EL SALVADOR: Bosques energéticos, arte femenino de reforestar

María Elena Muñoz deshierba afanosamente un claro del bosque y procede luego a cavar varios hoyos, donde ella y otro medio centenar de mujeres siembran plantas de plátano, que alimentarán a las familias de este municipio de El Salvador donde manda la pobreza.

El grupo protagoniza un esfuerzo agroecológico que combina dos objetivos: afianzar la soberanía alimentaria, en riesgo en las comunidades rurales de San Julián, y fomentar el desarrollo de bosques energéticos, que provean energía sustentable a las familias de la zona y ayuden a mitigar el impacto del cambio climático.

«El bosque es de todos, y de aquí sacamos frutas y leña para cocinar», dijo Muñoz a IPS. Esta mujer de 42 años es presidenta de la Asociación de Comunidades para el Desarrollo del cantón (distrito municipal) Los Lagartos, del municipio de San Julián, con unos 19.000 habitantes y situado en el occidental departamento de Sonsonate.

A estas comunidades, las alteraciones climáticas les golpean año tras año, sobre todo en la agricultura, explicó Mercy Palacios, de la no gubernamental Unidad Ecológica Salvadoreña (Unes).

«Durante la sequía, les quema todo, y durante la época de lluvias, les inunda todo», detalló, durante la jornada que IPS acompaño las actividades de las mujeres en el bosque cantonal.
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En las comunidades del área predomina la agricultura de subsistencia. Cultivan maíz y frijol en laderas poco fértiles, y las cosechas merman cada vez más a causa de los fenómenos climáticos.

El Salvador y América Central en general sufren constantemente el embate de lluvias extremas en invierno (estación húmeda), que casi siempre dejan a su paso una estela de dolor y destrucción. En octubre, por ejemplo, las lluvias causaron en este país 43 muertos e inundaron 10 por ciento del territorio.

Reconstruir lo dañado por las tormentas que azotaron entonces a la región centroamericana costará 4.200 millones de dólares, estima la Comisión Económica para América Latina y el Caribe.

«Estamos padeciendo de climas extremos, algo nuevo a lo que debemos adaptarnos», dijo Palacios.

«Hay familias muy pobres que están subsistiendo con lo que sacan del bosque. Por ejemplo, las mandarinas las venden en el pueblo y así obtienen la ‘cora’ (moneda de 25 centavos de dólar) para la tortillas (laminas redondas de harina de maíz) o para darle al niño que va a la escuela», narró Elsy Álvarez, de 37 años y madre de dos hijos.

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Crédito: Claudia Ávalos /IPS

Cansadas de ver cómo las cosechas familiares se perdían, las mujeres de Los Lagartos decidieron hacer algo para asegurar su soberanía alimentaria, y agregaron el componente de bosques energéticos.

La idea del proyecto les llegó de especialistas ambientales de la Unes que trabajaban en la zona, quienes establecieron una «agroescuela» para enseñar los conceptos básicos de la agroecología. Y pronto la hicieron suya y la han hecho crecer, sin financiamiento.

El proyecto de soberanía alimentaria abarca también otra decena de los nueve cantones y 30 caseríos del municipio de San Julián, situado a unos 60 kilómetros al oeste de San Salvador y cuyo nombre ancestral es Cacaluta, que en lengua náhuat significa «ciudad de los cuervos».

Beneficia a unas 50 familias, unas 300 personas, y el componente de bosques energéticos se concentra por ahora en Los Lagartos, pero va a ser expandido a otras comunidades participantes.

En Los Lagartos, de unos 5.000 habitantes, las mujeres trabajan los huertos familiares, donde cultivan legumbres y vegetales con abono orgánico producido por ellas mismas. También lo utilizan en sus sembradíos de maíz y frijol, fundamentales en la dieta salvadoreña, y en los árboles frutales del bosque.

Ese abono, que no contamina el suelo porque no contiene agroquímicos, es también parte importante del esfuerzo por cambiar los patrones de siembra y favorecer con ellos al ambiente. Piensan comercializarlo en el futuro y obtener ingresos económicos para el proyecto.

El bosque no llega a una hectárea, pero las mujeres de Los Lagartos le tienen especial aprecio, porque lograron reconquistarlo y desarrollarlo, después de que hace 10 años un ingenio azucarero lo arrasó ante sus ojos para sembrar caña de azúcar.

«Por 10 años hemos venido luchando por este bosque», dijo Muñoz, casada y con cuatro hijos. Cuando ella y las demás vieron que lo estaban talando, lo denunciaron ante las autoridades y lograron salvar una mínima porción, pero ya el daño estaba hecho.

Entonces comenzaron a reforestar el bosque. Sembraron especies frutales como aguacate, mango y nance. Este año comenzaron a sembrar plátano (banano para cocinar) y árboles maderables como el conacaste.

«Ahora no dejamos que nadie tale nuestro bosque. Nosotros lo aprovechamos, pero solo las ramas secas y (los restos) de la poda», explicó Álvarez, en un descanso de la jornada de siembra.

En efecto, el concepto de bosques energéticos aplicado en estas comunidades no se basa en sembrar árboles para talarlos después, sino en hacer un uso sustentable de los árboles que se tienen, utilizando solo las ramas secas como leña.

«El árbol tiene una vida útil, y se le puede desramar para utilizar las ramas como leña, pero manteniendo su capacidad para poder regenerarse», explicó Palacios. En Salvador, alrededor de 400.000 familias utilizan leña para cocinar, según cifras oficiales. Eso equivale a 25 por ciento de sus 6,1 millones de habitantes.

El 10 por ciento más pobre de los hogares salvadoreños gasta más en leña (tres por ciento de su presupuesto) que en electricidad, de acuerdo con un informe de 2010 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

El uso de leña representa un costo económico importante para estas familias pobres, y tener un bosque de donde proveerse es un alivio para el presupuesto familiar.

«El consumo de leña no solo representa un gasto importante en su presupuesto, sino que además muchos hogares dedican una fracción significativa de su tiempo a su recolección», sostiene el Informe sobre Desarrollo Humano El Salvador 2010.

En El Salvador, 36,5 por ciento de la población vive en pobreza, de ella 11,2 por ciento en pobreza extrema, según cifras oficiales de 2010. En el área rural, esa pobreza promedio sube a 43,2 por ciento y de ella, 15,1 por ciento es extrema.

Luis González, ambientalista de la Unes, señaló que el proyecto de Los Lagartos se engloba dentro del concepto de justicia climática, según el cual, no todas las regiones del mundo, ni todos los grupos poblacionales dentro de esas regiones o países, están siendo afectados de la misma manera por los efectos del calentamiento global.

«Hay sectores más vulnerables que otros, y diversos estudios nos dicen que las mujeres están entre esos grupos más afectados», detalló. Por ejemplo, agregó, cuando la sequía deja sin agua un manantial, las mujeres sufren el estrés de buscar una nueva fuente, siempre más lejos de su hogar.

El enfoque de género debe estar presente en este tipo de proyectos ambientales para darle un rol más decisivo a las mujeres que hoy por hoy son las que, en esta zona del país, están llevando la batuta en el esfuerzo por adaptarse y mitigar los efectos del cambio climático, explicó Ima Guirola, del colectivo feminista Cemujer.

«Lo importante es saber si las mujeres se están apropiando de herramientas tecnológicas y del conocimiento científico en el tema medioambiental, y si ellas participan en las decisiones relativas al proyecto», dijo a IPS.

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