Nangnyi Foung se dirige al secarropas, retira otro par de pantalones y lo coloca sobre la tabla de planchar. “Todavía tengo varios lavados más que hacer”, dice cuando el reloj señala las 21:00 y hace ya 14 horas que está trabajando.
Desde las 07:00 de la mañana está en pie en este lavadero ubicado en la norteña ciudad tailandesa de Chiang Mai. Esperaba haber terminado cuando llegaron dos clientes más.
No está en condiciones de rechazar a ninguno. “Necesito el dinero. Mi familia necesita que yo trabaje”, explica a IPS, mientras su voz tiene un dejo de desesperación al poner otra carga en el lavarropas.
A la entrada de este local hay seis máquinas de lavar. Los peldaños de una escalera conducen a la vivienda de Nangnyi Foung, a la que baja a altas horas de la noche solo para caer rendida antes de levantarse y volver a empezar.
Oriunda del estado de Shan, en la vecina Birmania, Nangnyi Foung llegó a Bangkok sumida en deudas.
Huyendo de la violencia persistente en su país natal, sacó préstamos y pagó abultadas sumas a intermediarios para que la trasladaran de modo seguro a Tailandia, donde, según había oído, la esperaban oportunidades laborales.
Diez años más tarde, todavía sigue trabajando para saldar sus deudas, levantándose diariamente para cumplir su riguroso turno de 14 horas, lavando, secando y planchando ropa ajena.
Al cabo de siete días de labor ininterrumpida, sus ganancias son de apenas poco más de seis dólares, buena parte de los cuales envía como remesa a su familia en Birmania.
Tomando la plancha a vapor, esta mujer relata a IPS que ahorra dinero durmiendo en el sótano del local. Si también tuviera que pagar alojamiento no podría mandar nada a sus cuatro familiares.
Los birmanos, que representan alrededor de 80 por ciento de los 2,5 millones de inmigrantes que componen la fuerza laboral de Tailandia, ayudan así de modo vital a sus parientes agobiados económicamente.
[related_articles]Birmania es uno de los países más pobres del sudeste asiático, y lucha por recuperarse tras décadas de estancamiento económico.
Actualmente, el salario mínimo en Birmania, equivalente a unos 180 dólares mensuales, alcanza para comprar entre ocho y 10 veces menos productos básicos de consumo diario, como arroz, sal, azúcar y aceite para cocinar, que hace 20 años. Allí, los ciudadanos promedio viven con menos de un dólar al día.
Aunque Birmania es el mayor exportador mundial de teca, jade, perlas, rubíes y zafiros, y tiene lucrativas industrias extractivas como la minera y la maderera, además de la generación de electricidad, muy poca de la riqueza natural del país llega a las masas. Aproximadamente 32 por ciento de la población vive bajo la línea de pobreza, y el desempleo es de 5,4 por ciento.
Según un estudio de 2006 sobre los trabajadores emigrantes de Birmania realizado por el Centro de Investigaciones Asiáticas para las Migraciones, más de dos tercios de los 600 consultados admitieron estar desempleados antes de emigrar a Tailandia.
Remesas sortean obstáculos
Aunque los trabajadores migrantes llenan vacíos cruciales en el mercado laboral tailandés y sus remesas representan cinco por ciento del producto interno bruto de Birmania, ninguno de los dos gobiernos ha intentado facilitar el flujo de dinero entre esas personas y sus familias.
Pese a que existen bancos comerciales o locales oficiales de “Xpress Money” (dinero exprés), la mayoría de los inmigrantes prefieren usar el canal informal de remesas conocido como sistema “hundi”.
Estas transacciones no autorizadas involucran a personas en Tailandia que transmiten los mensajes a miembros de su red en Birmania, quienes luego entregan la suma necesaria a la familia.
Algunos inmigrantes dependen de amigos y otros seres queridos que viajan entre los países vecinos para actuar como conductos, eludiendo así las costosas transferencias bancarias.
“No se puede confiar en los bancos, que además requieren un permiso de trabajo, una carta de recomendación de nuestro empleador y un pasaporte”, dice Nangnyi Foung. Muy pocos extranjeros tienen acceso a ese tipo de documentación.
Los inmigrantes cuyas familias viven en áreas rurales utilizan los servicios de intermediarios, que entregan el dinero en efectivo en la propia puerta del receptor, facilitándole el trámite.
Según un informe divulgado el 20 de este mes por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, los países asiáticos despacharon unos 60 millones de emigrantes al mundo, y estos “enviaron casi 260.000 millones de dólares a sus familias en 2012. Esto representó 63 por ciento de los flujos mundiales a los países en desarrollo”.
Pero el continente parece mal equipado para hacer frente a la llegada de remesas, que benefician a uno de cada 10 hogares asiáticos.
“Aunque la clara mayoría de la población de la región vive en áreas rurales, 65 por ciento de los lugares de pago están en áreas urbanas”, señala el informe. En la mayoría de los países asiáticos, solo los bancos están autorizados a realizar transacciones de divisas, dificultando que las comunidades rurales pobres accedan a fondos que proceden del exterior.
El estudio enfatiza la urgente necesidad de brindar “más opciones” a las familias receptoras de remesas para garantizarse y gastar este dinero, especialmente dado que nueve países asiáticos reciben actualmente envíos que “exceden 10 por ciento del producto interno bruto”.
El reporte tiene implicaciones políticas particularmente vitales para Asia sudoriental, donde 13 millones de migrantes actualmente viven y trabajan en el exterior. Tailandia se ha vuelto una “importadora neta” de mano de obra migrante, atrayendo a más del doble de la cantidad de migrantes para trabajar en su economía en expansión que lo que envía fuera de fronteras.
Mujeres resignan sus derechos laborales
Las mujeres constituyen casi 49 por ciento de los 214 millones de trabajadores migrantes en el mundo y son responsables de la mayor parte de las remesas que fluyen.
Muy conscientes de las necesidades de sus familias, como alimentación, vivienda, educación para hijos y hermanos menores, así como atención a la salud, a menudo las mujeres soportan condiciones extremas para enviar dinero a sus hogares.
El poblado de Mae Sot, ubicado en la frontera entre Tailandia y Birmania, alberga a la mayor cantidad de trabajadoras migrantes tailandesas, que trabajan más de 15 horas diarias en fábricas de vestimenta. Se estima que en 2012 este sector facturó 6.300 millones de dólares, mientras que las obreras que mantienen a la industria en funcionamiento ganaron entre 66 y 100 dólares por mes.
Kyoko Kusakabe, profesora adjunta de género y desarrollo en el Instituto Asiático de Tecnología y coautora de “La fuerza laboral oculta de Tailandia”, dijo a IPS que la mayoría de las inmigrantes en Mae Sot “evitan las huelgas y pierden sus derechos” en pro de mantener sus empleos.
Según ella, esto es parte de una cultura que obliga a las mujeres a ser “responsables” desde edades muy tempranas, mientras sus pares del sexo opuesto tienen pocas obligaciones.
Para Kusakabe, esta cultura se refleja en los patrones de las remesas: cuando la economía está en auge, los envíos de dinero que hacen los hombres aumentan, volviendo a caer cuando la economía está en crisis. En cambio, las remesas de las mujeres se mantienen estables independientemente del clima económico general, lo que sugiere que ellas ahorran más y postergan sus propias necesidades en épocas de austeridad económica, a fin de preservar el sustento de sus familias.
La investigación de Kusakabe concluyó que aunque las mujeres no cobren sus salarios o pierdan sus empleos, piden prestado dinero para enviarlo a sus hogares, temerosas de que sus hijos o sus padres pasen hambre sin su apoyo financiero.