Existe un consenso generalizado de que algo sucede en Cuba. El cambio no es tanto como algunos esperarían. Es menor de lo que muchos exigen, Pero es mayor de lo que parecía era la norma en los últimos meses y sobre todo desde el anuncio de la enfermedad de Fidel Castro y el efectivo abandono de su poder jurídico en febrero del 2008, aunque no el de influencia y presión. Se han acumulado ahora demasiados detalles novedosos para que el conjunto del panorama cubano pase desapercibido.
En primer lugar, hay que destacar el ciertamente estelar papel de la Iglesia, antes relegada a un segundo término, denostada por el exilio por su silencio ante el régimen. En segundo lugar, hay que constatar la espectacularidad (por su volumen y celeridad) de la excarcelación (destierro, amnistía, liberación, exilio, o como se le quiera llamar) de un número importante de presos condenados por delitos que en otros países son calificados justamente como políticos. En tercer lugar, ahora se une al panorama lo que puede parecer como un nuevo capítulo de las reapariciones cíclicas de Fidel Castro, como contraparte del ambivalente protagonismo de su hermano. Pero esta vez ha querido mandar un mensaje no solamente por la frecuencia de intervenciones en pocos días, coincidiendo (¿casualmente?) con la salida de los presos, y culminando con vestir de nuevo una parte del uniforme militar en la conmemoración del ataque el cuartel Moncada.
Pero en este panorama se insertan también temas recurrentes y pautas con perfil de estereotipo. En primer término, hay que destacar la propia naturaleza de la excarcelación de prisioneros de conciencia, acontecimiento que no es nada nuevo. Sucedió a raíz del llamado diálogo entre el sector moderado del exilio en los 70, siguió como resultado de acuerdos con el presidente norteamericano Jimmy Carter a fines de la década y culminó como consecuencia de las visitas del Papa en 1998 y del propio Carter en 2002. En todos estos capítulos, el régimen tarde o temprano equilibraba la estrategia de represión con el arresto y condena de otros contingentes de opositores. El más reciente es precisamente el que está siendo objeto de liberación condicionada al transterramiento.
Una segunda dimensión a tener en cuenta es el papel del gobierno español en acompañar la mediación de la Iglesia, una novedad en lo que atañe a las relaciones del régimen cubano con el interior y el exterior simultáneamente. Por otro lado, se constata la insistencia con que el ministro Miguel Angel Moratinos ha demandado públicamente y con gran riesgo político el levantamiento de la Posición Común de la Unión Europea (PC), orientada a promover la transición hacía la democracia y el respeto por los derechos humanos.
De no lograrlo, pasaría de ser uno de los ganadores claros de la trama a convertirse en un perdedor nato.
Más que explicaciones de corte realista (que las hay), en la relación hispanocubana conviene recordar que los gobiernos cubano y español (en cualquier época y con cualquier tipo de régimen) han seguido el paso dictado por la España real y la Cuba real. La Cuba oficial y la España oficial no han tenido más remedio que seguir el camino de la emigración española hacia Cuba después del desastre de 1898. Más se perdió en Cuba revolotea sobre las conciencias y acontecimientos. El acuerdo tácito de ambas partes ha sido el de mantener la relación a toda costa. Ya lo dijo Franco: con Cuba, cualquier cosa, excepto romper. No es esto fácil de entender en Praga o Varsovia.
En el mismo terreno de la repetición carente de novedad se sitúa la implacable táctica del gobierno cubano en demandar el levantamiento de la PC, sobretodo cuando la exigencia se basa en su equiparación al embargo de Estados Unidos. Mientras la política de Estados Unidos ha perseguido el objetivo exclusivo de la terminación del sistema castrista, la PC no es simplemente más que la expresión de unos buenos deseos. Pero ni es una verdadera posición ni es común.
En primer lugar esta decisión de la EU se produjo en noviembre de 1996, inserta en el complejo escenario compuesto por el derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate el 23 de febrero, la consiguiente aprobación de la ley Helms-Burton (codificación del embargo) en marzo, y el cambio de gobierno en España el mismo mes, con la explicable ansia de protagonismo de José María Aznar para marcar distancias con su predecesor Felipe González.
Pero la PC no se propuso nada más allá de prometer la colaboración completa de la UE en materias de ayuda al desarrollo, sin tocar (no lo podía hacer jurídicamente) las múltiples dimensiones de la política exterior en materias económicas, estratégicas o de inversiones. Si la PC tuvo en algún momento un espíritu, éste fue violado sistemáticamente por todos sus Estados Miembros, encabezados por España, tanto por gobiernos conservadores como socialistas. De ahí que las reclamaciones del gobierno cubano en que la PC daña sus intereses no tienen base alguna. La PC solamente sirve como excusa al régimen cubano para ocultar sus carencias, al igual que el resultado político más obvio del embargo norteamericano, señalado como culpable exclusivo del desastre económico de Cuba, y por lo tanto sirviendo de hoja de parra para el político.
Por lo tanto, además de esperar a ver si Fidel vuelve a lucir los uniformes deportivos, se impone una doble movida de ficha (famosa invención de Aznar) que deje en offside al gobierno cubano. Por un lado, se impone la nada difícil terminación de la PC. Por otro, resulta recomendable, pero al mismo tiempo sujeta a la inercia, pero no imposible, la gradual e inteligente reforma de la política de Estados Unidos como señal inequívoca del fin del embargo y su dudosa eficacia. (FIN/COYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu ).