En Siria hay poca escapatoria para las familias con hijos pequeños

Lo que quedaba de una calle de Alepo en agosto. Crédito: Shelly Kittleson/IPS
Lo que quedaba de una calle de Alepo en agosto. Crédito: Shelly Kittleson/IPS

La mujer que ingresó a la oficina de prensa del insurgente Frente Islámico cerca de la frontera con Turquía estuvo a punto de desmayarse bajo el fuerte sol de Siria, pero lo único que le importaba era su bebe. 

Más de la mitad de los aproximadamente 23 millones de sirios se encuentran desplazados de sus hogares. La mujer era una más entre los tres millones de refugiados sirios registrados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que se esfuerzan por mantener a sus hijos sanos y salvos frente a los innumerables peligros vinculados a las zonas de guerra, los campos de refugiados y el hecho de carecer de ciudadanía.[pullquote]3[/pullquote]

Cuando IPS conoció a la joven a principios de agosto estaba viviendo en el cercano campamento de Bab Al Salama, en el norte de Siria, después de haber huido de una zona de intensos combates.

El pequeñito tenía unas pocas semanas de edad y debía amamantarlo, pero no había lugar para hacerlo fuera de la vista de los hombres. Y así, vestida con un niqab sofocante, pidió usar la habitación que la organización insurgente utiliza para “inscribir” a los periodistas extranjeros que cruzan la frontera.

La habitación le brindó un poco de sombra y privacidad y, una vez que salió el excombatiente de 22 años encargado de la oficina, la joven comenzó a alimentar a su hijo.

Mientras le soplaba con delicadeza la frente sudorosa al bebe, la mujer le dijo a IPS que tiene problemas renales y no puede sentarse, solo estar acostada o de pie. También tiene dificultad para acceder a la atención médica para ella y su hijo con fiebre. Y aunque el abaya negro que le cubría el cuerpo y el niqab sobre la cara le daban calor, “es mejor usarlos, porque estamos en guerra”, expresó.

El área alrededor del campamento de Bab Al Salama, del otro lado de la frontera de la ciudad turca de Kilis, sufrió varios bombardeos, incluido un coche bomba en mayo que mató a decenas de personas.

En Turquía, los campamentos que el gobierno turco instaló para los más de 800.000 refugiados sirios registrados por la ONU tendrían una capacidad máxima de 300.000 personas.

Las mujeres corren un riesgo notorio de sufrir delitos sexuales en los campamentos formales e informales que existen para los refugiados en todo el mundo. Junto a las dificultades económicas, muchos padres de ambos lados de la frontera mencionan este motivo para casar a sus hijas cuanto antes, con el intento de “proteger su honor” y encontrar a alguien que las mantenga.

Calle de Alepo, en poder de la insurgencia en agosto. Crédito: Shelly Kittleson/IPS
Calle de Alepo, en poder de la insurgencia en agosto. Crédito: Shelly Kittleson/IPS

Los niños que nacen de estas uniones casi siempre quedan sin reconocimiento legal y, por lo tanto, son apátridas que pasan a sumarse a la cantidad de kurdos sirios y otros habitantes a quienes el gobierno de Bashar Al Assad les niega la ciudadanía.

Mohamed era oficial en el ejército sirio. Oriundo de una gran tribu en Idlib, una ciudad a 60 kilómetros de Alepo, la que fuera capital industrial siria en el noroeste del país, el régimen atacó a su familia cuando comenzó la guerra civil en 2011 y él luchó con diferentes brigadas del insurgente Ejército Libre de Siria en los últimos años.

Poco después de la presunta violación en su zona de varias mujeres a manos de “shabiha”, fuerzas paramilitares leales a Al Assad, se mudó con su joven esposa, madre y hermanas a Turquía. Ahora cruza ilegalmente la frontera para verlas cuando no está en combate.

Mohamed quiere irse a Europa. Cuando IPS lo conoció por primera vez en el otoño boreal de 2013, no tenía intención de abandonar Siria. Pero ahora tiene un hijo,  que es considerado apátrida. El gobierno sirio no emitió pasaportes a los oficiales para impedir que desertaran, incluso antes del levantamiento de 2011, y nadie en su familia posee uno.

Mohamed es un soldado profesional  sin salario y los grupos insurgentes moderados no pueden ofrecerle una remuneración que alcance para mantener a su familia. Como no tiene interés en sumarse a los grupos extremistas, muchos de los cuales le pagarían mejor, no sabe qué más puede hacer para cuidar a sus seres queridos.

«Aquí no hay futuro”, afirmó.

Del lado turco de la frontera, Ahmad, originario de Alepo, dice que no quiere abandonar la región.

«Una vez le pregunté a mi esposa a qué país del mundo iría si pudiera y me respondió ‘Siria’”, señaló a IPS con orgullo.

Sin embargo, a medida que se acercaba el nacimiento de su hijo y la situación en Alepo se agravaba, abandonó paulatinamente sus actividades como activista en los medios sociales y como “fixer”, o periodista que corresponsales extranjeros contratan como guía y para conseguir contactos locales.[related_articles]

Varios niños se acercaron a pedir dinero a la mesa en la cual Ahmad tomaba té con IPS en una ciudad de la frontera turca. “Deberías trabajar, incluso si eso significa vender paquetes de pañuelos de papel por la calle”, le respondió a una niña.

“Tienen que aprender a trabajar y no solo a pedir. Los turcos se empiezan a enojar porque estamos aquí”, sostuvo.

Más de 200.000 sirios viven fuera de los campamentos en Gaziantep y los precios de los alquileres se triplicaron desde que comenzaron a llegar los refugiados. A mediados de agosto estallaron protestas contra los extranjeros, que padecen cada vez más actos de violencia.

Mientras tanto, se realizan gestiones para recaudar fondos para la construcción de escuelas en Siria que serían prácticamente búnkeres, ya que el régimen de Assad sigue atacando a los centros de enseñanza y las instalaciones médicas.

En la rebelde Alepo, IPS se quedó con una familia siria durante varios días en agosto, mientras continuaba la ofensiva aérea del gobierno con bombas de barril y crecía el peligro de un inminente cerco de las fuerzas de Al Assad o de la conquista de la ciudad por el extremista Estado Islámico.

Un francotirador hirió recientemente en el brazo a la mayor de las cuatro hijas de la familia, de apenas ocho años, mientras cruzaba la calle para asistir a la escuela, una de las pocas que aún funcionan.

Aunque la lesión está sanando, a la niña le quedará una fea cicatriz.

Cuando las bombas caían por la noche los ocupantes de la habitación se movían inquietos, mientras la niña de ocho años yacía despierta, mirando a la oscuridad, completamente inmóvil.

Sin embargo, su padre aseguraba que la familia no se iría, pasara lo que pasara.

Editado por Phil Harris / Traducido por Álvaro Queiruga

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