¿Podríamos cambiar el debate sobre Donald Trump y no concentrarnos en lo que hace, sino en su importancia histórica? Ojala las siguientes reflexiones sirvan para comprender que el presidente de Estados Unidos representa, de hecho, el final de un ciclo estadounidense y que estamos todos en el mismo barco.
Se necesitan unas cuantas palabras, pero vale la pena dedicarle unos minutos más.
Primero, nos guste o no, hemos vivido durante los últimos dos siglos en un mundo en que lo anglo tuvo un papel central. La “Pax Britannica” se extendió desde principios del siglo XIX, cuando comenzó su imperio colonial, hasta fines de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cuando fue sustituida por la “Pax Americana”. Estados Unidos creó lo que se conoce como Occidente, en contraposición con Oriente, mientras Europa se dejaba llevar.
Al final de esa guerra, Estados Unidos fue el principal ganador y el fundador de las instituciones internacionales modernas, desde la Organización de las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), así como la fuerza detrás de la reconstrucción de Europa con el Plan Marshall, basado en la condición de que los países europeos aceptarían recibir fondos sobre una base europea.
Eso llevó a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en 1951, que finalmente dio lugar a la Comunidad Europea, en 1967.
A Estados Unidos, como ganador, le interesaba crear un orden mundial según sus valores y siempre y cuando él fuera su garante. Así, en el foro de la ONU se creó con un Consejo de Seguridad en el que pudiera vetar cualquier resolución. El Banco Mundial se creó en función del dólar como divisa mundial, y no con una verdadera moneda internacional, como propuso el gran economista y delegado británico John Maynard Keynes.
Asimismo, la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), como respuesta a la amenaza de la Unión Soviética, fue una idea exclusivamente de Estados Unidos.
Y el léxico de las relaciones internacionales se constituyó principalmente en base a conceptos anglosajones, a menudo de difícil traducción a otros idiomas, como “accountability”, “gender mainstreaming”, “sustainable development”, entre otros. El francés y el alemán desaparecieron como lenguas internacionales.
Además, cierto estilo de vida se volvió el principal producto de exportación estadounidense, desde la música hasta la comida, el cine y la vestimenta, se propagaron por el mundo.
Para reforzar el mito, Estados Unidos se constituyó como modelo de democracia. Lo que era bueno para ese país, debía de serlo para el resto. Además, tenía un destino excepcional, basado en su historia, sus éxitos y su especial relación con Dios. Sus presidentes fueron los únicos que hablaron en nombre de los intereses de su país y en nombre de los de la humanidad y que invocaron a Dios.
Su éxito económico no sería más que la confirmación de ese excepcional destino. Estados Unidos perdió casi medio millón de ciudadanos en Europa y Asia para garantizar un orden mundial estadounidense. Y el “sueño americano”, de que todo el mundo puede volverse rico, era desconocido en el resto del mundo.
Esa fue la primera etapa de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, basada en el multilateralismo, en la cooperación internacional, en el respeto al derecho internacional y el libre comercio, un sistema que aseguraba su centralidad y su supremacía, reforzada por su poder militar.
Pero multilateralismo significa democracia internacional. La ONU, desde su constitución original de 50 países, en 1945, hasta casi 150, en pocas décadas, se convirtió en el foro donde crear la cooperación internacional, basada en los valores de la democracia universal, la justicia social y la participación equitativa.
Y su Asamblea General aprobó por unanimidad en 1973 el primer (y único) plan global de gobernanza, llamado Derechos y Deberes de los Estados, que representaba un plan de acción para reducir las desigualdades del mundo y redistribuir la riqueza y la producción económica. Eso se volvió una camisa de fuerza para Estados Unidos, que se encontró en un foro en el que se tomaban las decisiones por mayoría, y ya no en función de sus propios intereses, como estaba acostumbrado.
Pero con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia, en 1981, la primera etapa basada en el multilateralismo, cambió de forma abrupta.
Reagan concurrió ese año a la Cumbre Económica Norte Sur, en Cancún, donde se reunieron los 22 jefes de Estado más importantes del mundo, incluido el de China, único representante de un país socialista, para debatir la implementación de aquella resolución de la Asamblea General.
El entonces presidente estadounidense, quien se encontró con una entusiasta primera ministra británica Margaret Thatcher (1979-1990), destruyó el plan de gobernanza global que avanzaba por buen camino. Vi con consternación cómo, en dos días, el mundo pasó del multilateralismo a la vieja política del poder.
Estados Unidos no aceptó que otros decidieran su destino, y de ahí viene el declive de la ONU y la negativa de Washington a suscribir obligaciones y tratados internacionales. El destino excepcional y el sueño americano, fueron reforzados por la retórica de Reagan, quien incluso uso el eslogan: Dios es estadounidense.
Es importante señalar que las grandes potencias estaban felices de salirse de la camisa de fuerza del multilateralismo detrás de Reagan. Su gobierno, aliado de Thatcher, es un ejemplo sin precedentes de cómo destruir los valores y las prácticas de las relaciones internacionales. Y el hecho de que probablemente sea el presidente más popular de la historia moderna de Estados Unidos, muestra la poca importancia que la cooperación internacional tiene para el ciudadano estadounidense medio.
También hay que destacar que durante el gobierno de Reagan, tres acontecimientos importantes y simultáneos dieron una nueva forma a nuestro mundo.
El primero fue la desregulación del sistema financiero encabezado por él en 1982, posteriormente reforzado por Bill Clinton (1993-2001), en 1999, que llevó a la supremacía de las finanzas y cuyos resultados se sienten en la actualidad. Recordemos que Reagan trató también de reducir los costos sociales. Las políticas de George W. Bush (2001-2009) y Trump tienen la marca de su gobierno.
El segundo, fue la creación en 1989 de una visión económica basada en la supremacía del mercado como base de las sociedades y de las relaciones internacionales, el llamado Consejo de Washington. Creado por el Departamento del Tesoro estadounidense, el Banco Mundial y el FMI, el neoliberalismo se introdujo como la doctrina económica indiscutida.
El tercer acontecimiento significativo fue la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el final de la amenaza del bloque soviético.
Entonces, el término de “globalización” comenzó su marcha exitosa, y Estados Unidos sería, una vez más, el centro de la gobernanza. Como dijo Reagan en Cancún, Washington basará sus relaciones en el comercio, no en la asistencia.
Su superioridad económica, junto con el control que ejerce sobre las instituciones multilaterales de crédito, lo pondrían una vez más en el centro del mundo, cuando la amenaza soviética había desaparecido. Henry Kissinger, quien fuera secretario de Estado, lo dijo con claridad: Globalización es el nuevo término para la hegemonía estadounidense.
La segunda etapa tras la Segunda Guerra Mundial se extendió de 1982 hasta la crisis financiera y económica mundial de 2008, cuando la quiebra de bancos estadounidenses, que se propagó por Europa, obligó al sistema a dudar de que el Consenso de Washington fuera una teoría indiscutida.
Las dudas surgieron también a instancias de la creciente movilización de la sociedad civil, el Foro Social Mundial, por ejemplo, se creó en 1981, así como de muchos economistas que hasta entonces habían permanecido básicamente callados. Los especialistas insistieron en que la macroeconomía, el instrumento preferido de la globalización, solo tomaba en cuenta los grandes números.
En cambio, con la microeconomía, se vería la gran desigualdad en la distribución de la riqueza, a no confundir con desarrollo, y que la deslocalización de las empresas y otras medidas que ignoraban el impacto social de la globalización estaban teniendo terribles consecuencias.
Los desastres creados por tres décadas de codicia como principal valor de la nueva economía, saltaron a la vista cuando los datos mostraron una concentración de la riqueza sin precedentes y en unas pocas manos, con muchas víctimas, en especial entre los jóvenes.
Todo eso vino acompañado de dos enormes amenazas: la explosión del terrorismo islámico, generalmente reconocido como resultado de la invasión a Iraq, en 2003, y las migraciones masivas, que siguieron a ese episodio, pero en especial a las intervenciones en Siria y Libia, a partir de 2011. Estados Unidos y la Unión Europa son las únicas responsables de esas migraciones.
Así pasamos de la codicia al miedo: dos motores de cambios históricos, según muchos investigadores.[related_articles]
Finalmente, llegamos a Trump. Gracias a este recorrido histórico, podemos comprender fácilmente que su llegada a la presidencia es simplemente el resultado de la actual realidad de su país.
La globalización, originalmente un instrumento de la supremacía de Estados Unidos, significó que cualquiera pudiera usar el mercado para competir. Así lo hizo China, el ejemplo más claro, pero también emergieron muchos mercados nuevos, desde América Latina hasta Asia.
Y Europa y Estados Unidos están plagados de víctimas de la globalización, a la que perciben como un fenómeno encabezado por la élite, además de considerar que cualquier acuerdo o institución internacional no se interesa por su destino.
No nos olvidemos que con la caída del Muro de Berlín, llegó el fin de las ideologías.
La vida política se tornó solo en una competencia administrativa, sin visión ni valores. La corrupción aumentó, la ciudadanía dejó de participar, los partidos se volvieron autoreferenciales, los dirigentes políticos se convirtieron en una casta profesional, las finanzas mundiales y la élite se aislaron en paraísos fiscales y los jóvenes, que no encontraban empleos o estos eran precarios, fueron testigos de que en pocos años se destinaron cuatro billones de dólares a salvar al sistema bancario de su propia mala gestión.
En ese contexto y desde 1989, surgieron partidos populistas, xenófobos y nacionalistas en todos los países y comenzaron a atraer el resentimiento de los excluidos.
La propuesta, en general, fue la de recuperar el ayer, los buenos tiempos y prometer un mejor ayer, en contra de toda ley histórica. Además, en contra de la opinión de los especialistas, llegó “brexit”, y después Trump.
Con él, vemos la conclusión de 70 años de “Pax Americana” y volvemos a una época de nacionalismo y aislamiento de Estados Unidos. A los votantes de Trump les llevará un tiempo darse cuenta de que sus acciones no responden a sus promesas, y de que las medidas que él toma a favor de la élite económica y financiera, no son de su interés.
La cuestión real es si su ideólogo, quien logró que lo eligieran, Stephan Bannon, tendrá tiempo de destruir el mundo que encontraron, si el mundo tendrá tiempo de crear un orden mundial sin Estados Unidos en el centro, y ver cuántos de los valores que construyeron la democracia moderna sobreviven y son la base de la gobernanza global.
No se puede construir un nuevo orden mundial sin valores comunes, solo con xenofobia y nacionalismo.
Bannon organiza una nueva alianza internacional de populistas, xenófobos y nacionalistas, con Washington en el centro y con el británico Nigel Farage, los italianos Matteo Salvini y Beppe Grillo, la francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders, y otros en Hungría y Polonia, entre otros países, al tiempo que el ruso Vladímir Putin y el turco Recep Tayyip Erdogan contemplando con simpatía el fin de las democracias liberales.
Este año sabremos, tras las elecciones holandesas, francesas y alemanas, cómo le va a la alianza. Y si el gobierno de Trump, más allá de su agenda nacional, logra crear un nuevo orden internacional basado en una democracia no liberal, entre muchas otras consideraciones, tendremos que empezar a preocuparnos porque querrá decir que la guerra no estará muy lejos.