«Sin café, no hay futuro», dicen productores cafetaleros de la Selva Alta, en la central región peruana de Junín, que promueven y gestionan escuelas cerca de sus fincas, para que sus hijos no dejen de estudiar.
La producción de café ganó gran impacto social en Perú en los últimos años: es el principal producto agrícola de exportación, el sustento de más de 160.000 familias de las zonas cafetaleras de la Selva Alta, y fuente de empleo para otros dos millones de personas que participan en la cadena productiva.
Noventa y cinco por ciento del café peruano se vende al exterior. En 2007, las ventas sumaron unos 415 millones de dólares y, según proyecciones de la Junta Nacional del Café, principal gremio de pequeños productores, este año llegarían a 600 millones de dólares, 10 veces más que los montos de 1993.
Los principales gestores son pequeños caficultores de predios de unas cinco hectáreas cultivadas con mano de obra familiar. Su gran esfuerzo llevó a este país al primer lugar mundial en la producción de café orgánico, sin fertilizantes ni plaguicidas químicos.
Pero no todo lo que brilla es oro en el sector cafetalero.
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El boom atrae a más familias y complica el ya difícil acceso de niños y jóvenes a la educación en las zonas cafeteras de 10 departamentos peruanos, por falta de medios de transporte y carreteras o simplemente porque no hay escuelas ni materiales didácticos.
ESCOLAR, NO HAY CAMINO
«Mi finca está en el anexo de San Pablo de Quimotari, en el distrito de Pangoa», dice a Tierramérica la joven Norma Huaringa, hija de productores cafetaleros de la provincia de Satipo, en Junín.
«Ahí estudié la primaria, pero todos los días tenía que caminar media hora desde mi casa hasta mi escuelita. Terminé la primaria y estudié en el colegio (secundario) del distrito, pero también tenía que ir desde mi chacra hasta el pueblo en motocicleta, o a veces caminando», cuenta.
La historia es solo una pincelada del cuadro en las provincias de Chanchamayo y Satipo. Basta una visita para encontrar en el trayecto a niños y jóvenes caminando de prisa para llegar a sus escuelas o regresar a sus casas.
A veces las caminatas duran más de una hora, en trochas abiertas en la espesura de la selva, donde los menores exponen a peligros tan diversos como la mordedura de serpientes, el abuso sexual o, simplemente, un traspié a orillas de un río.
«Los niños viven en la chacra y asisten a escuelas que se encuentran a veces a más de un kilómetro, pero cuando llega la edad del colegio los traen al pueblo y ahí hay otros problemas», comenta a Tierramérica la gerenta de la Cooperativa Cafetalera Pangoa, Esperanza Dionisio.
«A algunos los traen en motocicleta, para controlarlos más, porque están propensos a la adicción de drogas y el pandillaje, que ya se está notando en la zona», agrega.
ESCASOS RECURSOS
El Ministerio de Educación conduce la política del sector con instancias descentralizadas, como las Direcciones Regionales de Educación (DRE) y las Unidades de Gestión Local, encargadas de administrar y evaluar a las instituciones educativas locales.
En la Selva Central se encuentran 33 por ciento de las instituciones educativas de Junín: casi 1.300, entre públicas y privadas, que abarcan enseñanza inicial, primaria, secundaria y superior, según el Breviario Estadístico Educativo 2007-2008, elaborado por la DRE de esta región.
Noventa y cinco por ciento de las escuelas están en zonas rurales, afirma el profesor Jaime Soriano, del área estadística de Satipo.
La demanda de escuelas y colegios ha crecido mucho, afirma. «En 2006 se crearon más de 74 instituciones educativas en los diferentes niveles. A pesar de esto, hay necesidad porque los ‘problemas sociales’ de los 80 hicieron que la gente se fuera de esta zona, y ahora retornan con sus familias».
Entre 1980 y 2000, Perú vivió la guerra interna contra la insurgencia del maoísta Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.
Hoy, hay muy pocas escuelas rurales con infraestructura adecuada, según Soriano. Los libros y útiles son escasos, pues el «presupuesto del Estado es limitado».
El ministro de Educación, José Antonio Chang, anunció en octubre un aumento para el año próximo de 4,3 por ciento del presupuesto educativo de 2008. Pero éste apenas supera tres por ciento del producto interno bruto y no cumple con el aumento progresivo establecido en la Ley General de Educación.
POCA ESCUELA Y POCA COMIDA
En la comunidad nativa yánesha de Alto Yurinaki, parte de la provincia de Chanchamayo, la escuela 64441 cuenta con 28 alumnos, agrupados en dos salones de clase, cada uno con una maestra.
«Este año el Estado nos ha dado pocos libros y no los he recogido porque los trámites son muy costosos», cuenta la profesora Nancy Medina. «Somos un poco olvidados, no contamos con tizas, ni materiales educativos porque quizás desconocen nuestra realidad, solamente tienen prioridad para la ciudad», remarca.
Hay otro motivo para la mala educación en zonas cafetaleras.
La canasta familiar de los comuneros nativos, y de casi toda la población rural, está basada en productos de subsistencia, como plátanos, yuca, pituca y maíz. Pocos pueden acceder a una dieta balanceada, con varios tipos de carne y leche todos los días.
Según el Censo Nacional de Talla, realizado en 2005 a escolares de entre seis y nueve años, 83 por ciento de los escolares de Junín con desnutrición crónica residen en Huancayo, Chanchamayo, Satipo, Jauja y Tarma.
Satipo se encuentra entre las tres provincias con más desnutrición crónica, indica ese estudio.
MANOS A LA OBRA
Como respuesta, los cafetaleros emprendieron la tarea de promover la educación de sus hijos. En los Centros Educativos de Gestión Comunal, son los padres los que pagan los salarios de los maestros y ciertos gastos de infraestructura, a veces con apoyo de autoridades locales, mientras el Estado se ocupa de designar al personal, validar la escuela y entregar algunos materiales.
«El rol de los padres es abnegado», porque «se preocupan por el mobiliario y estructura de las escuelas y asumen el gasto pese a sus pocos recursos», comenta Soriano.
La Cooperativa Agraria Ecológica Alto Palomar, en San Luis de Shuaro, Chanchamayo, instaló hace casi cuatro años un centro diurno de educación infantil gestionado por sus socios, pequeños caficultores, y con apoyo de la cooperación internacional.
Aquí acuden niñas y niños de entre tres y cinco años. Las aulas están muy cerca de la cooperativa, enclavada en la zona de cultivo del grano aromático. De lunes a viernes hay clases, recreación y alimentación para los infantes, permitiendo a las madres trabajar en sus fincas, sean o no socias de la entidad.
«La cooperativa busca optimizar la calidad y producción de café, pero también calidad humana de sus socios. Desde un recóndito lugar damos un primer paso para mejorar la educación», dice a Tierramérica la presidenta de la cooperativa, Marta Janampa.
Se busca que «las demás organizaciones cafetaleras repliquen la experiencia del centro diurno o de las escuelas de gestión comunal», apunta el asesor de la cooperativa, Félix Marín.
Pero hay que comprometer a las autoridades, «porque muchas cooperativas cafetaleras y productores están cumpliendo el papel que debería tener el gobierno», advierte.
En Satipo funcionan 66 escuelas de gestión comunal, 46 de ellas en territorios de comunidades nativas.
En 1986, la Cooperativa Cafetalera Pangoa puso en marcha un colegio cooperativo, cuenta Dionisio. La educación pública era deficiente y los precios del café eran buenos, así que los padres podían pagar la asistencia de sus hijos al colegio.
Pero, con la baja del precio del café, a partir de 1998, la experiencia se hizo insostenible «y tuvimos que vender el colegio», recuerda.
* Publicado originalmente el 27 de diciembre por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica. FIN/Tierramérica/mh/dcl/la dv hu vt ed pr md sl/08)