Jessi Joygeswaran parece una típica mujer de 23 años, con una sonrisa contagiosa, como la de millones de jóvenes de su edad en el mundo. «Quiero ir a la universidad, quiero tener un buen trabajo», dijo a IPS en la capital de Sri Lanka, segura de poder realizar sus sueños.
Pero la vida de Joygeswaran ha sido cualquier cosa menos común. Creció en una zona de guerra en el norte de este país y ahora piensa tanto en la investigación de los crímenes de guerra y la reconciliación nacional como en su propio futuro.[pullquote]3[/pullquote]
Procedente de la minoría tamil, la joven nació y se crió en Vanni, una región en la Provincia del Norte que sufrió la peor parte de la guerra civil que cesó en mayo de 2009, tras 26 años de enfrentamientos entre el gobierno y el movimiento separatista Tigres para la Liberación de la Patria Tamil Eelam (LTTE), que pretendía un estado propio en las provincias de habla tamil en el norte y el este del país.
La violencia obligó a Joygeswaran a huir en 2006, con apenas 14 años, de su hogar ancestral en el pueblo de Andankulam, en el noroccidental distrito de Mannar.
«Huimos de las balas y la artillería durante tres años», recuerda. En 2009, ella y su familia finalmente se escaparon del horror. «La muerte era una posibilidad cada segundo», aseguró, la sonrisa ausente de su rostro.
Aun después de la guerra, los problemas continuaron en la región de Vanni. Unas 250.000 personas que escaparon de la guerra fueron confinadas en campos de refugiados que parecían centros de detención, donde permanecieron hasta finales de 2010.
Al volver a sus casas, las escenas de devastación recibieron a más de 400.000 personas que huyeron de la región durante la guerra, obligándolas a reconstruir sus vidas desde cero y a asumir la muerte o la desaparición de miles de sus seres queridos. La falta de vivienda, el trauma y el miedo eran cosas cotidianas.
Un nuevo gobierno, ¿una nueva era?
Todo eso cambió el 8 de enero cuando Maithripala Sirisena ganó las elecciones presidenciales y al día siguiente sucedió al frente del gobierno a Mahinda Rajapaksa, a quien la derrota del LTTE le había permitido controlar el país con mano de hierro.
Ese 8 de enero, por primera vez en su vida, Joygeswaran votó junto a sus compatriotas. A pesar de la discriminación que su comunidad minoritaria sufrió en el pasado, la joven confía en el nuevo gobierno nacional.
«Votamos por la justicia y la paz para todos», afirma. Es una aspiración humilde, pero compartida por la mayoría de la gente en este país insular de 20 millones de habitantes, donde el derramamiento de sangre, que causó entre 80.000 y 100.000 víctimas, hizo que muchos dudaran de que alguna vez se pudiera volver a la normalidad.
Las primeras semanas del gobierno de Sirisena han sido dispares, especialmente para los tamiles del norte. Las restricciones a sus desplazamientos y la presencia militar sofocante, dado que las fuerzas armadas controlan prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana, se han flexibilizado, pero el avance en asuntos más delicados, como una investigación real sobre los abusos cometidos en tiempos de guerra, sigue siendo limitado.
En los últimos días de la guerra se podría haber producido la muerte de unos 40.000 civiles, según una comisión asesora creada por el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon. El gobierno anterior disputa esa cifra.
Pero un libro de la respetada organización de investigación Profesores Universitarios por los Derechos Humanos, titulado Palmyra fracturada, advierte que la cifra podría ascender a los 100.000 muertos.
Tanto las fuerzas gubernamentales como las del LTTE son acusadas de violaciones de los derechos humanos durante los últimos combates de la guerra civil.
A las fuerzas armadas se las acusa de realizar ejecuciones sumarias de dirigentes del LTTE que se habían rendido, así como posibles casos de abuso sexual contra personas en cautiverio. Las fuerzas separatistas son acusadas de utilizar a civiles como escudos humanos y de reclutar a niños y niñas en sus filas, entre otras cosas.[related_articles]
Tres resoluciones presentadas en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, con sede en Ginebra, solicitaron una investigación internacional sobre el final de la guerra. El gobierno de Rajapaksa, decidido a no permitir la «injerencia extranjera» en lo que calificó de una cuestión puramente interna, creó su propia Comisión sobre Lecciones Aprendidas y Reconciliación, pero sus recomendaciones fueron ignoradas en gran medida.
Existe una comisión permanente sobre las desapariciones, y el Comité Internacional de la Cruz Roja comenzó un estudio nacional sobre las familias de los desaparecidos.
Pero ninguna de estas medidas dio lugar a un solo procesamiento o queja judicial contra los responsables.
Gestiones locales y normas internacionales
El gobierno de Sirisena prometió una investigación nueva, con aportes internacionales. El ministro de Relaciones Exteriores, Mangala Samaraweera, ha recorrido el mundo desde que asumió el cargo, tratando de convencer a la comunidad internacional para que le dé un respiro a Sri Lanka que le permita aplicar un proceso de reconciliación propio y creíble.
Hasta ahora sus encantos parecen estar funcionando. Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países ricos acordaron aplazar la publicación de un informe de investigación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre la violación de los derechos humanos durante la guerra, previsto inicialmente para marzo y que ahora se dará a conocer en septiembre.
El gobierno anunció el 18 de marzo que estaba considerando levantar las prohibiciones contra la diáspora tamil, en un movimiento que muchos piensan que busca el respaldo de tamiles moderados en todo el mundo. Si bien no existen cifras oficiales, se cree que la población tamil fuera de Sri Lanka asciende a unas 700.000 personas.
«El gobierno del presidente Sirisena está seriamente comprometido a agilizar el proceso de reconciliación. Al hacerlo, la diáspora de Sri Lanka, ya se trate de cingaleses, tamiles o musulmanes, tiene un papel sumamente importante que desempeñar», declaró el canciller Samaraweera ante el Parlamento, el 18 de marzo.
A pesar de este guiño a la diáspora, el gobierno dejó en claro que el mecanismo para investigar posibles crímenes de guerra cometidos por ambas partes debe ser una iniciativa nacional sin injerencia extranjera.
«Cualquier acusación […] contra nuestras fuerzas de seguridad debe ser investigada, [pero] tiene que ser manejada por el mecanismo local, eso es lo que siempre hemos declarado», señaló en febrero el ministro de Energía, Patali Champika Ranawaka, a la Asociación de Corresponsales Extranjeros.
Editado por Kanya D’Almeida / Traducido por Álvaro Queiruga