Por un momento, hace cuatro años, parecía que los dictadores de Medio Oriente pronto serían una cosa del pasado.
Por entonces, parecía que Estados Unidos tendría que dar pruebas de su declarado apoyo a la democracia, mientras que millones de tunecinos, egipcios, bahreiníes, yemeníes y demás se rebelaban contra la represión de sus gobernantes. Muchos de esos autócratas contaban con el apoyo de Washington a cambio de que aquellos ofrecieran la «estabilidad» en sus países.[pullquote]3[/pullquote]
Sin embargo, ni siquiera la caída de varios gobiernos logró desbaratar la política de apoyo a los dictadores amigos que Estados Unidos aplica desde hace décadas. Washington redobló el suministro constante de armas y fondos a los países dispuestos a apoyar los intereses estratégicos estadounidenses, independientemente de la forma en que traten a sus ciudadanos.
Por ejemplo, cuatro años después de la expulsión del dictador egipcio Hosni Mubarak (1981-2011) Egipto tiene, una vez más, un presidente de carrera militar y una tolerancia aún más baja a la oposición política que su antecesor.
Las numerosas detenciones y las condenas precipitadas de activistas políticos, de los cuales más de 1.000 fueron condenados a muerte, volvieron a despertar el temor que los egipcios creían desaparecido para siempre tras la caída de Mubarak y la celebración de elecciones democráticas.
Cuando las Fuerzas Armadas, comandadas por el actual presidente Abdel Fatah al Sisi, depusieron al presidente democráticamente electo Mohamed Morsi en julio de 2013, el gobierno de Barack Obama dudó sobre si debería suspender la ayuda militar a Egipto, algo que las leyes estadounidenses exigen en el caso de un golpe de Estado.
Sin embargo, a pesar de algunas suspensiones parciales y temporales, Washington no cesó el envío de sus equipos militares.
Ahora que Sisi lidera un gobierno nominalmente civil, instalado mediante un simulacro de elecciones con el voto de una pequeña minoría, Estados Unidos levantó todas las restricciones a la ayuda, que incluye helicópteros militares Apache empleados para intimidar y atacar a los manifestantes.
«Los Apache vendrán, y vendrán muy, muy pronto”, prometió el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, en junio de 2014, un mes después de la elección de Sisi.
En el pequeño reino de Bahréin continúan las manifestaciones que comenzaron en febrero de 2011 por una reforma constitucional, a pesar de que el gobierno intenta silenciar a la oposición con todos los medios a su disposición, desde perdigones hasta la cadena perpetua.
En todo este proceso, Washington trató a Bahréin como si fuera un aliado respetable.
En 2011, por ejemplo, solo días después de que las fuerzas de seguridad bahreiníes respondieron con balas a los manifestantes en Manama, en un ataque que dejó un saldo de cuatro muertos y numerosos heridos, Obama elogió el «compromiso reformista” del rey Hamad bin Isa Al Jalifa.
La Casa Blanca tampoco objetó cuando se le informó por adelantado que 1.200 soldados de Arabia Saudita entrarían a Bahréin para aplastar las protestas en marzo de 2011.
Desde entonces, no paran de llegar noticias inquietantes.
Un informe del Departamento de Estado de 2013 reconoció que Bahréin revoca la ciudadanía de los activistas destacados, realiza arrestos con acusaciones vagas, tortura a los presos y practica la «privación arbitraria de la vida», un eufemismo que quiere decir que mata a la gente.[related_articles]
¿Y cuáles fueron las consecuencias?
En 2012, la presión internacional obligó a Estados Unidos a prohibir la venta de gas lacrimógeno estadounidense a las fuerzas de seguridad de Bahréin. En agosto de 2014, Washington suspendió parte de su ayuda militar cuando el régimen expulsó a un diplomático estadounidense por mantener reuniones con miembros de un partido opositor.
Pero eso fue todo.
El retraso en el envío de tanques, aviones y gas lacrimógeno es poco más que un tirón de orejas cuando la quinta flota de la Marina de Estados Unidos mantiene su sede en la costa de la capital bahreiní. Y la participación de Bahréin en los ataques aéreos contra el grupo extremista Estado islámico no hizo más que fortalecer el vínculo entre el régimen y la Casa Blanca.
De hecho, la crisis en Iraq y Siria reforzó la estrategia militarista predominante que Washington aplica a Medio Oriente desde hace mucho tiempo. Todo gobierno dispuesto a sumarse a este nuevo frente en la «guerra contra el terrorismo» saldrá beneficiado con la generosidad estadounidense y con un pase libre para reprimir.
El reclamo popular en Medio Oriente debe ir de la mano de un reclamo popular en Estados Unidos que haga sacudir los cimientos de la política exterior de Washington. Ahora que comenzó un año más, es nuestro turno para superar el miedo e insistir en que otro camino es posible.
Este artículo apareció originalmente en Otherwords.org. Las opiniones expresadas en él son responsabilidad de la autora y no representan necesariamente las de IPS, ni pueden atribuírsele.
Editado por Kitty Stapp / Traducido por Álvaro Queiruga