Las estrategias del gobierno de El Salvador para prevenir la violencia y la delincuencia presentan graves vacíos y omisiones, según expertos y jóvenes de «alto riesgo», principales destinatarios de esos programas.
Aunque el gobierno implementa "programas que van por el buen camino" y que "deberían representar un cambio de enfoque", de la represión a la prevención, éstos tienen la falla de no ser "políticas públicas", lo que los vuelve "dispersos y precarios", señaló a IPS Jaime Martínez, coordinador de la Unidad de Justicia Juvenil de la Corte Suprema de Justicia.
Las iniciativas oficiales, agregó, se desarrollan "desde el voluntarismo, la filantropía y la caridad", sin los recursos acordes con la dimensión y la complejidad del problema, dependiendo fundamentalmente de la cooperación internacional. "Así vamos mal", opinó Martínez. El gobierno implementa desde hace años estrategias tendientes a prevenir la violencia y la delincuencia que amenazan el desarrollo humano de El Salvador. El centro de atención está puesto en los jóvenes, para quienes se intenta crear mejores oportunidades a fin de evitar que caigan en el delito o se sumen a las maras (pandillas), que según el gobierno son los principales protagonistas de la inseguridad ciudadana.
Esos programas son impulsados por el estatal Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP), especialmente en comunidades pobres del área del llamado Gran San Salvador, que incluye 14 municipios, y franjas en la zona occidental del territorio donde se concentra la mayor cantidad de población y los mayores índices de delito, según el Consejo.
Datos oficiales indican que en 2007 en el Gran San Salvador se registró 40 por ciento de los delitos perpetrados en El Salvador, incluyendo homicidios, al que le siguieron como distritos más violentos los departamentos de La Libertad, Sonsonate y Santa Ana, donde tuvieron lugar 73 por ciento de los asesinatos registrados en este país.
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Fuentes oficiales reconocen que entre 2003 y 2007 se perpetraron más de 16.000 asesinatos, 80 por ciento de los cuales se cometieron con armas de fuego.
Las autoridades estiman que en este país hay unas 450.000 armas de fuego en manos privadas, pero sólo 170.000 están debidamente registradas.
El Salvador presenta una tasa de 57,2 homicidios por cada 100.000 habitantes, una de las más altas de América Latina. Más aun, los resultados del último censo, realizado en mayo de 2007, indican que ese indicador se dispararía hasta 64, o incluso más. Expertos advierten que, en el caso de asesinatos de jóvenes, la tasa podría alcanzar hasta 149 por cada 100.000 habitantes.
La atención médica a las víctimas, la protección de bienes y la reposición de pérdidas materiales provocadas por la alta criminalidad se llevan buena parte de los recursos estatales, mientras las autoridades no dan con la solución a un fenómeno que sigue en aumento.
Entre 2003 y 2007, el gobierno anterior, de Francisco Flores (1999-2004), y el actual de Antonio Saca, privilegiaron planes y leyes de mano dura para combatir la delincuencia, dirigidas principalmente contra las pandillas. Pero los especialistas sostienen que ese enfoque represivo fue contraproducente y disparó los índices de violencia.
En este país actúan principalmente las denominadas Mara Salvatrucha (MS) o Calle 13 y Pandilla 18 (P18), que tuvieron su origen en los años 80 en la diáspora salvadoreña dispersa en varias ciudades de Estados Unidos.
En sus primeros años las integraban sobre todo jóvenes, para transformarse luego en grupos conducidos por mayores de 40 años de edad, aunque se les sumaran niños inclusive de 10 años.
El Salvador vivía entonces una guerra civil entre la insurgencia de izquierda del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN, hoy convertido en el principal partido político de oposición) y fuerzas del Estado, que dejó 75.000 víctimas civiles y 8.000 desaparecidos, hasta que en 1992 el entonces presidente Alfredo Cristiani y la guerrilla firmaron la paz.
Cerrado el conflicto, muchos miembros de las maras fueron deportados desde Estados Unidos. Aquí fundaron las "filiales" y en la última década se expandieron por toda América Central y el sur de México.
El CNSP, con un presupuesto de casi dos millones de dólares anuales, ha implementado varios programas de "prevención social de la violencia", que buscan "recuperar" barrios específicos donde se reproducen las pandillas incorporando a los residentes, quienes "deciden cambiar su entorno".
El presidente del CNSP, Óscar Bonilla, dijo a IPS que han impulsado "este modelo focalizado, integral y complementario, con el cual se han 'rescatado' zonas donde antes no llegaba la policía", desarrollando el liderazgo comunal que dinamiza la relación entre la comunidad y la escuela.
"Al reducir la violencia en las aulas, la reducimos en la comunidad y viceversa", afirmó.
Bonilla detalló que otras estrategias incluyen planes para disminuir el maltrato infantil, la promoción de programas deportivos, expresiones culturales, formación vocacional de jóvenes, instrucción académica y proyectos agrícolas destinados a ex pandilleros, con vistas a su "rehabilitación".
Estas estrategias, agregó, han beneficiado directa o indirectamente a unos 232.000 jóvenes en toda el área metropolitana de San Salvador y en el occidente del país, con fondos mayoritariamente provenientes de la Unión Europea, que durante los últimos cinco años ha otorgado unos 15 millones de dólares para financiar el programa Pro-Jóvenes.
No obstante, Bonilla se queja porque algunos ejecutivos "no aplican de manera más creativa la responsabilidad social empresarial" y no "se abren a la juventud". Hizo un llamado para "fortalecer las estrategias de prevención, elevando la inversión pública y propiciando una mejor distribución del ingreso" que permita crear mejores oportunidades, en especial para los jóvenes.
Un informe de 2007 de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe estableció que El Salvador fue de 2004 a 2005, entre los 21 países analizados, el que menos destinó a gasto social en términos de su producto interno bruto (PIB). Apenas aportó 5,6 por ciento. Aunque luego trepó a 6,5 por ciento del PIB en 2007, esa inversión social sigue rezagada frente al promedio de las naciones de América Central, que ronda 13 por ciento.
Para Antonio Rodríguez, sacerdote de la iglesia San Francisco de Asís de Mejicanos, las estrategias de prevención parten de un "pecado de omisión", y ocultan las causas de la violencia. "Se trata de un problema de derechos humanos para los jóvenes, ya que esos jóvenes antes de ser victimarios han sido víctimas de abuso y violencia", afirmó.
Rodríguez sostiene que en la base de la violencia está "una estructura económica y política altamente corrosiva y violenta, basada en la desigualdad, que es la mayor causante de pobreza y violencia" y demandó del gobierno salvadoreño "la firma y ratificación urgente" de la Convención Iberoamericana de los Derechos de la Juventud.
Marvin Cuellar, un joven de 22 años, que reside en la comunidad finca Montreal, una zona suburbana de Mejicanos y dominada por las maras, se vio forzado a dejar sus estudios cuando terminó noveno grado por falta de recursos económicos y se dedicó a trabajar como cocinero en un restaurante en la capital salvadoreña.
"Pese a la implementación de programas y planes gubernamentales, la violencia no se detiene. Los jóvenes se incorporan a las pandillas por desintegración familiar, exclusión social, falta de recursos económicos", y a veces por negligencia de los padres, dijo Cuellar a IPS.
En su comunidad, agregó, hay entre cuatro y cinco asesinatos al mes. "En este país no hay opciones", concluyó el joven.