¿Qué ocurriría ahora si el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) se hubiera implantado como intentó Estados Unidos en las malogradas negociaciones que se prolongaron de 1994 a 2005?
El campeón de los acuerdos para eliminar las fronteras comerciales adopta ahora, con el republicano Donald Trump en la presidencia desde el 20 de enero, posiciones proteccionistas que Washington condenaba en los países latinoamericanos que resistían abrir sus mercados, tildándolas de trabas al progreso.
Con el ALCA, por lo menos México no se encontraría ahora en la soledad con que tiene que enfrentar las amenazas inmediatas del llamado “populismo de derecha” que, instalado en el centro del poder mundial, agrava de forma apocalíptica las incertidumbres de la humanidad.
“Volvimos a los años 30”, compara Fernando Cardim de Carvalho, economista brasileño que actualmente es investigador del estadounidense Instituto de Economía del Bard College, en el estado de Nueva York.
Recuperar empleos perdidos fue una bandera eficaz en la campaña electoral de Trump. Lo ayudó a triunfar en estados como Michigan, Ohio, Pensilvania y Wisconsin, anteriormente de mayoría demócrata por componer el llamado “cinturón industrial”, con su masa obrera en el noreste y medio-oeste estadounidense.
Voltearlos fue decisivo y posible para el magnate Trump porque la desindustrialización en las últimas cuatro décadas convirtió la región en el “cinturón de la herrumbre”, con desempleo, violencia y fuga de la población, en una decadencia que cobró ahora su precio político al Partido Demócrata.
Detroit, capital de la industria automovilística, tenía 1,85 millones de habitantes en 1950. En 2010 el censo los redujo a 714.000. Sus ruinas urbanas molestan.
El proceso viene de lejos, desde la primera crisis del petróleo y la recesión económica en los años 70, acompañadas de la expansión automotriz y electrónica japonesa. Las empresas migraron en busca de menos costos dentro de Estados Unidos y los avances tecnológicos redujeron la mano de obra industrial.
Ese proceso restó mucho más empleos que los tratados de libre comercio, aseguran investigadores. Trump atribuyó a los acuerdos comerciales el éxodo de empresas nacionales, justificando el proteccionismo y los ataques a México y China.
Brasil dudó sobre el ALCA hasta volverse más nacionalista a partir de 2003, bajo el gobierno del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que puso en marcha varias iniciativas para proteger sus industrias y estimular la creación de otras nuevas. Se parece a lo que anuncia Trump.
“Pero es distinto. Brasil representa menos de uno por ciento del comercio mundial, actúa en nichos y puede apoyar sus industrias con estímulos y cambio más competitivo, sin impactos relevantes en el exterior. Estados Unidos no, es el centro del mundo, no puede cerrar su economía sin generar confusión, conflictos”, evaluó Cardim.
México concentra 80 por ciento de sus exportaciones en el mercado estadounidense, ejemplificó el profesor emérito de la Universidad Federal de Río de Janeiro.
Son imaginables los daños de medidas unilaterales del socio de proporciones aplastadoras, cuyo nuevo gobierno amenaza “no aceptar las reglas del juego”, advirtió Cardim.
En Brasil, intentos de recuperar el sector no evitaron la creciente desindustrialización, calificada de “precoz” por afectar un país aún de mediano ingreso por persona, de 15.000 dólares según la paridad del poder de compra, equivalente a solo 26 por ciento del estadounidense, según datos del Fondo Monetario Internacional.
La industria de transformación alcanzó su tope de 21,6 por ciento del producto interno bruto (PIB) en 1985, una participación que descendió a 11,4 por ciento en 2015, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Su producción se desplomó 9,8 por ciento en 2015.
El sureño estado de São Paulo, el más industrializado y por eso apodado “la locomotora” del país, soportó las mayores pérdidas. Su participación en la producción industrial era de la mitad del total a comienzos de los 90, pero cayó a 38,6 por ciento en 2013.
Esa decadencia no es tan visible como las ruinas del “cinturón de herrumbre” estadounidense y del norte de Gran Bretaña que aprobó el brexit, pero se manifesta en protestas callejeras desde 2013 y en un airado rechazo al PT, surgido en 1980 de las luchas sindicales paulistas.
El fundador y principal líder del PT, Luiz Inácio Lula da Silva, fue un obrero metalúrgico y sindicalista local que logró ser presidente entre 2003 y 2010 y mantiene una alta popularidad, pese a varios procesos de corrupción que amenazan su futuro.
Pero su sucesora, Dilma Rousseff, también del PT, fue reelegida en 2014 con un débil respaldo en São Paulo, donde obtuvo solo 35,69 por ciento de los votos válidos. Su destitución en agosto de 2016 por el parlamento, fue precedida e impulsada por masivas manifestaciones paulistas.
Escándalos de corrupción, que afectan políticos de casi todos los partidos, fueron decisivos en la caída de Rousseff. No hay acusaciones contra ella, pero fue durante los gobiernos del PT que ocurrió la gran rapiña en los negocios petroleros de la estatal Petrobras. Su vulnerabilidad era económica, por haber provocado una grave crisis fiscal.
Pero el perdido vigor industrial, al igual que los buenos empleos del sector, contribuyeron a la determinación con que los paulistas se movilizaron por la inhabilitación de Rousseff y la derrota del PT.
Muchos de los errores de la primera mujer en conquistar la presidencia de Brasil se debieron a intentos voluntaristas, “populistas” según sus críticos, de recuperar la industria. Incentivos fiscales, reducción forzada de las tasas de interés y de los costos de energía fueron algunas de esas medidas de resultados negativos.
Los gobiernos del PT intensificaron la protección a la industria nacional, con aranceles al máximo permitido por las reglas y exigencias de contenido nacional en ciertos productos.
“Pero el nacionalismo económico es condición de sobrevivencia, ante la competencia entre naciones”, justificó Luiz Bresser-Pereira, profesor emérito de la Fundación Getulio Vargas que alerta sobre la desindustrialización brasileña acentuada por la “enfermedad holandesa” (cambio sobrevaluado) desde 2005.
“En Estados Unidos el nacionalismo se hace agresión imperial, peligroso porque no es solo económico como el brasileño, sino que incorpora otras dimensiones, al tratarse de potencia militar”, extendiéndose a temas migratorios, religiosos y étnicos, destacó.
El brexit, la salida británica de la Unión Europea, el triunfo de Trump y el ascenso de la ultraderecha en Europa desnudan “una crisis política del capitalismo causada por la renuncia al nacionalismo de las élites económicas de los países ricos, que ahora son los rentistas”, con ganancias también fuera del mercado interno, señaló Bresser.
La debilidad de la socialdemocracia desde 1989, con gobernantes que a veces “no supieron distinguir sus políticas de las neoliberales”, también traba la superación de la crisis, que comprende una mayoría de “perdedores de la globalización” cuya reacción no se puede menospreciar como “mero populismo”, concluyó.
La pérdida de peso del empleo industrial – por cambios tecnológicos, productivos y sociales, además de la migración de empresas- quita votos a la izquierda “no populista”, con sus partidos orgánicos, como el PT brasileño. Y también diluye su matriz política e ideológica, al debilitar el sindicalismo y la generación de cuadros y líderes.
La decadencia de polos industriales favorece opciones radicales y nacionalistas, que al parecer tienden a adherir a los movimientos conservadores y de extrema derecha.
Editado por Estrella Gutiérrez