LA RESISTENCIA MONÁRQUICA

La mediática boda de William y Kate ha evidenciado las peculiaridades de la monarquía y sus especiales características en el Reino Unido. La “institución” (plenamente identificada en el entramado jurídico) monárquica constitucional de ahora resiste en un puñado de países europeos nada desdeñables: Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Reino Unido y España. Además, monárquicos son también los principados de Liechtenstein, Mónaco y Andorra (en realidad una diarquía, ejercida curiosamente por el presidente francés y el obispo de la vecina catalana Seo d’Urgell), y el ducado de Luxemburgo. Pero solamente en unas señas fundamentales (hereditarias, detentadoras de la jefatura del Estado) se asemejan a sus reales ancestros.

En la actualidad es un ente sujeto al orden constitucional como todas las demás unidades del Estado moderno. La soberanía es una propiedad del pueblo. Representado por un parlamento de diversa configuración y un gobierno, ejerce el poder popular. Desde la desaparición del “Estado soy yo”, el monarca europeo ya no gobierna, sino que simplemente “reina”.

En otros continentes se detectan variedades que solamente tienen en común con la monarquía europea actual el que son generalmente hereditarias y tienen el monopolio de la jefatura del Estado. En contraste con un presidente no ejecutivo de república europea, no deben su puesto a las elecciones. También las monarquías del Levante, Africa y Asia se diferencian de las europeas en que efectivamente gobiernan con puño duro, además de reinar. Esta cualidad es ahora cuestionada en Marruecos, Jordania y las monarquías arábigas. Su autoritario paternalismo, gracias a la distribución de parte de la riqueza petrolera, puede convertirse en su peor enemigo.

El aspecto más atrayente de las monarquías parlamentarias europeas es su supervivencia tras dos siglos de oleadas sucesivas de experimentos republicanos. Han alternado con regímenes totalitarios y han colaborado con dictaduras de diverso género. ¿Por qué todavía existen, huérfanas de poder real?

La explicación reside en que en su lenta transformación han reciclado una seña del poder político: el llamado “poder blando”. Esta feliz etiqueta debida al politólogo de Harvard Joseph Nye, ha sido reclamada como base de la influencia de ciertos países y organizaciones desprovistas del impresionante poder ejecutivo de orden militar, económico o territorial. Ese poder blando se traduce en simbolismo efectivo, detectado por el pueblo, y generalmente respetado por el poder “duro”.

La peculiaridad de la monarquía británica y la fascinación en numerosos países (especialmente en Estados Unidos) se debe a la supervivencia del prestigio y la influencia del sistema político británico, como modelo de civilidad y efectividad. Pero la clave, no solamente en Gran Bretaña, es la necesidad de aferrarse a íconos propios y tradiciones familiares con que protegerse de la fuerza bruta y desnacionalizadora de la globalización. En un mar de libre comercio desenfrenado, inmigración descontrolada, y multilingüismo babélico, la institución que emana de Buckingham es una tabla de salvación a la que el pueblo británico se aferra con desesperación.

Eso explica el perdón británico, generoso y desmesurado. También resulta admirable la longevidad de la reina Isabel, que no se entiende como no ha fallecido de ataque de corazón por las travesuras de sus hijos, congéneres y “partners”. En el lustro siguiente al annus horribilis de 1992, sus tres hijos casados se divorciaron y el castillo de Windsor sufrió un incendio. De ahí que entusiásticamente los británicos le quieran dar una segunda oportunidad a la monarquía. Se siente una nostalgia por la mística del experimento de Carlos y Diana. Se quiere borrar la pesadilla continua de la conducta de la familia: infidelidad, corrupción, ligereza. Se da un paso más en la eliminación de la endogamia que antaño carcomía las monarquías europeas. De Diana a Camila y Kate se ha reforzado el toque plebeyo aplicado a los complejos miembros del clan Windsor.

Queda pendiente en esta nueva página de la realeza británica el dilema de la reforma del sistema sucesorio que prima a los hijos varones. Aunque ya está en la agenda del gobierno, se complica porque tal cambio debiera de ser ratificado constitucionalmente por cada uno de los países de la Commonwealth, de los que la Reina es también jefe de Estado.

Otro asunto más urgente y polémico es el de una sucesión directa a William, alternativa que solamente puede ser efectiva por una decisión de su madre, el reinado por un día de Charles (y su renuncia ulterior), o su muerte. Nada extraña que se prefiera dejarlo, por el momento, en manos de la providencia. Más grave es el asunto de la identidad religiosa del monarca que debe ser mandatoriamente de la Iglesia Anglicana. La conversión al catolicismo haría perder el trono. Esta discriminación va en contra explícitamente de la legislación de la Unión Europea.

¿Tiene futuro la monárquica británica? Depende de ellos. De momento las estadísticas y los sondeos les son favorables: 75% de los británicos se declaran por la continuidad. Por otra parte, al menos el protocolo sirve de algo: para recordar normas básicas de urbanidad. Tan olvidadas hoy, sencillamente codifican elementales códigos de atuendo, asistencia puntual, conceder prioridad a la edad, gentileza con las damas y respeto por los mayores, cuidado en el lenguaje al dar las gracias, y usar palabras casi desaparecidas como “señor” o “señora”. Es algo. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).

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