El domingo 9 de mayo la Unión Europea (UE) cumple 60 años. Hace unas décadas, ser sexagenario representaba haber cruzado el umbral de la vejez. Hoy es simplemente la entrada en un tercer acto de la vida, profesional y personal, en la que uno no se puede permitir el lujo de hacer el ridículo y comportarse como un adolescente o un arrogante cuarentón. A los 60, hay que ser ya serios y responsables. La UE debe estar a la altura del cumpleaños.
El 9 de mayo de 1950, Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores de Francia, sorprendió a los periodistas que se habían congregado en el Salon del lHorloge del Quai dOrsay con un anuncio que solamente algunos intuyeron como revolucionario. Schuman, leyendo con precisión el guión de Jean Monnet, se comprometió a poner las industrias del carbón y del acero en manos de una institución independiente. Así invitaba a Alemania a aceptar el reto, al tiempo que extendía la oferta al resto de los países europeos, que apenas salían de la pesadilla y autodestrucción de la Segunda Guerra Mundial.
El resultado de esa insólita propuesta fue la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), fundada en 1951, predecesora de la Comunidad Económica Europea (CE) y que junto con la Comunidad Europea de Energía Atómica (EUROATOM) formó el germen de la definitiva Comunidad Europea (CE), puesta en marcha por el Tratado de Roma de 1957. Por el Tratado de Maastricht de 1992 el modesto ente original se transformó en la Unión Europea actual, con 27 miembros, una vez que desde 2004 ha incorporado una decena de países durante décadas bajo la influencia soviética.
Pero la UE, al cumplir 60 años, está aparentemente en crisis, a pesar de que recientemente ha aprobado el Tratado de Lisboa, diseñado para dar mayor flexibilidad a sus instituciones y reforzar su acción exterior, mediante la creación de una presidencia estable y un cargo semejante al de ministro de Asuntos Exteriores. Esta reforma ha coincidido con una de las más graves crisis económicas del continente, que amenaza con afectar el tejido social europeo, con graves consecuencias para su estructura política. Entre los culpables que la crisis ha detectado se halla el euro, la moneda común compartida ya por 16 países de la llamada eurozona, mientras otros anhelan adherirse y una minoría todavía se resiste. La realidad es que por primera vez en la reciente historia mundial, una moneda se ha convertido en una alternativa al dólar para las transacciones financieras y como unidad de depósito. El euro es uno de los símbolos políticos más palpables de la integración europea.
El euro ha sido señalado como el chivo expiatorio de casi todos los errores, reales e imaginados, que han desembocado en unos niveles de desempleo escandalosos, unas cifras de déficit estatal que se antojan como indigestibles, y una deuda insostenible. El euro tiene la culpa, ya que con su adopción los países se automutilaron, enterrando sus liras, marcos y francos (además de otras monedas sin apenas valor). Es el obstáculo legal que no permite a los gobiernos maniobrar como en los viejos tiempos mediante tácticas de avestruz como la impresión de billetes adicionales o la devaluación de las monedas. Pero la desintegración de la eurozona significaría un golpe de muerte a la UE.
La crisis que ataca la médula del proceso de integración tiene otras causas que no son menos importantes que los propios errores (y los fraudes) financieros. La primera es la carencia del liderazgo fundacional. El actual está a años luz del que cimentó en 1950 y 1957 el nacimiento de la integración europea. La indecisión de los dirigentes de hoy y la caída en peligrosas tentaciones populistas son el freno para hallar el remedio. Se mira hacia el electorado, fascinado por soluciones a corto plazo ante síntomas tan graves como los de los años 20, que llevaron al holocausto generalizado. Los egoísmos nacionalistas han sustituido la solidaridad y la cohesión interna que se propusieron eliminar las diferencias regionales. La prueba es la ambivalencia tardía ante el desastre presupuestario griego y los que se vienen encima en otros países del sur de Europa e Irlanda.
Lo curioso es que la causa principal es precisamente el morir de éxito. La UE ha cumplido con su misión fundamental: hacer de la guerra algo impensable, y materialmente imposible, según reza el propio documento de Schuman y Monnet, conocido como la Declaración de Interdependencia. Las nuevas generaciones son incapaces de apreciar ese logro.
Lo paradójico es que la UE se ha convertido en punto de referencia mundial para cualquier experimento de integración regional. Ante las críticas hacia sus problemas, se puede adaptar la definición ingeniosa de la democracia atribuida a Winston Churchill: la Unión Europea es el peor ejemplo de integración regional si se descuentan todos los demás. Mientras no se demuestre lo contrario, no hay otra alternativa. (FIN/COPYRIGHT IPS)
Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami
jroy@Miami.edu