Luego de la breve guerra entre Israel y Hezbolá hace dos años, y en particular tras el retorno en mayo de ese partido islamista a la coalición de gobierno en Líbano, su líder, Hassán Nasrallah, se ha vuelto la figura más popular del mundo árabe.
"Los chiitas fueron vistos durante décadas como limpiabotas y barrenderos. Su honor se ha restaurado y su estatus social y su educación se elevan", dijo a IPS la experta canadiense Deborah Campbell, autora de "This Heated Place" ("Este lugar acalorado").
En los últimos siete años, esta profesora de la Universidad de la Columbia Británica estuvo dedicada a explorar las profundas divisiones en Medio Oriente, de Irán a Palestina, y pasó largos periodos en las mismas sociedades sobre las que escribió.
Campbell escribió para las revistas anglosajonas The Economist, New Scientist y Ms., los diarios The Guardian y Asia Times. Su último trabajo periodístico destacado fue un reportaje para la revista estadounidense Harper's sobre los refugiados iraquíes, con los que convivió dos meses en Siria, Líbano y Jordania.
Luego de regresar de ese viaje, conversó con IPS sobre el meteórico ascenso político de Hezbolá (Partido de Dios) tras la guerra de 2006, el acuerdo de Doha que culminó con la conformación de la coalición de gobierno de Líbano en mayo y el canje de prisioneros de ese país con Israel.
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IPS: —¿Cómo afectó la guerra a la sociedad libanesa?
DEBORAH CAMPBELL: —Fue devastadora, tanto económica como psicológicamente. En esos 34 días, el país perdió miles de millones de dólares por la destrucción de infraestructura. Una vez más, los turistas huyeron, así como los propios libaneses. Unas 1.200 personas murieron en el país, la gran mayoría civiles. Y las divisiones de la sociedad volvieron a emerger.
Parte de la población apoyaba a Hezbolá, al que considera su defensor ante Israel, y la otra parte lo acusaba de provocar el ataque. Al mismo tiempo, en un solo mes, Israel perdió su aura mítica de invencibilidad, tan importante para su seguridad como su arsenal nuclear, o incluso más.
—Parte de la sociedad libanesa ve a Hezbolá como la causa de la gran destrucción del sur del país. ¿Cómo se percibe ahora al partido, dos años después y luego del reciente canje de prisioneros?
—Nadie pone en duda que el líder de Hezbolá, Hassán Nasrallah, es la personalidad más popular del mundo árabe, y ni siquiera es un jefe de Estado. Para muchos árabes y libaneses, él es el único que se plantó con éxito ante Israel, comenzando por el fin de la ocupación del sur en 2000, luego poniéndole freno en 2006, y ahora con el canje de prisioneros por dos soldados israelíes muertos.
Cuando estuve en el sur de Líbano en julio, ví carteles en los que se leía: "Nasrallah es garantía de libertad, (Ehud) Olmert (el primer ministro israelí) es garantía de humillación." Otro, sobre el canje, decía: "Líbano llora de alegría, Israel llora de dolor." El día de la liberación de prisioneros, los automóviles circulaban por las calles con banderas y las jóvenes salían a las ventanas. Parecía que el país hubiera ganado un campeonato deportivo mundial.
Pero también había muchos en la comunidad sunita que se sienten amenazados por el creciente orgullo e influencia de la comunidad chiita.
—¿Es diferente el alcance de la popularidad de Hassán Nasrallah entre las distintas comunidades religiosas?
—Un economista sunita educado en Londres con quien hablé consideraba a Nasrallah un semidiós. "El hombre adecuado en el momento preciso", me dijo. Es un sentimiento compartido por muchos: que Nasrallah cumple sus promesas y que es incorruptible.
Este economista lo distinguía del resto de la elite en el poder de Líbano, integrada, en buena medida, por ex señores de la guerra que se reciclaron en la actividad política. Esos tipos viven como estrellas de rock. Del lado cristiano, los muchísimos simpatizantes de Michel Aoun son los principales aliados de Hezbolá, y nadie parece amenazado por el ascenso de la influencia chiita. Ninguno cree que las muchachas dejarán de ir a la playa en bikini. Esto se trata de poder, no de religión.
—¿Cuál es la influencia de las potencias extranjeras, como Irán y Arabia Saudita, en la política libanesa?
—El dinero saudita está por toda la región. Se trata de uno de los fenómenos menos conocidos, quizás porque ellos no son precisamente del tipo de gente que da conferencias de prensa, posiblemente porque todavía son aliados de Estados Unidos. Pero en cuestiones de poder, la mayoría de los matrimonios son por conveniencia.
Por otra parte, Hezbolá cuenta con el apoyo iraní desde el principio. Se pueden ver los retratos del ayatolá (Ruolá) Jomeini (fallecido líder de la Revolución Islámica iraní triunfante en 1979) en la Dahiya, el barrio chiita de Beirut. Pero la idea de que Hezbolá es una marioneta de Teherán no tiene mucho mérito: lo que hay es una confluencia de intereses, y Hezbolá se maneja con una eficiencia sin ningún precedente en la región.
Cualquier periodista se da cuenta rápidamente de que no son una banda de combatientes andrajosos. Son profesionales, disciplinados y listos. Pero en cierto sentido se puede ver a Líbano, al igual que a Iraq, como otro campo de batalla de una guerra de apoderados entre Arabia Saudita e Irán. E Irán está ganando en esos dos países.
—Muchos creen que Hezbolá debe ser desarmado para que haya paz a la región. ¿El público está de acuerdo con eso?
—Desde que se firmó el acuerdo de Doha en mayo, que devolvió a Hezbolá al gobierno y le dio un virtual poder de veto, nadie habla sobre desarmar al partido. Todos los políticos libaneses se inclinaron ante Hezbolá cuando se realizó el canje de prisioneros, que fue un enorme golpe publicitario. No hay muchos en Líbano que crean que el ejército nacional podría hacerle frente a Israel, que es una amenaza omnipresente.
—¿Es posible que Hezbolá decida desarmarse?
—El propio Nasrallah dijo en un discurso que estaría dispuesto a colaborar con el ejército libanés en cuestiones de seguridad.
—En países occidentales, se considera a Hezbolá una organización terrorista, aunque en el mundo árabe se lo ve como una fuerza legítima. ¿Es polarización en el plano internacional impide un entendimiento en el terreno?
—Obviamente, Hezbolá representa a una parte del público que tiene temores y preocupaciones legítimas. Es lógico que los grupos pequeños usen tácticas asimétricas contra los ejércitos. Como sabemos, Hezbolá se consolidó basándose sobre sus redes sociales, a través de las cuales brindaba servicios que el gobierno no podía o no quería darle a la empobrecida población chiita.
Ese sector de la población cree que Hezbolá es su única defensa ante la agresión externa, porque nadie más se preocupa por ellos. Si un gobierno hiciera lo ellos hicieron —enfrentarse con Israel y con Estados Unidos—, también sería considerado terrorista. En última instancia, ya deberíamos saber que se hace la paz con nuestros enemigos, no con nuestros amigos.
—¿Cómo ve la población árabe de Siria, Líbano y Jordania a los virtuales candidatos presidenciales Barack Obama y John McCain y la política estadounidense en general?
—Es interesante. Cuando llegué a Jordania, almorcé con un palestino que maneja empresas de seguridad en Iraq, y estaba muy complacido de que McCain quisiera quedarse allí cien años. Lo ve bueno para los negocios.
Pero todos hablan de Obama. Recuerde que los árabes no están libres de chovinismo en contra de los negros. Si bien algunos allí leyeron sus libros y la mayoría piensa que es más razonable que McCain, nadie espera milagros. No les gustó lo que dijo sobre la indivisibilidad de Jerusalén (como capital de Israel). Palestina todavía es la herida abierta de Medio Oriente.