El proceso de desmilitarización iniciado en Honduras hace más de 15 años quedó sepultado en la madrugada del 28 de junio, cuando un centenar de soldados sacaron a balazos de su casa al presidente Manuel Zelaya. Ahora los uniformados no ocultan su interés por ser protagonistas políticos.
Tras romper el silencio y ofrecer declaraciones a cuanto medio de comunicación se les cruza en el camino para "justificar su visión" del derrocamiento de Zelaya, los oficiales del alto mando de las Fuerzas Armadas de Honduras no anduvieron con tapujos para indicar que el país vive "una nueva historia" y que, en las relaciones de poder, ellos son un pilar esencial.
"Si esta mesa fuera el Estado y las patas que la sostienen fueran la expresión del poder, diríamos entonces que aquí están representados el poder político, el poder económico, el poder social y el poder militar", dijo el jefe del ejército, general Miguel Ángel García Padgeth.
De este modo, después de derrocar a Zelaya alegando el cumplimiento de una orden judicial, los jefes militares se ubicaron nuevamente en la fila de enfrente en el escenario de poder.
"Si antes estábamos orgullosos de ocupar un primer lugar de credibilidad dentro de la población, hoy nos sentimos más contentos del respaldo obtenido por la mayoría de la sociedad al hacer que se respetara y cumpliera la Constitución, porque el país iba hacia un modelo político ilegal", insistió García Padgeth.
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Las Fuerzas Armadas, que fueron el poder real en este país en las décadas del 70, 80 y comienzos del 90 cuando los dirigentes políticos tradicionales acudían a los cuarteles para obtener la bendición de las decisiones a tomar, entraron a partir de 1994 en un período de desmilitarización que no fue fácil para la ciudadanía y el país mismo.
El gobierno del hoy fallecido Carlos Roberto Reina (1926-2003), del Partido Liberal, comenzó este camino en su mandato de 1994 a 1998 con la sustitución del servicio militar obligatorio por uno voluntario y educativo, así como el retorno de los uniformados a los cuarteles, todo lo cual le valió desde intimidaciones hasta al menos dos atentados con explosivos, nunca esclarecidos por la justicia.
En el proceso fue decisiva la participación activa de organizaciones defensoras de los derechos humanos y de mujeres, así como de un sector los medios de comunicación y de la empresa privada.
Pero ahora todo indica que las Fuerzas Armadas nuevamente tienen el "derecho a veto" en Honduras. Así lo explicó a IPS el politólogo y catedrático universitario Ernesto Paz, al señalar que el golpe de Estado "no sólo ha lacerado nuestra democracia, sino que ha significado también un grave retroceso en la desmilitarización".
"Ahora ellos nuevamente quieren convertirse en los árbitros políticos del país, volviendo a retomar su función de veto que tanto había costado quitarles", apuntó.
Paz atribuyó esta acción a que "la civilidad y la clase política son uno de los responsables de esa vuelta militar a la escena política, al ser incapaces de manejar la crisis que enfrenta el país, agudizada con la abrupta destitución del presidente Zelaya".
La participación de la cúpula castrense, el martes en Canal 5, el principal canal televisivo del país, es un indicativo de que "debemos reforzar las acciones de lucha para que haya más educación y formación política en las elites de los partidos políticos y en la ciudadanía misma, que no se percata aún que estamos perdiendo 15 años de civilidad", sostuvo.
Los jefes militares, quienes se presentaron en el estudio televisivo en uniforme de combate, indicaron que la destitución de Zelaya fue una "decisión dolorosa", pero que "no había opción".
"O acatábamos la Constitución o cumplíamos una orden ilegal. El ex presidente Zelaya era consciente que nos estaba pidiendo algo ilegal y nosotros tuvimos que cumplir con la ley y salvaguardar la estabilidad en el país", justificó el comandante de la Fuerza Aérea, general Luís Javier Prince.
A su vez, jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, general Romeo Vásquez, negó que la fuerza haya perpetrado un golpe de Estado, al sacar de su casa a Zelaya en la madrugada del 28 de junio en pijamas y a punta de fusil para luego subirlo a un avión militar y depositarlo en Costa Rica.
"Si eso fuera real no se estarían dando los espacios que se dan, hubiéramos impuesto un estado de sitio y habría muchos presos. Pero, ¿quién está gobernando? Los poderes están constituidos y nosotros seguimos en los cuarteles. Lo que hubo fue una sucesión constitucional", señaló.
El golpe de Estado fue justificado por la coalición político-militar que lo perpetró en la pretensión de Zelaya de realizar una consulta popular para saber si la ciudadanía estaba de acuerdo con plebiscitar, junto a las elecciones generales previstas para el 29 de noviembre, la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
En sus alegatos, los militares dijeron que con expulsión de Zelaya del gobierno se frenó un supuesto "plan expansionista" del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, por medio de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de las Américas (ALBA) que lidera y de la cual Honduras es miembro pleno junto a Antigua y Barbuda, Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica, Nicaragua y San Vicente y Granadinas.
"Pero no contaron con que en Honduras los militares y su sociedad se le iban a atravesar a este líder sudamericano", dijo García Padgeth ante cámaras.
Agregó que hace tres años, en una reunión sostenida con sus pares en Washington les habían advertido del "expansionismo" de Chávez y reclamado el por qué Estados Unidos había abandonado a América Latina, como una de sus "puertas traseras".
"Ese lenguaje militar sólo indica que la evolución de la que se ufanan poco o nada ha hecho mella en la institución, y es preciso revisar nuevamente la ley constitutiva de las Fuerzas Armadas y la Constitución misma para quitarles esa discrecionalidad de supra-poder que se les otorga o volveremos a la barbarie y el autoritarismo de antes", advirtió Paz.
El repunte militar a la escena pública tuvo en el depuesto presidente Zelaya un aliado estratégico, quien desde que comenzó su gobierno en 2006 les otorgó facultades propias de los civiles como el manejo temporal de la estatal empresa de energía eléctrica, al tiempo que les dio un protagonismo mediático sin precedentes al hacerse acompañar de ellos en cualquier actividad pública desde conciertos, serenatas, viajes, hasta prácticas de buceo.
También, aumentó considerablemente el presupuesto de defensa y les incorporó a otras funciones propias de civiles como la construcción de una terminal aérea en el aeropuerto de Palmerola, en el central valle de Comayagua, donde se encuentra asentada una base militar estadounidense con unos 700 efectivos.
Según el Foro Social de la Deuda Externa, un organismo no estatal, el gasto de defensa en el país pasó de 47,3 millones de dólares en 2005 a 96,1 millones en 2008.
La socióloga Leticia Salomón, experta en temas cívico militares, ese protagonismo de los militares fue aprovechado por las elites políticas y económicas que les "endulzaron el oído" y colocaron al frente de los medios de comunicación, previo al golpe de Estado, a militares retirados protagonistas de las violaciones de los derechos humanos en los años 80, "incitando a la desobediencia y haciendo llamados a la insubordinación de los militares activos" al poder civil.
La construcción de legitimidad que poco a poco fueron construyendo los militares en más de una década, comenzó a deteriorarse "al verlos en la calle, al lado de la policía, persiguiendo y golpeando ciudadanos hondureños", dijo Salomón a IPS.
Los golpes de Estado perpetrados por los militares a lo largo de la historia en Honduras han estado marcada por la connivencia de sectores políticos vinculados a los históricos partidos Liberal, de centroderecha y de cuya dirigencia mayoritaria Zelaya se había apartado, y Nacional, derechista, ambos con más de un siglo de existencia.
La imagen de esos militares quedó más dañada aún durante la Guerra Fría, con América Central convulsionada por sangrientas dictaduras y alzamientos guerrilleros de izquierda, en cuyo marco el territorio de Honduras sirvió para la instalación de bases de Estados Unidos y, más específicamente, como santuario para la Contrarrevolución (Contras) al gobierno sandinista de los años 80 en Nicaragua.