El hambre en América Latina y el Caribe ya no es un problema de escasez de alimentos, sino un producto de serias inequidades económicas y deficiencias en los sistemas alimentarios de la región, situación que se ha agravado con el avance de la globalización.
Los sistemas alimentarios actuales, hiperconectados e interdependientes, no han sido capaces de cumplir su función principal: dar acceso a alimentos frescos, sanos y nutritivos a toda la población.
El comercio global de productos básicos agrícolas se caracteriza por largas cadenas de suministro que afectan negativamente la capacidad de las poblaciones locales para producir y consumir sus propios alimentos.
Estas cadenas son dominadas por grandes empresas cuyas capacidades técnicas, económicas y logísticas les permiten excluir a los competidores de menor escala, obstaculizando la participación de los pequeños productores, quienes muchas veces no pueden cumplir los requisitos y plazos de entrega que impone el mercado.
La agricultura familiar de la región se enfrenta a mercados imperfectos, que no solo los excluyen, sino que muchas veces remuneran mal su producción y reproducen estructuras de dominación que entorpecen la innovación en los territorios rurales.
Pero los sistemas alimentarios no solo excluyen a los productores: los consumidores tienen cada vez más dificultades para acceder a una alimentación adecuada, especialmente los más pobres.
La globalización del comercio alimentario ha alterado las dietas tradicionales locales, favoreciendo la oferta de alimentos ultra procesados, cuyas ventas en la región aumentaron cuarenta y ocho por ciento sólo entre 2000 y 2013, muy por encima del crecimiento promedio mundial.
Los alimentos ultra procesados representan el dieciséis por ciento de las ventas locales de alimentos, mientras que el 50 por ciento de todas las ventas de comestibles en la región ocurren dentro de supermercados.[pullquote]3[/pullquote]
Como consecuencia de todo lo anterior, diversos territorios en la región se han convertido en verdaderos “desiertos alimentarios”, en los cuales solo se ofrece un acceso limitado a alimentos frescos y nutritivos, contribuyendo así a los grandes cambios en los hábitos alimentarios regionales que han llevado a que hoy la región deba enfrentar las dos caras de la malnutrición: hambre para decenas de millones de personas y obesidad para 140 millones de mujeres y hombres.
Mejorar las formas de comercialización y distribución de los alimentos es una precondición clave para alcanzar el desarrollo sostenible de las áreas rurales y urbanas.
Con compromiso político y participación de todos los actores, los mercados y sistemas alimentarios pueden ser socialmente construidos para ser más inclusivos y eficientes, y garantizar que favorezcan una nutrición adecuada para todos, con especial atención a los sectores más vulnerables de la población.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) está apoyando a los países a acortar las cadenas de suministro de alimentos, acercar a los consumidores y productores locales y generar lazos entre el sector público y la agricultura familiar, mediante programas de compras públicas de alimentos para abastecer escuelas y hospitales.
En Colombia, por ejemplo, quince organizaciones campesinas que involucran a más de trescientas familias están abasteciendo de forma directa al mercado institucional en los departamentos de Nariño y Antioquia.
Cuando las compras públicas se vinculan con la alimentación escolar, permiten dinamizar las economías locales, ofrecer un mercado estable a los agricultores y aumentar la disponibilidad de alimentos frescos, sanos y nutritivos en las comunidades, contribuyendo a que los niños desarrollen mejores hábitos alimentarios.
Actualmente Brasil y Uruguay tienen leyes de compras públicas a la agricultura familiar, mientras que las Escuelas Sostenibles que operan en trece países de la región involucran un centenar de asociaciones de productores que proveen a dos mil centros escolares con alimentos de calidad.
Uno de los grandes desafíos para mejorar los sistemas alimentarios es promover la transparencia en los mercados y reducir las asimetrías de información entre quienes venden y quienes compran alimentos.
Además, resulta fundamental implementar mejores sistemas de etiquetado y regulación de productos agroalimentarios, y sellos que distinguen a los productos de la agricultura familiar, como los que existen en Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador y Uruguay.
Todas estas experiencias nos muestran que la construcción social de los mercados parte por empoderar a las familias rurales. Por ello, es clave continuar promoviendo modelos de asociatividad que consideren principios básicos como la igualdad de género y el derecho a la información.
Solo así será posible revisar y repensar nuestros sistemas alimentarios a la luz de las serias transformaciones que han sufrido en los últimos veinte años, para potenciar el rol de las familias rurales en la construcción de mercados más justos que promuevan una mejor alimentación.
Revisado por Estrella Gutiérrez