La palabra «revolución» se usa con demasiada frecuencia. Porque con demasiada frecuencia el cambio al que las mayorías aspiran es ignorado por los menos.
Al parecer, no es ése el caso de la cumbre del Grupo del Ocho (G-8) que se celebra en la central ciudad italiana de L'Aquila desde este miércoles al viernes. El cambio que promueven los líderes presentes no puede ser calificado de otra manera que de revolucionario e histórico.
América del Norte y Europa occidental formaron un club de los poderosos. Después, Japón fue invitado a unirse, y luego, Rusia. Esos países habían crecido demasiado como para ser dejados fuera del club. Ahora sucede lo mismo con China y, en menor medida, con Brasil, India, México y Sudáfrica.
Era inevitable. Porque el crecimiento de China es inocultable. Ahora, las cinco "potencias menores" son invitadas a las cumbres del G-8. Para la canciller (jefa de gobierno) alemana Angela Merkel, el futuro está en el G-20, que reúne a los países más poderosos y a las economías emergentes.
Antes de la cumbre de L'Aquila, Merkel dijo: "El camino conduce al G-20. El tren internacional corre en esa dirección."
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Avanzar del G-8 formal a un G-13 de facto y luego a una suerte de G-20 plenamente instituido marcaría apenas la expansión del club. No sería, en sí mismo, un acto revolucionario. Porque, según se argumenta, el G-20 representaría sólo a las grandes economías y porque lo que se necesita es un G-192, donde todas las naciones hagan oír su voz.
Y si se prefiere la opción del G-192, ¿por qué no la Organización de las Naciones Unidas (ONU)?
La pregunta sirve como argumento para forjar, finalmente, una ONU alternativa, pues en el foro mundial, en su actual forma, se ha institucionalizado el dominio de las grandes potencias, sobre todo por la facultad de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Pero la revolución real radica en los cambios que se están operando. El primer ministro de India, Manmohan Singh, se ha referido a los países menos poderosos que se incorporan al proceso de toma de decisiones como "socios" más que como "solicitantes".
De un modo similar, China ha formulado, en su estilo típicamente oblicuo, la cuestión de que en un futuro, tal vez no cercano, el dólar deje de ser la divisa internacional dominante.
Todavía no irrumpen en la fortaleza, pero hay muchos golpeando a las puertas, a modo de advertencia, y no para rogar que los dejen entrar.
La agenda de esta cumbre del G-8 (integrado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia, Japón y Rusia) refleja cuidadosamente la graduación del dominio tal como es percibido por las grandes potencias tradicionales.
—Día 1: Se reúnen los líderes de los países del G-8.
—Día 2: Se une a las deliberaciones el G-5 de grandes países en desarrollo (Brasil, China, India, México y Sudáfrica).
—Y día 3: Se incorporan algunos países africanos.
Es decir, los ricos, seguidos por los menos ricos o algo más que pobres. Y por último, África, que, después de todo, necesita comida, ¿no?
La revolución radica en ciertas medidas tomadas para romper esta jerarquía. Los "también invitados" reclaman un lugar que sea suyo por derecho. Y, en esa pretensión, surge la misma falla con que suelen tropezar todas las revoluciones cuando los rebeldes limitan su aspiración a unirse a las elites.
Eso queda de manifiesto, por ejemplo, con los pedidos de países emergentes como Brasil, India y Sudáfrica de unirse al club de miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Sin embargo, surgen ciertas señales de que esta cumbre del G-8 es, y debe ser, más que una plataforma para que unos pocos promuevan a la elite contra el resto.
"Esto se debe a que hay más pobres en el G-5 que en todos los otros países del Sur sumados", dijo un alto funcionario que participa en las negociaciones.
"Estas cinco naciones no pueden darse el lujo de unirse a la elite y adoptar sus políticas. Una vez que llegan a la mesa donde se toman las decisiones, deben representar a los pobres de todo el mundo", agregó.
Las cinco "potencias menores" argumentan que un G-192 es un ideal inmanejable. En cambio, un G-20 —es decir, un G-8 ampliado y con cambios en su proceso de toma de decisiones— contaría con una representación suficiente de los pobres del mundo.
Este proceso está en ciernes desde hace años, y es en las negociaciones multilaterales de comercio donde resulta más notorio, luego de que los países en desarrollo bloquearan allí, colectiva y eficazmente, decisiones promovidas por Estados Unidos y la Unión Europea.
Hasta entonces, los países del Norte estaban acostumbrados a que sus designios se cumplieran sin mayor discusión.
Las deliberaciones en curso no se alinean enteramente con los intereses de los países más pobres, como pueden atestiguar los miembros del grupo de antiguas colonias europeas de África, el Caribe y el Pacífico.
Pero hubo ya una considerable coincidencia de intereses, y los actuales negociadores de los países en desarrollo han defendido más efectivamente a los pobres de todo el mundo que ningún otro grupo de líderes en la historia.
En la cumbre del G-8, los representantes del G-5 buscan que se les reconozca el derecho a incidir aun más en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio, en el Consejo de Seguridad de la ONU, en el Fondo Monetario Internacional, en el Banco Mundial.
Y si no se les reconoce ese derecho, la previsión —la revolucionaria previsión— es que serán esas instituciones las que se debilitarán, y no las potencias emergentes del mundo en desarrollo.
La revolución radica en un cambio de la presunción de que las mayorías deben aceptar hablar poco y vivir con menos. La mayoría de los líderes buscan ahora una manera de crear mecanismos de cooperación más que de enfrentamiento.
Esto es apenas un golpe en la puerta. Falta un largo trecho para derribar la fortaleza. Siempre existe la posibilidad de que eso nunca suceda. Y si sucede, será en la próxima generación. En otro mundo.
Lo que sucede en L'Aquila en estos días es un paso en esa dirección.