El poder y la democracia no van de la mano en las organizaciones internacionales. Las más poderosas son las menos democráticas. Pero, lentamente, eso está cambiando.
¿Puede ser democrática una institución multilateral si países como Bélgica u Holanda, con 10 o 16 millones de habitantes respectivamente, tienen más poder que, por ejemplo, India, con 1.100 millones?
¿Puede ser democrática una institución mundial si los representantes elegidos en las urnas por los ciudadanos de los estados miembros apenas son capaces de controlar lo que dicen los delegados de sus países en su nombre?
Estas preguntas son fundamentales para determinar la legitimidad de las instituciones internacionales.
Las instituciones internacionales más poderosas tienden a exhibir las peores credenciales democráticas: la distribución del poder entre los países es más desigual, y la transparencia, y por lo tanto el control democrático, es pésima.
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Las instituciones poderosas no sólo producen normas, sino que también pueden obligar a los países a respetarlas. El Consejo de Seguridad, principal órgano de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), tiene la facultad de adoptar sanciones económicas e incluso militares si un país no respeta sus resoluciones.
Así que el Consejo ostenta un poder realmente duro, pero el proceso de elaboración de normas y su aplicación se ven sesgados por la facultad de veto de sus cinco miembros permanentes.
A China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia se les confirió el poder de bloquear cualquier norma que no les guste. Esto significa que países que equivalen a 30 por ciento de la población mundial guían el destino del Consejo.
Y como Estados Unidos fue el responsable de 13 de los 16 vetos que se impusieron en los últimos 15 años, puede afirmarse que cinco por ciento de la población mundial tiene una influencia desproporcionada en el más poderoso de los órganos de la ONU.
La Organización Mundial del Comercio (OMC) también es poderosa. Primero, porque establece muchas normas. El gran acuerdo mundial de comercio de 1994 contenía 26.000 páginas de reglas, principalmente sobre cuán abierto o cerrado debía ser cada país ante los productos y servicios del resto.
Todos los miembros de la OMC deben aceptar, cual más, cual menos, la totalidad de las reglas impuestas por la institución.
Y si un miembro de la OMC no respeta esas normas, y, por ejemplo, aplica aranceles más elevados de lo permitido, otro puede presentar una demanda contra el perpetrador y una suerte de tribunal de la organización juzgará el asunto.
El órgano de resolución de disputas tarda aproximadamente dos años en resolver casos. Al ganador se le otorga el derecho a castigar al país que transgredió las reglas mediante una sanción comercial —habitualmente un arancel a las importaciones— que perjudica al perpetrador en la misma medida en que fue perjudicada la víctima.
A través de este mecanismo, la OMC hace que los países cumplan con sus normas.
Esto es bastante excepcional entre las instituciones internacionales. Así que la OMC es poderosa, pero ¿también es poco democrática? Bueno, la distribución del poder sí es bastante democrática. Es "un país, un voto", y en el mundo real eso no es tan malo. Por supuesto, no es muy democrático que el diminuto Luxemburgo tenga tanto poder como China.
En principio, sería mejor si los votos se basaran sobre la población. ¿Acaso no deberían tener todos el mismo peso político? Pero eso significaría que China e India ostentarían 40 por ciento de los votos en todas las instituciones. Creo que el mundo no está listo para eso.
Por ahora, el sistema de "un país, un voto" no es tan malo, porque en la práctica los grandes países tienen los medios para asegurarse de que su voto tenga más peso que el de los más pequeños.
Con "un país, un voto", los países en desarrollo poseen una clara mayoría en la OMC. Sin embargo, hasta el último acuerdo mundial de comercio de 1994, Canadá, Estados Unidos, Japón y la Unión Europea podían dominar las negociaciones porque eran muy técnicas y tenían procedimientos muy opacos. Eso está cambiando desde 2003.
El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) tienen poder sobre los países que necesitan su dinero. Los países ricos pueden prestarlo en el mercado privado o a sus propios ciudadanos.
Pero durante mucho tiempo, la mayoría de las naciones en desarrollo que necesitaban dinero no tenían otra opción que recurrir a estas instituciones surgidas de los acuerdos firmados en la localidad estadounidense de Bretton Woods, en julio de 1944.
A cambio de sus préstamos, el FMI y el Banco Mundial impusieron reglas sobre lo que, según esas instituciones, constituía una buena política. Si los países no cumplían, no recibían el dinero.
La distribución del poder entre los países es desigual. Los países ricos, con un sexto de la población mundial, tenían 60 por ciento de los votos, pero no necesitaban a las instituciones de Bretton Woods.
Los países pobres tenían que arreglárselas con apenas 40 por ciento de los votos. En abril, tres por ciento de los votos pasaron de las naciones industrializadas al mundo en desarrollo.
La situación es diferente en organizaciones internacionales que establecen reglas sociales y ambientales del mundo. La gobernanza ecológica consiste en una serie de Acuerdos Ambientales Multilaterales (conocidos por el acrónimo MEA, en inglés).
La gobernanza social se procesa mediante convenciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y otras sobre derechos humanos. Contrariamente a la OMC, donde los miembros deben tolerar todas las normas, los países pueden decidir qué MEA o convención laboral o de derechos humanos ratifican o no.
Y aunque ratifiquen un acuerdo, no hay sanciones si no lo cumplen. Así que las reglas sociales y ecológicas del mundo tienden a ser muy blandas. Pero las organizaciones que las crean e intentan implementarlas funcionan bastante democráticamente.
En las conferencias de las partes que rigen los MEA, a cada país le corresponde un voto. Lo mismo ocurre en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. En la OIT, cada país tiene cuatro votos: dos para el gobierno, uno para los sindicatos y otros para las organizaciones de patronos.
De hecho, desde su creación en 1919, la OIT trabaja con socios sociales. Por este motivo es bastante transparente. Con esos socios tan involucrados, es prácticamente imposible jugar a las escondidillas.
Casi todas las reuniones de la OIT son abiertas. Así que tanto para los representantes electos como para el público en general es fácil saber qué se está diciendo allí.
Lo mismo ocurre con los MEA y el Consejo de Derechos Humanos. Varios funcionarios dicen que la OIT y las convenciones de derechos humanos dependen de la ayuda de la sociedad civil para su implementación.
Por otro lado, el FMI y el Banco Mundial siempre han sido más reservados: las actas de las sesiones de sus directivas permanecen envueltas en un manto de secreto durante 10 años.
La OMC también es bastante opaca. No es tan fácil saber quién dice qué. Sus procedimientos son informales.
El Consejo de Seguridad es diferente: todos pueden saber la posición de los distintos miembros en cada una de las votaciones. Basta chequear el sitio web de la ONU. Pero, generalmente, las instituciones más poderosas son las menos democráticas..
* Este artículo es parte de una serie de cuatro notas de John Vandaele, periodista de la revista belga Mo* y autor de varios libros sobre globalización. El más reciente, publicado en 2007, es "The Silent Death of Neoliberalism" ("La silenciosa muerte del neoliberalismo").