Al conducir por la península mexicana de Baja California, el conservacionista Zach Plopper no olvida el amor que siente por su trabajo. Pero odia tener que usar un automóvil para realizarlo.
Como cartógrafo de WildCoast/CostaSalvaje, organización mexicano-estadounidense dedicada a proteger los recursos naturales de Baja California, Plopper debe luchar contra algo más que caminos escarpados y malas condiciones climáticas.
Secuestros en las carreteras, encuentros con soldados fuertemente armados y el machismo propio de las autopistas son peligros siempre presentes.
El trabajo de Plopper incluye expediciones de muchos días para trazar mapas de la franja costera media de Baja California, todavía sin desarrollar.
Eso lo lleva de sus oficinas en Imperial Beach, en el occidental estado estadounidense de California, pasando por los tugurios de Tijuana, en la esquina noroccidental de México, hasta llegar a la relativa tranquilidad de las aldeas de pescadores, varios cientos de kilómetros al sur.
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En esa travesía pasa de un punto conflictivo a otro, de una ciudad asediada en el centro de la guerra del narcotráfico en México al renombrado ecosistema de Baja California, península de más de 1.300 kilómetros de longitud sobre el océano Pacífico.
«En Baja California uno nunca sabe con qué se va a encontrar en la carretera», explica Plopper.
Aquí hibernan las ballenas grises y la pesca abunda, así como los imponentes paisajes desérticos.
También es un territorio disputado en una guerra entre narcotraficantes y entre éstos y las autoridades, la cual se ha cobrado miles de vidas en México. La conflagración afecta muchos aspectos de la vida cotidiana. Entre otras cosas, determina a dónde viajar, y cuándo hacerlo.
Aventurarse desde la vecina California estadounidense hacia el sur conlleva eludir una ciudad mexicana bajo sitio y pasar frente a automóviles abandonados, campamentos y tropas armadas a guerra. Todo esto a pocos minutos de distancia de la frontera binacional.
Según Plopper, las reglas de la carretera en Baja California son simples. Nunca conducir de noche, usar rutas donde haya peajes siempre que sea posible y asegurarse de que sus compañeros de WildCoast estén siempre informados sobre su paradero.
«Esto es el Lejano Oeste. Uno nunca está del todo seguro de con quién está hablando», dijo Plopper, inquieto por esa sensación de caos que predomina en la frontera.
Lo mismo les ocurre a los soldados apostados en puestos de control y que obligan a detenerse a los conductores que se dirigen al norte. Un vehículo blindado se asegura de que los conductores cumplan con la orden.
Un escuadrón integrado por soldados con los rostros cubiertos, sin insignias que los vinculen con un batallón ni identificación les formulan preguntas a los conductores.
Al viajar por Baja California, es común toparse con hombres jóvenes uniformados de mirada inexpresiva, enviados a la guerra contra el narcotráfico. La frecuencia de los puestos de control aumentó en los últimos años.
«Nunca tuve un problema con los (soldados) federales», dijo Plopper.
WildCoast opera en el centro regional de un disputado corredor del narcotráfico, en el borde occidental del continente. Un río de drogas fluye hacia el norte, a través de la frontera terrestre de 3.200 kilómetros entre Estados Unidos y México.
Se estima que unas 290 toneladas de cocaína pasan por allí cada año para abastecer a los usuarios estadounidenses que constituyen el mayor mercado mundial de drogas.
En 2007, el entonces flamante presidente de México, Felipe Calderón, se pronunció a favor de quitarles a las autoridades de los estados fronterizos la tarea de reprimir a los poderosos carteles de la droga.
En una exhibición pública de fuerza, Calderón trasladó a miles de soldados y policías federales que se convirtieron en parte del paisaje de las ciudades fronterizas de Juárez y Tijuana, tomando el control de los departamentos de la policía local, sospechosos de complicidad con los narcotraficantes.
La matanza se intensificó, no sólo por el choque entre uniformados y narcotraficantes sino porque continuó la guerra entre los carteles por el ingreso en los mercados estadounidenses. El conflicto se ha cobrado unas 7.000 vidas desde entonces.
Las fuerzas de seguridad operan en el mayor de los secretos. Los relatos espeluznantes llenos de caos y de sangre recrudecen de viajero a viajero, de boca en boca: las masacres entre bandas rivales, por ejemplo, o las represalias contra funcionarios del gobierno.
El trabajo de conservación a menudo se procesa en áreas escarpadas, remotas y aisladas, Según un estudio publicado en la revista Conservation Biology, 80 por ciento de los conflictos mundiales de los últimos 50 años han ocurrido en los lugares con más biodiversidad y más amenazados del mundo.
El biólogo conservacionista Thor Hanson, coautor de ese informe, afirmó que la pobreza y el conflicto van de la mano. Los puntos críticos desde el punto de vista biológico coinciden con las zonas donde viven 1.200 millones de las personas más pobres del mundo.
América Latina no es la excepción.
La actual crisis de México tiene precedentes históricos, como las décadas y décadas de guerra y enfrentamientos internos en Colombia, políticamente conflictiva y biológicamente diversa.
El área de estudio de Hanson es la disciplina emergente conocida como «ecología de guerra», que investiga los efectos de los conflictos sobre los ecosistemas. Trabajando en Uganda con gorilas de montaña, supo de primera mano cuán frágiles «pueden ser los esfuerzos de conservación» en un contexto de inestabilidad política.
Los conservacionistas deberán considerar el contexto en el que operan para cumplir con su misión, sostuvo.
México cumple con el criterio de conflicto regional fijado por Hanson, de 1.000 muertes anuales como mínimo.
Paradójicamente, la proximidad de Tijuana con la frontera de Estados Unidos la ha convertido en un popular cruce de frontera, así como escenario de todo tipo de negocios ilícitos, cada vez más lucrativos y peligrosos.
Según calculó en 2007 la Contraloría General de Estados Unidos, órgano independiente que funciona en la órbita del Congreso legislativo, los carteles de la droga se embolsan 23.000 millones de dólares cada año, cifra comparable a las ganancias de las 500 mayores empresas listadas por la revista Fortune.
Los naturalistas audaces y surfistas ávidos de oleaje ya no van a Baja California.
Mientras conduce por una autopista desierta, Plopper lamenta las pérdidas de las que este territorio ha sido testigo. «Primero llegaron los misioneros españoles. Luego, los mineros. Ahora, los hacendados especuladores. Todos causaron daños», dijo.
La mayoría de los residentes y activistas mexicanos que invirtieron en preservar el rico patrimonio natural de México esperan que los carteles tengan un éxito similar.
* Este artículo es parte de una serie producida por IPS (Inter Press Service) e IFEJ (siglas en inglés de Federación Internacional de Periodistas Ambientales) para la Alianza de Comunicadores para el Desarrollo Sostenible (http://www.complusalliance.org). Excluida la publicación en Italia.