REFUGIADOS-COLOMBIA: Lejos de la tierra, cerca del drama

«Jamás imaginé que tendría que salir de mi país, dejar nuestras tierras, trabajo, gente, nuestra manera de vivir. Fue una decisión que debimos tomar en horas, para no morir», explica Amalia, una colombiana casada y con dos hijos, que ya lleva siete de sus 42 años de vida residiendo en la periferia de la capital venezolana.

Su situación no es precaria, gana el sustento. Ha trabajado en limpieza de casas, cocinado por encargo y en labores de costura, mientras su esposo, Jaime (nombres ficticios), tiene empleo en reparación de teléfonos celulares y sus hijos han ido a la escuela. Pero carga como una herida abierta la cruz del desarraigo.

"Allá en el Tolima (al sudoeste de Bogotá) teníamos unas pequeñas fincas, siembras de café, pastizales, algún ganado, caballos de paseo, comerciábamos en la ciudad", rememora para IPS lo que fue su vida hasta 2001. "Todo debimos dejarlo, familiares o relacionados deshicieron esos bienes, todo se perdió, nunca recuperamos ese nivel de vida", lamenta.

La mayoría de los 200.000 colombianos que han llegado a Venezuela huyendo de la guerra civil en su país en poco más de una década son personas de origen muy humilde y campesinos que venciendo padecimientos y amenazas alcanzan los estados fronterizos del oeste y sudoeste, mezclándose con los lugareños en zonas y actividades rurales.

Amalia, quien dialoga con IPS en la oficina caraqueña del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), llegó con Jaime a Caracas, a 1.000 kilómetros de la frontera con Colombia, porque tenían aquí parientes que les ayudaron a establecerse.

¿Por qué huyeron? "Un día de noviembre de 2001 mi esposo y mi suegro fueron interceptados por una patrulla de las FARC (las insurgentes e izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en la que había, qué sorpresa, jóvenes vecinos y trabajadores de una de nuestras fincas", relata Amalia.

En esa ocasión secuestraron una decena de productores del campo y comerciantes. El suegro fue liberado para que se ocupase de conseguir el rescate de modo perentorio, el equivalente a 300.000 dólares. Entonces Jaime comenzó a llevar la vida de un cautivo.

"Le dieron unas ropas para vestirlo como guerrillero, así servían de escudo por si los atacaba el ejército. Estaban quietos en el día, caminaban mucho de noche, pasaban por fincas y parques nacionales, bajo amenaza constante", indica. "Jaime siempre decía que esperaba un balazo por la espalda que lo mataría en cualquier momento", relata.

Portavoces del Frente 12 de las FARC llamaban a la casa de Amalia para decirle que pagara con urgencia o liquidarían a su esposo. Si avisaba a la policía -lo que ella no hizo— descuartizarían a Jaime y le enviarían los pedazos en una bolsa negra. Su hijo mayor, diabético, atravesaba una crisis. El menor no comió ni habló durante días.

Para Amalia fueron los peores días de su vida. Todavía conserva, doblado en cuatro, el papelito donde Jaime garabateó unas líneas para dar cuenta de que estaba vivo. Lo desdobla conteniendo una lágrima. Es un mensaje en el que el padre pide a sus hijos portarse bien, estudiar y obedecer a su madre.

El siguiente episodio lo aportó el azar o el curso de la guerra. Cuando la patrulla de las FARC llevaba a Jaime para juntarlo con cautivos en manos de otra unidad guerrillera, fueron interceptados por el ejército y las primeras balas fulminaron a su custodio más cercano. Unas diez horas después el secuestrado pudo regresar a casa.

Sólo que las malas noticias también regresaron. "Volvieron a llamar los de las FARC para anunciar que se vengarían por la fuga y nos liquidarían a menos que pagáramos el rescate que habían exigido. Tenían nuestros teléfonos intervenidos, cuáles eran nuestras cuentas en el banco y hasta qué era lo que comíamos", rememora Amalia.

Así, mientras Jaime atendía llamadas de algunas emisoras de radio que buscaban detalles de su rapto y liberación, Amalia maceró la decisión de dejar lo que fuese a cambio de vivir para ver crecer a sus hijos.

Llamaron a la Defensoría del Pueblo y a la organización cristiana Cáritas, y se sumaron a los ahora más de cuatro millones de colombianos -más de 40 millones en el mundo— que dejan atrás lo que han tenido para convertirse en desplazados y refugiados.

A Venezuela llegan anualmente mediante "goteo", y a menudo simulando ser sólo buscadores de empleo o de fortuna, entre 2.000 y 3.000 colombianos necesitados de refugio, 40 por ciento de los cuales son niños y niñas, según John Fredrikson, responsable de Acnur en Caracas.

Unos 13.700 han solicitado estatuto de refugiado ante la gubernamental Comisión Nacional de Refugiados, cuyo presidente, Ricardo Rincón, informó que hasta este junio han analizado 4.500 solicitudes y aprobado 2.300 de ellas.

Cuando Amalia y Jaime decidieron huir de Colombia "nos ofrecieron ir a Canadá, España o Venezuela", cuenta la refugiada. "No quisimos países lejanos o con idiomas desconocidos, y como teníamos algunos parientes en Caracas escogimos venir acá", añade.

Se ha arrepentido unas cuantas veces, porque estima que en Canadá, por ejemplo, con su esfuerzo habría rehecho parte de la prosperidad perdida. "Aquí hemos podido trabajar y estudiar, pero ha sido muy duro, aunque uno no puede esperar que todo se lo den, hay que esforzarse y echar pa'lante por cuenta propia".

Sin embargo, ella y los suyos se sienten un tanto atrapados. "No podemos llevar la vida que llevábamos allá, no podemos regresar a nuestra tierra porque es muy peligroso, y no calificamos para ir a un tercer país", se lamenta.

Canadá, como Estados Unidos, Australia o las naciones nórdicas, es de los 14 países que sirven para el reasentamiento de refugiados.

Pero esa figura abarca menos del uno por ciento de los refugiados en el mundo, según cifras de Acnur, y favorece en particular a familias que están en altísimo riesgo en las zonas o países de refugio original.

Amalia se reúne a veces con otros refugiados, se informa de novedades en Acnur, colabora en tareas comunitarias en la ciudadela donde reside y no renuncia al sueño de mejorar sus condiciones de vida si consigue un reasentamiento, aunque, en lo inmediato, se concentra en animar al mayor de sus hijos para que ingrese a la universidad.

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