porque no era lo suficientemente reconocido”, recuerda Meieran.
Nunca se detendrá: los niños de Meieran de 12 y 15 años le dicen que hay muchas pastillas para el dolor y medicamentos contra la ansiedad en la escuela. A menudo son falsificados y contienen fentanilo, según informes de fuentes policiacas.
Aunque la Casa Blanca habla de una “emergencia de salud pública”, según los críticos, la respuesta deja mucho que desear. Bajo la presión del presidente Donald Trump, China prohibió recientemente la venta de fentanilo, pero no los materiales precursores para hacerlo: los grupos criminales mexicanas probablemente se hacen o se harán cargo de la producción.
Mientras tanto, la policía local de Portland se enfoca en combatir las sobredosis: sea quien sea quien vendió la dosis será juzgado como asesino. Los distribuidores, sin embargo, a menudo son adictos. Y cada vez más trabajan a través del llamado Dark Net, donde son más difíciles de detectar.
Los clientes que hacen pedidos en línea reciben sus medicamentos por vía postal, tal y como se cuenta en la serie de Netflix, ‘How to sell drugs (fast)’. “Tratamos de estar un paso adelante, pero en realidad siempre estamos dos atrás”, dice Art Nakamura, comandante de la unidad de drogas de la policía local. “Sí, las drogas provienen directamente de México a través de la autopista I-95”.
¿Pero, resulta posible hacer frente a los carteles?
“Bueno, son extremadamente inteligentes y bien organizados. Los traficantes no circulan en un automóvil vistoso ni con un sombrero de vaquero: se mantienen callados, se integran a la sociedad y mantienen bajo perfil”, admitió el agente de la DEA, la agencia contra las drogas estadounidense, Cam Strahm al final de una entrevista.
“La guerra contra las drogas es como apretar un globo: el aire sólo se mueve a otro lugar”. Los ambiciosos planes de López Obrador, de repente, suenan bastante ingenuos.
El presidente Trump acusa a México de la adicción de Estados Unidos. Los mexicanos, por otro lado, culpan de la violencia en su país a sus vecinos decadentes del norte quienes están involucrados masivamente en el consumo de drogas. “Ninguno se responsabiliza”, dice el investigador de drogas Froylán Enciso.
Pascual también se lava las manos: “En Estados Unidos venden más armas que Maseca y todo eso cruza la frontera (hasta 90 por ciento de las armas de fuego incautadas en México provienen del vecino del norte) ¿Crees que a ellos les importa?”.
Este artículo fue publicado originalmente por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.
RV: EG