Paraguay: El trasfondo de la destitución del presidente Lugo

Cuando el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido el 22 de junio con una maniobra relámpago del Senado, el hemisferio quedó conmocionado, varios gobiernos de la región dijeron que había sido un “golpe parlamentario” y se negaron a reconocer como nuevo titular del poder ejecutivo al vicepresidente Federico Franco.

Jennifer McCoy
Jennifer McCoy

El episodio ejemplifica el actual dilema de las democracias de América Latina: en este siglo varios presidentes fueron depuestos por medios aparentemente democráticos como protestas sociales, enjuiciamientos parlamentarios o sentencias de la Suprema Corte, en lugar de los antiguos golpes militares. Estos conflictos constitucionales entre diferentes ramas del Estado y entre gobiernos legalmente elegidos y sus ciudadanos representan en cierto sentido un progreso democrático. Pero al mismo tiempo reflejan la permanente lucha de los pobres urbanos y rurales para compartir el poder con la élite dominante y el uso de mecanismos legales formales para imponer una visión política sobre la otra.

En el caso paraguayo, después de 60 años de gobierno de un partido político (35 de los cuales por un dictador), en 2008 los ciudadanos eligieron un sacerdote independiente sin un partido fuerte o un movimiento social que lo respaldara. Sus propuestas para reformar una muy desigual distribución de la tierra, de la que una fracción de la población posee el 80 por ciento, fueron bloqueadas por un parlamento controlado por dos partidos políticos que representan los intereses de las élites terratenientes.

En un choque entre policías y campesinos ocupantes de tierras se produjeron varias trágicas muertes de ambas partes. Mientras que en otros países, en caso de similares conflictos por los recursos naturales -su distribución, los proyectos mineros, el fracaso en proteger el ambiente- los cuestionados podrían ser el jefe de policía o el ministro del interior, en Paraguay los partidos tradicionales apuntaron más alto y, derrocaron a Lugo mediante mediante un juicio parlamentario. Lugo tuvo menos de 24 horas para preparar su defensa y fue destituido en sólo dos horas de sesión del Senado. La Organización de Estados Americanos (OEA) y muchos gobiernos de países vecinos cuestionaron el modo en el que se procesó a Lugo sin darle un tiempo razonable para defenderse y se niegan a reconocer al nuevo gobierno.

El uso de mecanismos constitucionales para llevar a cabo luchas por el poder político es ciertamente un avance sobre el uso de la fuerza. Pero cuando los procesos constitucionales se cumplen de modo dudoso no hacen sino dañar la credibilidad de la democracia en toda la región.

Semejantes procesos de destitución han sido utilizados en Latinoamérica en las últimas dos décadas para remover de sus cargos a presidentes impopulares. En 1993, la oposición de amplios sectores a la política neoliberal de austeridad del presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, que se extendió a su propio partido, impuso su destitución por vía parlamentaria. En Ecuador, tres presidentes impopulares por sus políticas económicas fueron removidos de sus cargos con cuestionables juicios políticos: Abdala Bucaram en 1997, acusado de “incompetencia mental” aunque nunca se le hizo un examen psiquiátrico; Jamil Mahuad en 2000, bajo la acusación de “abandono del cargo” después de haber sido sacado físicamente de sus oficinas por una junta civil-militar, y Lucio Gutiérrez en 2005, con acusaciones similares de abandono del cargo aunque estaba en el propio palacio presidencial. En 2009, el Congreso destituyó al presidente de Honduras Manuel Zelaya después de haber sido expulsado del país por militares que actuaban bajo una orden secreta de la Suprema Corte.

Subyacentes en muchos de los conflictos constitucionales en América Latina están los desacuerdos fundamentales sobre cómo ­y si es necesario- lograr una más equitativa distribución de los recursos nacionales mientras se promueve el crecimiento económico.

En Paraguay, como en Honduras, hubo muy pocos cambios en la muy injusta distribución de la tierra durante más de dos décadas de democracia. Cuando los pobres urbanos y rurales comenzaron a hacer valer sus votos y a protestar en reclamo de cambios y ganaron un paladín en la presidencia, era inevitable que se produjeran problemas.

Los conflictos se enmarañaron con contiendas legales entre los poderes del Estado. que utilizaron sus prerrogativas constitucionales para defender los intereses que representaban. Mientras los intereses de la élite dominante ganaron la batalla constitucional en Paraguay y Honduras y destituyeron a los presidentes que abogaban en favor de los pobres, en otros casos grupos indígenas y sociales pudieron derrotar a líderes con políticas económicas conservadoras, como en los varios casos de destituciones en Ecuador y Bolivia.

Hasta que las sociedades latinoamericanas no sean capaces de reformular el pacto social fundamental a través de reformas fiscales y consensos sobre las políticas de redistribución y crecimiento, para reducir las desigualdades económicas en esta región, considerada la más injusta del mondo, los países continuarán sufriendo volatilidad política incluso en estos tiempos de democracia constitucional. (FIN/COPYRIGHT IPS)

* Jennifer McCoy dirige el Programa de las Américas del Carter Center y es profesora de ciencias políticas en la Universidad del Estado de Georgia.

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