EL IMPACTO NEGATIVO DE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN

Las reformas de la Unión Europea (UE) no fueron suficientes para ingerir una invasión de una docena de países con la ampliación de 2004. La entrada de los anteriormente llamados “neutrales” (Finlandia, Austria, Suecia, en 1995) se saldó con un éxito notable, debido al alto nivel de desarrollo de los nuevos inquilinos. Una Europa de quince miembros era perfectamente manejable.

Los anteriormente incorporados de la Europa del sur (Portugal, Grecia y especialmente España) habían hecho progresos enormes y con el tiempo se acercarían a los baremos generales de la UE. Pero los recursos de la propia UE (fondos de cohesión) serían insuficientes para encajar el golpe de la incorporación de unos estados con carencias espectaculares.

Los niveles de deterioro medio-ambiental y la imposibilidad de absorber una fuerza laboral liberada por el derrumbe de la economía centralizada presentaban un reto impresionante. Todo se confabulaba para dificultar un suave aterrizaje en una supuesta idílica Europa, y a cuyas puertas demandaban entrada rápida y sin apenas condiciones, expuestas en los criterios de Copenhagen (1993). Las condiciones de ingreso se fijaron: ser europeos, tener un sistema democrático, y adoptar la economía liberal.

Las energías de la UE se distrajeron con la desintegración de la artificial Yugoslavia. El estallido de la guerras fraticidas y las limpiezas étnicas dejó como único saldo positivo el ingreso de Eslovenia, una especie de "prenda" que se mostraba en plena plaza central como prueba de que la esperanza seguía abierta al resto de los países desde Croacia hasta Macedonia, mientras se comportaran adecuadamente.

La ampliación impactaría continentes que hasta entonces habían dependido en gran medida de las dádivas europeas en planes y programas como los Lomé concedidos a los países de Africa, el Pacífico y el Caribe (ACP).

Aunque no atribuible exclusivamente al impacto de la inminente ampliación, lo cierto es que el entusiasmo por una cohesión mediterránea se difuminó desde que en 1995 se pusiera a andar el “proceso de Barcelona”, que actualmente se tiene la intención de ser resucitado por medio de la recién fundada “Unión para el Mediterráneo”. Entre la ralentización de la antigua Yugoslavia y la presión mediterránea, la atención hacia el Oriente Medio sufrió notables daños. Los platos rotos los pagó Turquía, eterno candidato, cuya candidatura fue postergada todavía más con el insólito ingreso de Chipre en la UE, con la mitad de su territorio ocupado por las fuerzas turcas. Las reticencias internas de Ankara con respecto a legislación controvertida, costumbres cuestionables según la visión europea, y la desafortunada presión de Estados Unidos para la incorporación de Turquía a la UE, se unieron a la evidencia del veto griego y chipriota.

Aunque el presupuesto de ayuda se mantuvo, el impacto de la ampliación se notó en las relaciones con América Latina. La insistencia de la UE en que los esquemas de integración subregional (Mercosur, Comunidad Andina, Centroamérica, Caricom) se completaran, o por lo menos ofrecieran una evidencia de claras uniones aduaneras, chocó con las reticencias internas de Latinoamérica y el Caribe, cuyo liderazgo teme una pérdida de soberanía. Ante la indiferencia de los nuevos socios, Bruselas comenzó a negociar con países individuales, en la senda de los tratos con Chile y México.

Mientras tanto, la UE se dividió en dos bandos a causa de los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2010. Aunque el apoyo inicial europeo a Washington fue sin fisuras (“Todos somos americanos”, dijo Le Monde), la lamentable estrategia de la aventura de Iraq fue rechazada por Francia y Alemania, mientras España (Aznar) y Reino Unido (Blair) apoyaban a Bush en el Consejo de Seguridad. Numerosos nuevos miembros de la UE reforzaron las filas de la “nueva Europa” de Donald Rumsfeld, con tropas y apoyo moral. No era la mejor manera de firmar la solicitud de ingreso.

En vista de las dificultades de la ampliación, la UE procedió con elegancia a adoptar medidas de urgencia con la aprobación de los tratados de Amsterdam (1997, efectivo en 1999), que aclaró ciertas dimensiones pendientes de Maastricht de actuación exterior, y de Niza (2001), que preparó la distribución de los escaños en el Parlamento y el voto ponderado en el Consejo. A renglón seguido, la UE procedió a la redacción del proyecto constitucional. La realidad puso en evidencia la desmesurada ambición de lo que era, simplemente, un nuevo tratado, que si superaba en importancia a Maastricht y Roma, no dejaba de ser reformista de la esencia. Al contemplar cómo los electorados francés (insólitamente, el fundador por antonomasia de la UE) y holandés (el más importante de los pequeños estados) descarrilaban el proyecto, la UE se sumió en una crisis que parecía terminal.

Los nuevos ingresados temían ser engullidos por un ente supranacional, cuando apenas habían salido de una soberanía nacional inexistente. Por otra parte, las reticencias reflejadas en el voto en Francia y Holanda reflejaban una generalizada incomodidad en la “vieja Europa” por la invasión de los “fontaneros polacos”. El rechazo en referéndum hubiera sido repetido en algunos de los estados que tenían pendiente ese ejercicio. De ahí que la UE decidiera poner en hibernación el proyecto y sumirse en un período de reflexión. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).

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