Cuando el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, mencionó el legado de la guerra de Vietnam (1964-1975) para justificar la permanencia de las tropas invasoras en Iraq, completó un derrotero retórico que pocos hubieran imaginado seis años atrás.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono en Washington, la analogía inmediata en la mente de los ciudadanos estadounidenses fue el ataque japonés a la flota del Pacífico en Pearl Harbour (Hawai) el 7 de diciembre de 1941, que determinó el ingreso de este país en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
El 12 de septiembre de 2001, muchos titulares de diarios hicieron referencia a "un nuevo día de infamia", parafraseando la frase que el presidente Franklin Delano Roosevelt (1933-1945) utilizó para caracterizar el ataque japonés.
Muchas personas en este país experimentaron una cierta alegría por la perspectiva de un retorno al grado de certeza y claridad de propósitos experimentados durante la Segunda Guerra Mundial, que marcó el punto más alto de la moral estadounidense y su poderío militar.
Ahora, sin embargo, la situación en Iraq se ha deteriorado y Vietnam reemplazó a la Segunda Guerra Mundial como la analogía dominante en la política exterior de Estados Unidos. A tal punto, que Bush sintió la necesidad de usarla para justificar sus acciones en su discurso del 22 de agosto.
Ese derrotero retórico es un resumen del cambio cultural que se produjo en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, argumenta el periodista Tom Engelhardt, un progresista impiadoso con los neoconservadores de este país, en su libro "The End of Victory Culture: Cold War America and the Disillusioning of a Generation" (El fin de la cultura de la victoria: Estados Unidos en la Guerra Fría y el desencanto de una generación).
El libro, publicado originalmente en 1995, acaba de ser reeditado por la Universidad de Massachusetts, con revisiones que dan cuenta de los episodios posteriores a los atentados de 2001.
Engelhardt describe la dolorosa disolución del mito triunfalista estadounidense durante la Guerra Fría, tal como se conoce el período de enfrentamiento con la ex Unión Soviética desde 1945 hasta la disolución de esta última.
El mito triunfalista, según Engelhardt, permitió históricamente la "conquista del Oeste", que lo llevó a Estados Unidos de su condición de ex colonia británica a su posición de superpotencia.
También permitió a los colonos que protagonizaron la expansión hacia la costa del Pacífico en el siglo XIX expropiar las tierras de los aborígenes y matarlos sin cargo de conciencia.
La línea argumental inicial de esta "cultura de la victoria" fue la brutalidad de las tribus indias, ejemplificada por sus arteros ataques a las indefensas carretas de los colonos que justificaron su inevitable matanza.
La historia de la conquista del Oeste es fácilmente adaptable a la Segunda Guerra Mundial. El artero ataque de Japón a Pearl Harbour pareció prefigurar y justificar la matanza de los japoneses por los bombarderos estadounidenses. Todo esto fue recapitulado en infinidad de películas, series de televisión y juegos para niños que constituyeron el núcleo duro de la concepción patriótica de este país.
Sin embargo, indica Engelhardt, en el momento en que el mito triunfalista alcanzó su cumbre en 1945 comenzó simultáneamente a desmoronarse. La obtención de la bomba atómica por la Unión Soviética tuvo un papel clave. Amenazó con convertir la victoria en un escenario de aniquilación apenas diferente a una derrota.
Como respuesta, Estados Unidos se volcó hacia las "guerras limitadas", que no llevaron a una victoria catártica sino a un confuso y frecuentemente insatisfactorio arreglo político.
La cultura de la victoria sufrió otro golpe cuando el enemigo en la Guerra Fría ya no tenía un carácter racial (occidentales contra orientales) sino ideológico. Los agentes comunistas no eran fácilmente identificables, por lo que los autoproclamados defensores del país pasaron a actuar en forma encubierta. La nueva guerra que definiría el destino del mundo fue fundamentalmente secreta.
La paranoia de la Guerra Fría debilitó la actitud de "hacer un círculo con las carretas" que caracterizó, como en las historias de la conquista del Oeste, la cultura de la victoria original. Engelhard relaciona esta cultura de la sospecha con manifestaciones como el macartismo, la "caza de brujas" protagonizada por el senador Joseph McCarthy de fines de la década del 40 hasta principios de los 50.
Pero, dice Engelhardt, la tumba de la cultura de la victoria fue Vietnam, que dio al traste con la mayoría de las satisfactorias certezas del mito triunfalista.
Los cowboys, aunque en minoría, siempre se las ingeniaban para matar a los indios, pero en esta ocasión la superioridad estadounidense no produjo una victoria en Vietnam. Y en el caso de la masacre de civiles en la aldea de My Lai, ya no fueron los indios sino soldados estadounidenses quienes asesinaron a mujeres y niños indefensos.
Vietnam también hizo difícil "poner las carretas en círculo". Estaban los vietnamitas "buenos" y los "malos", difíciles de distinguir. Y, en el frente interno, muchos jóvenes blancos de clase media parecían simpatizar con el enemigo.
A medida que las siempre crecientes bajas de los vietnamitas no produjeron una victoria, el mito de la invencibilidad quedó herido de muerte.
Los años posteriores a la guerra fueron testigos de varios cambios en la cultura popular. Hubo intentos explícitos de actualizar y revivir el mito triunfalista. La serie de películas de "Rambo" fueron un ejemplo.
Pero, de manera creciente, el espectáculo reemplazó a un sentido de identidad coherente. El soldado estadounidense ya no combatía a los japoneses, sino, por ejemplo, a una organización terrorista llamada Cobra, ideológicamente vacía y racialmente indistinta.
El verdadero "héroe americano" sólo podía ser distinguido de su némesis leyendo el texto en la cubierta de la caja de juguetes.
Este énfasis del espectáculo sobre la historia, argumenta Engelhardt, fue trasladado a la guerra. Un ejemplo fue la versión "especial para la televisión" de la aparentemente "quirúrgica" y no sangrienta primera guerra del Golfo Pérsico en 1991.
El relato del autor sobre los hechos hasta mediados de los años 90 mantiene la agudeza de la versión original. Pero los lectores estarán especialmente interesados en su visión sobre los últimos seis años.
En definitiva, los atentados de 2001 son los que volvieron supuestamente irrelevante el mito triunfalista. Muchos, tanto a la derecha o la izquierda del espectro político, afirmaron que los ataques harían posible resucitar la cultura de la victoria y volver a la época dorada de 1941.
Engelhardt no está de acuerdo. Sus referencias a la "presidencia estilo cowboy" de Bush, tan comunes, toman un nuevo sentido a través de su exploración del tema de vaqueros e indios a lo largo del libro.
También menciona en su nuevo epílogo la corta vida del resurgimiento de la cultura de la victoria luego del 11 de septiembre. Afirma que la aparición y expansión de medios de prensa crecientemente "omnívoros" vuelven imposible cualquier intento de mantener ese esquema mental.
En este punto, Engelhardt desafía a la "sabiduría convencional" según la cual el patriotismo estadounidense "aplastado" por el torpe manejo de Bush de la guerra en Iraq. Según el autor, incluso una campaña militar triunfante hubiera sido incapaz de revertir la disolución del mito triunfalista que se ha verificado durante los últimos 60 años.
La queja que pueden tener los lectores es que el tratamiento de la cultura de la victoria luego del 11 de septiembre de 2001, que amerita un libro en sí mismo, no recibe suficiente atención. Aunque se coincida con Engelhardt sobre la imposibilidad de generar un nuevo triunfalismo, el tema merece una discusión más profunda.