AMBIENTE-BRASIL: La caña de la amargura

Eran por lo menos 200 pajaritos asados, cuya escasa carne comían los zafreros en este pequeño poblado de Brasil. No los habían cazado, sino que simplemente los recogieron del suelo, entre los cañaverales incendiados.

"Es mi mayor tristeza. Ya no hay pájaros y animales silvestres en Maurilandia. Los pocos que quedan, a falta de bosques, se refugian en medio de la caña de azúcar y mueren cuando se le prende fuego para la cosecha a mano", se lamenta Corí Alves Ferreira al recordar el macabro "banquete".

Los cañaverales rodean a esta ciudad de unos 10.000 habitantes en el sur del central estado brasileño de Goiás, que sufre los efectos económicos, ambientales y sociales de la fábrica Vale do Verdao, productora de azúcar y alcohol instalada a menos de un kilómetro del área urbana.

Entre la fábrica y la ciudad corre el río Verdao (literalmente verde grande), también afectado por los cañaverales que se extienden hasta sus orillas.

El olor a caña quemada y a vinasa (residuo líquido del proceso de destilación para obtener alcohol de caña) se siente más fuerte en algunas horas del día.
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Las calles polvorientas ahora lucen un color ennegrecido en lugar del casi rojo que era su marca característica. El humo cubre la ciudad cuando se incendian los cañaverales, una necesidad para el corte manual a machetazos mientras no se mecaniza la cosecha.

A sus 70 años, Corí tiene muchos recuerdos, buenos y amargos, de la ciudad que colaboró a fundar, siendo aún adolescente, junto a sus hermanos y muchos otros aventureros que vinieron de todas partes para buscar diamantes en el río Verdao.

Su padre adquirió tierras en lo que es hoy el municipio de Maurilandia. Murió cuando él tenía nueve años. Los diamantes encontrados en el río le permitieron enriquecerse, como a sus cinco hermanos. Pronto llegaron unas 3.000 personas que levantaron una precaria localidad, marcada por peleas y asesinatos.

Pero los diamantes se agotaron y el paludismo atacó "hasta a los monos". Fue la estampida: sólo quedaron unos 300 de los pobladores originales. A Corí, quien por alguna razón nunca tuvo paludismo (malaria), le tocó hacer los senderos que se convirtieron en lo que hoy son las anchas calles principales de Maurilandia.

También fue el primero en tener un vehículo, un jeep, con el que transportaba a los enfermos a la ciudad vecina, dando una larga vuelta para cruzar el río.

El poblado se convirtió en municipio en 1963, cuando llegó a cobijar a unas 2.000 personas. Corí Alves Ferreira fue su primer alcalde, elegido para el período 1965-1969 cuando sólo tenía 26 años de edad. "Lloré", confiesa, al tener que abandonar el campo que había sido su vida y tenía todo por hacer.

Compró una casa para sede de la alcaldía y el concejo municipal. El brote de una fiebre que "enmudecía a las personas" lo hizo construir una balsa para romper el aislamiento impuesto por el río: 50 metros de orilla a orilla.

El joven alcalde logró que Maurilandia fuera una de las primeras ciudades de la región en tener electricidad, e implantó un sistema de abastecimiento de agua potable.

No había reelección. Por eso fue entonces concejal antes de volver al frente de la comuna, entre 1973 y 1977, cuando construyó escuelas y servicios de salud. Dejó el gobierno empobrecido. No recibía sueldo del municipio y pagó de su bolsillo obras como la electrificación. Tuvo que vender su hacienda.

Sin embargo le quedaron algunos inmuebles, cuyo arriendo le asegura una vida modesta. Enviudó, se volvió a casar, tiene seis hijos ya adultos. No le gusta la política ni quiere ser rico, sólo aspira a tener dinero suficiente para realizar su sueño de recorrer Brasil.

También desea reanudar su carrera de cantante, interrumpida luego del único disco grabado en 1984, a causa del fallecimiento de su compañero de dueto de música "sertaneja" (rural brasileña). Algunas canciones, de las que es coautor, todavía se escuchan en radios del interior, comenta Corí con orgullo.

Está molesto porque su sucesor en la alcaldía rechazó donar un área para la productora Vale do Verdao. La empresa se instaló entonces en tierras del otro lado del río, en el municipio de Turvelandia. "Maurilandia se quedó con la suciedad y sin los ingresos impositivos", explica.

Pero su mayor preocupación "es la cuestión ambiental", porque la caña lleva a deforestar todo, incluso en las tierras ribereñas, contaminando aguas incluso del manantial que abastece la ciudad, indicó. Y además extermina a los pájaros.

La población más cercana a la fábrica se queja del mal olor que sale de los establos donde la misma empresa cría ganado vacuno, alimentándolo con bagazo de la caña.

La contaminación provoca enfermedades respiratorias y dermatológicas. Marluce da Silva, enfermera del hospital local, sospecha que los agrotóxicos aumentaron los casos de cáncer de pulmón, intestino e hígado.

Su colega Vania de Souza, del puesto de salud de la Familia, se queja de la sobrecarga que representan los trabajadores zafrales para un municipio de escasos recursos.

Miles de personas llegan en los meses de cosecha, en general de mayo a diciembre. A ellas se suman los habitantes de municipios vecinos que buscan asistencia más calificada y accesible en Maurilandia.

Uno de esos casos fue el de Daniel Correia, quien se lesionó el pulgar de la mano derecha mientras trabajaba en una productora azucarera de Porteirao, pero fue tratado aquí porque estaba alojado en la ciudad.

Correia, de 25 años, casado y con dos hijos, viene de Maranhao, un estado del empobrecido Nordeste brasileño, la región que provee la mayor parte de los cortadores de caña en Goias.

Viajan tres días en autobús, pagando un pasaje que cuesta el equivalente a unos 100 dólares, para ganar alrededor de 400 por mes cuando hay caña para cortar. Un trabajo penoso, con jornadas de 10 e incluso más horas al día.

"Es poco, pero en la usina (fábrica) de mi tierra se gana mucho menos, 100 dólares como máximo", explica Francisco Lopes da Silva, quien dejó a su mujer y dos hijos en Maranhao.

Los miles de trabajadores que sobrecargan los servicios públicos de Maurilandia también alimentan la prostitución y el embarazo precoz, según una queja que se repite en esta ciudad. El puesto de salud de la Familia asiste actualmente a 110 embarazadas, y la mayoría no son residentes estables, según la enfermera de Souza.

Muchas adolescentes son madres a los 14 o 15 años, pero "este es un fenómeno que ocurre en todo el país", admitió. Está en Maurilandia desde mayo y cree que la explotación de la caña es beneficiosa. "La usina genera empleos, no falta trabajo para quien quiere trabajar y no hay mendigos o miserables en las calles", destaca.

Silvana Flores Felipe, profesora desde 1989 y dueña de una carnicería, opina, sin embargo, que la dependencia de la caña es fatal para la economía local. Asegura estar en quiebra. Las fábricas ahora ofrecen a sus trabajadores todas las comidas, quitando compradores a los comercios de alimentos de la ciudad.

Además, las empresas productoras construyeron alojamientos en sus propias tierras, y otras nuevas se están construyendo en municipios del sur de Goias, atrayendo población y negocios de Maurilandia, se lamenta Flores Felipe, quien heredó la carnicería de su marido asesinado en el robo a un banco en 2005.

Los asaltantes, entre seis y ocho, "fueron cercados por la policía, que llegó disparando", dice. El carnicero fue herido en las piernas y luego recibió un tiro de gracia de los bandidos que intentaron llevarlo como rehén. "La ciudad quedó paralizada tres días", recuerda.

Lisángela dos Santos, una comerciante de un barrio pobre de Maurilandia, tampoco cree en los beneficios económicos de la caña e identifica como un problema grave los casos de "maridos de cosecha", que abandonan a sus parejas embarazadas cuando vuelven a sus tierras lejanas.

Muchas adolescentes los buscan porque una posible relación estable les puede asegurar algún ingreso, como una pensión por el hijo, sostiene. "La caña no ofrece empleos para mujeres", explica Dos Santos.

Una adolescente de 16 años, que pide no revelar su nombre, es un ejemplo de esta situación. Tiene un hijo de nueve meses. El padre, con quien la relación duró dos años, es conductor de camiones en una fábrica cercana.

Ella siguió estudiando y asegura que no sufre discriminación o burlas por su condición. En su grupo hay otras tres madres adolescentes.

Tampoco tuvo problemas con su madre, una trabajadora doméstica divorciada quien, sin embargo, se declara sorprendida por la precocidad sexual de la actual generación. Su hija tuvo la primera relación a los 12 años, con un cortador de caña.

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