Cuando la fortaleza se impone en una escuela de México

En un improvisado tendedero instalado en la calle, una ciudadana estableció listas de nombres de los alumnos a salvo, rescatados, hospitalizados o desparecidos en el colegio Rébsamen, en Ciudad de México. Crédito: Celia Guerrero/Pie de Página
En un improvisado tendedero instalado en la calle, una ciudadana estableció listas de nombres de los alumnos a salvo, rescatados, hospitalizados o desparecidos en el colegio Rébsamen, en Ciudad de México. Crédito: Celia Guerrero/Pie de Página

Luz del Carmen abraza a su nieta de dos años y mientras cuenta cómo vivió el terremoto, mira hacia la nada. A tan solo 50 metros de su casa, en el colegio Enrique Rébsamen, donde hace tiempo estudiaron sus hijos, varios niños están atrapados en un edificio colapsado por el sismo que sacudió al centro de México el martes 19.

Ningún miembro de la familia de Luz ha dormido desde hace más de 24 horas, ellos y otros vecinos fueron de los primeros en acercarse para remover los escombros y ayudar a salir a los alumnos del colegio. Ahora, el garaje de la unidad habitacional en la que vive se ha convertido en un centro de acopio.

“Estamos tristes porque a una niña, hija de una amiga de nosotros, la acaban de sacar… la acaban de sacar muerta”, dice con voz entre cortada y aguantando el llanto. El tiempo no se detiene, nadie se detiene.

Alrededor jóvenes y adultos separan víveres de medicamentos, herramienta de artículos de higiene personal; paramédicos, policías, rescatistas, soldados, voluntarios, entran y salen de la zona acordonada para restringir el paso al edificio destruido. Ha pasado poco más de un día de la catástrofe.

Óscar Arteaga, vecino de la colonia (barrio) Nueva Oriental Coapa, rememora el derrumbe. Sucedió durante el sismo, se escuchó el estruendo e inmediatamente quienes estaban en las calles aledañas corrieron hacia la escuela.

La mayoría de los estudiantes —niños de kínder a secundaria— que lograron salir corrían en sentido contrario. A la media hora, cientos de voluntarios removían escombros, socorrían a los sobrevivientes. Dos horas después, aparecieron las primeras autoridades. Llegada la noche, Óscar comenzó a escuchar las sirenas de la ambulancias que trasladaron a los rescatados a hospitales, y a las personas que gritaban y registraban sus nombres.

Una de ellas era Elena Villaseñor, quien vive a dos cuadras del colegio. Acompañada por sus tres hijos y un grupo de voluntarias, Elena montó en el camellón de la avenida División del Norte un tendedero de árbol a árbol, de él colgó cartulinas en las que enlistaron los nombres de los alumnos a salvo, rescatados hospitalizados, desaparecidos, fallecidos.

La información llegaba de la zona del colegio derruido garganta a garganta y las personas se acercaban para avisarles “encontramos a X” y ellas registraban. Eran padres de alumnos y maestras del colegio. Así sucedió durante horas. Hasta las 11:30 de la noche, Elena y las voluntarias recibieron la última lista y las autoridades establecieron una dirección para solicitar información oficial: avenida de Las Brujas, #13.

Es la tarde después del terremoto y el sol al sur de la ciudad está en su punto más alto. Dos voluntarias salen del restaurante Fukn’ Delicious en División del Norte y agradecen al dueño, Diego Durán Carrera, por dejarlas utilizar el baño.

Un día después del sismo de 7,1 grados que sacudió la Ciudad de México, Diego y los trabajadores del restaurante decidieron regresar al lugar, que se encuentra a un par de cuadras del colegio Enrique Rébsamen, colapsado.

“Abrimos para darle resguardo a quien lo necesite, a quien quiera ir al baño, agua, comida, un espacio para que la gente de protección civil, los policías vengan y se sienten, aprovechen para darse un respiro”, dice Diego.

Roberto Cruz trabaja en el restaurante, pero ha venido a ayudar. Él, igual que otras personas cerca del colegio al momento del terremoto, escuchó el derrumbe y siguió a la gente que corría hasta el lugar en ruinas. Sacó a una niña de 12 años en brazos.

“Estaba bien, con algunas raspaduras, pero en shock”, cuenta Roberto. De ella no supo ni el nombre, la dejó en un lugar seguro y luego volvió a los escombros para ayudar a alguien más.

Unos 500 metros más adelante, misma avenida esquina con Acoxpa, el estacionamiento de una plaza comercial sirve de centro de acopio desde la noche del martes. Delia Hernández Galván y sus compañeros de trabajo en Café la Selva están recibiendo víveres y preparando alimentos que distribuyen a diferentes puntos de la ciudad en donde hay labores de rescate.

Minutos después del sismo Delia también escuchó que la escuela se había caído y corrió con otros compañeros del café para intentar ayudar. Entre los niños que salían del polvo y los escombros pudo reconocer al hijo de una vecina, un estudiante de secundaria que aparecía con la piel y la ropa blanca por el polvo. Desde ese momento, no ha parado de ayudar.

Y es que tampoco para el movimiento de personas, hay cientos haciendo cola para dejar las donaciones; filas de carros y camionetas esperando para poder descargar la mercancía que decidieron aportar para la emergencia.

Una familia empuja un carrito desde el supermercado ubicado a un par de cuadras, llevan agua, enlatados, papel de baño. Un grupo de jóvenes descienden de un vehículo con palas, picos, herramienta recién comprada.

Una camioneta cargada de trabajadores de la construcción se estaciona sobre el camellón porque el tránsito no avanza y los pasajeros, con chaleco naranja y ropa desgastada, hacen fila para poder pasar un cordón de seguridad que delimita la zona de riesgo.

En este sitio no solo está la escuela derrumbada, a la redonda hay al menos otros tres edificios que en el transcurso de la tarde fueron desalojados.

Uno en la esquina de División del Norte y Hacienda de la Escalera está a punto de colapsar y, mientras personal de protección civil coloca columnas de madera para apuntalar la estructura, los inquilinos arrojan sus pertenencias por las ventanas y sus familiares en la calle las recogen en bolsas de basura que amontonan en carros hasta que ya no caben más.

El edificio pareciera sostenerse con alfiles. Las familias se postran frente a él a mirar su patrimonio irremediablemente perdido.

La colonia Nueva Oriental Coapa es una de clase media, una renta en este edificio a punto de colapsar ronda los 12.000 pesos (unos 676 dólares), 150 días de salario mínimo en México. A una cuadra, alrededor del parque Prado Coapa, los vehículos estacionados son de modelos recientes, varios de lujo.

Fidel Núnez es vecino de la colonia Prados Coapa y cuenta que, al llegar a la zona del desastre, el martes a las dos de la tarde, eran cientos las personas que ya apoyaban. Aún no llegaban las autoridades y la gente removía con las manos y sin equipo los escombros. Lo seguirían haciendo, pero llegó la Marina y los rescatistas y los sacaron del lugar. Aun así muchos, como él, se quedaron a acarrear donaciones durante la madrugada.

La noche vuelve a caer y los rescatistas, en medio de la lluvia y el frío, siguen excavando en búsqueda de sobrevivientes. Los reflectores de los medios de comunicación nacionales e internacionales apuntan al rescate de tres niños detectados por el escáner con sensor térmico del ejército.

Este artículo fue originalmente publicado por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.

Revisado por Estrella Gutiérrez

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