La concentración en los centros de asistencia de víctimas del ciclón Nargis elevará la presión local contra la dictadura de Birmania, según el diplomático y activista uruguayo Ignacio Seré, que en las últimas semanas participó en tareas de ayuda en ese país asiático.
Seré, quien ha dedicado años de su vida al desarrollo y apoyo de proyectos humanitarios que suele financiar con su trabajo como experto en informática, se encontraba en el norte de Tailandia cuando el ciclón devastó Birmania.
Por sus vínculos con la tailandesa Universidad de Chiang Mai y con la organización no gubernamental (ONG) local URUTHAI, le propusieron ingresar en Birmania en momentos en que todas las visas de extranjeros eran rechazadas.
Su objetivo era explorar la posibilidad de establecer un corredor humanitario por tierra hacia la ciudad de Thaton, a medio camino desde la frontera de Tailandia hacia Rangún, la principal ciudad birmana.
Ese corredor está ahora abierto y es utilizado por muchas organizaciones humanitarias, que han preferido establecer su base en Tailandia para evitar saqueos o requisas oficiales o semioficiales en sus depósitos de material de asistencia.
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La dictadura le concedió al activista uruguayo una visa de tres días. Se le permitió ingresar a áreas recónditas de territorio birmano, pero con limitaciones en cuanto al contacto con la población. Además, se le ordenó estar permanentemente en compañía de un representante del gobierno y de un paramilitar.
Seré ha dirigido proyectos de desactivación de minas antipersonal en África, y también otros en Asia y en Oceanía, donde casi por casualidad se encontró con ciclones, tsunamis y golpes de Estado. Su lugar habitual de residencia es Toulouse, Francia, donde es vicecónsul de Uruguay.
Seré contestó las preguntas de IPS por correo electrónico.
IPS: —La dictadura birmana aceptó ayuda de la comunidad internacional tras el ciclón Nargis. ¿Eso implica que admita un mayor escrutinio externo sobre su proceso político?
Ignacio Seré: —No. Lo que asume es un riesgo de contaminación que afecte la política de aislamiento. Las ONG serán sometidas a muchos controles y tendrán dificultades en sus operaciones. En esos controles, el gobierno va a quedar al descubierto ante ellas y ante la población.
La junta (dictatorial) realmente necesitará controlar si pretende mantener su política autista. Evidentemente —es mi experiencia en África— cuando una ONG se instala, con sus teléfonos satelitales y su propia conexión a Internet, no solo para los expatriados sino también para el personal local, se establece una dinámica de comunicación que transforma muchas cosas, más allá de los objetivos específicos del proyecto.
El régimen birmano va a correr riesgos objetivos. Eso explica, entre otras cosas, que haya prolongado la prisión domiciliaria de la líder opositora Aung San Suu Kyi, quien cumplirá 63 años el 19 de este mes.
—¿Qué garantías existen de que la asistencia internacional llegue a quienes la necesitan?
—¿Garantías? Mmmh Ninguna o muy relativas. Habrá que ver caso por caso. El gobierno militar birmano es imprevisible.
Evidentemente, las agencias que dependen de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) tendrán más posibilidades de trabajar con tranquilidad que las ONG. Para las pequeñas ONG, con poca capacidad de presión, será muy difícil.
En ese nivel juega un rol importante la coordinación entre organizaciones y sin duda, como es de uso, habrá procedimientos de seguridad comunes y una coordinación en la materia.
Las actividades de las milicias paramilitares hacen que el trabajo en muchas zonas sea de alto riesgo. En el viaje a Thaton pasamos por tres "check-points" (puestos de control). Dos de ellos eran de paramilitares.
—¿Qué argumentos usaban los representantes de la dictadura para justificar las trabas a los extranjeros?
—Hacia fuera, la posición birmana era de controlar y centralizar todas las actividades, con una presencia en el seno de cada ONG, así como un control en el uso de fondos y distribución de ayuda.
Ni la ONU ni las ONG podían aceptar esto, dado que hubiera sido, en los hechos, pasar a formar parte del aparato de propaganda del Estado, así como admitir el desvío de la ayuda para, por ejemplo, unidades militares dedicadas a la represión de minorías étnicas en la frontera norte y este del país.
En lo interno, el gobierno armó un par de "clips" con casos de tráfico de niños y pedofilia durante el tsunami, allí y en África, para explicarle a la población por qué el ingreso de extranjeros sin control del Estado era inadmisible.
—¿Usted participó, en la práctica, en la distribución de la asistencia?
—No. La idea era explorar las condiciones de acceso y de depósito seco sobre el terreno, así como asegurarnos lo mejor posible que el arroz del que disponíamos no sería vendido ni requisado por el ejército.
Además, el gobierno fue muy específico acerca de las limitaciones de contacto con la población. En el terreno encontramos indios, chinos y tailandeses —aceptados por los birmanos— trabajando, sobre todo, en los temas de agua y salud. Todos coincidían en que la distribución al margen del aparato del Estado sería muy difícil.
Entre otras cosas, se impuso a las víctimas del ciclón la obligación de registrar ante sus autoridades locales toda ayuda recibida, ya sea en alimentos o en materiales de construcción.
La ONG local con la que hice contacto me confirmó que no tenían permiso para distribuir materiales fuera de una determinada área, y que, para llegar más lejos, debían hacerlo a través del brazo político del gobierno, la Asociación de Solidaridad y Desarrollo de la Unión (USDA).
—¿La información sobre las consecuencias del ciclón que les aportaban las autoridades birmanas era fidedigna? IPS tuvo conocimiento de que, según cálculos de la propia junta, los muertos pueden haber llegado a 300.000.
—Tengo testimonios de los médicos tailandeses, que pueden moverse con una cierta facilidad por la región, así como cuentos atroces de refugiados en el templo de las afueras de Thaton, donde encontré personas que eran los únicos sobrevivientes de una aldea. En un caso, eran sólo tres hombres, de un poblado de 200 habitantes.
Sin intervención internacional difícilmente se sabrá exactamente el número de víctimas. Hablar de 300.000 no es imposible, teniendo en cuenta que la zona a la que yo tuve acceso no es la de mayor impacto.
—¿La junta les permitió a los trabajadores de asistencia extranjeros tener contacto o diálogo directo con la población?
—Los voluntarios asiáticos no tienen mayor problema, pero para mí fue casi imposible. Hasta para sacar fotos había que pedir las cámaras, y la mayoría de las veces nos negaron el permiso.
—¿Percibió un mayor grado de adhesión o de oposición a la dictadura en su último pasaje por Birmania?
—Mi percepción es subjetiva. Encontré más gente dispuesta a hablar. Y también mucho menos miedo que en 2001. La adhesión a la dictadura yo creo que nunca existió. La única vez que se permitieron elecciones bajo este régimen, con presencia de la oposición, el partido de Aung San Suu Kyi ganó por paliza. Los militares desconocieron el resultado y ella terminó en la cárcel.
—¿De qué forma cree que puede haber influido el desastre en el proceso político birmano?
—La reunión de los refugiados en los templos es un elemento altamente desestabilizador para los militares. Allí la gente habla, se indigna, busca culpables. Allí son todos víctimas, oficialistas y opositores.
Sin duda, va a haber una mayor presión sobre el gobierno. La presión traerá, inevitablemente, represión. Los militares birmanos no son ni muy originales ni tampoco más inteligentes que otros dictadores en el resto del mundo.
Y, al final, la gente se cansa de estar sometida a dioses, salvadores, militares, etcétera. La búsqueda de la libertad es propia de la naturaleza humana.