La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y Estados Unidos se empantanaron en Afganistán por su tozuda insistencia en la opción militar.
La alianza afronta grandes dificultades para derrotar a la insurgencia afgana y al renaciente movimiento islamista Talibán, según expertos en política exterior.
Analistas también subrayan el fracaso de la organización durante su última cumbre a fines de noviembre en Riga, capital de Letonia, para acordar un envío adicional de tropas a este país de Asia central.
Sin embargo, un fracaso de la OTAN no debe confundirse con un revés para Afganistán.
La lucha de la organización por defender su razón de ser tras el fin de la Guerra Fría supera su capacidad y su responsabilidad en este país.
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La idea de que un número mayor de efectivos es el único remedio para acabar con la amenaza talibán en Afganistán es ingenua y peligrosa.
Mientras más se concentre la OTAN en aumentar las operaciones militares y en la cacería de talibanes y miembros de Al Qaeda, más se arriesgará la vida de los soldados y menos atención se prestará en el fortalecimiento del ejército y de la policía locales, en los proyectos de reconstrucción y en la promoción de la sociedad civil.
Mantener a un soldado en Afganistán cuesta en promedio 5.000 dólares por mes, mientras uno del ejército local sólo 60 dólares.
Un aumento de sueldo y un programa de entrenamiento mejorado atraerían a muchos más soldados afganos y reduciría las altas cifras de deserción.
La opción de expandir las fuerzas de la OTAN y de Estados Unidos en Afganistán debería reemplazarse por una nueva estrategia de cuatro etapas.
El primer paso es quizá el más difícil, porque requiere de la autoridad moral y del coraje de Estados Unidos para terminar con su "caza de talibanes y miembros del Al Qaeda".
La OTAN no puede consolidarse como una fuerza estabilizadora en Afganistán, como hizo en Kosovo y Bosnia, si el Departamento (ministerio) de Defensa de Estados Unidos libra su propia guerra paralela contra el terrorismo.
Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, Estados Unidos ha apelado a todos los medios para eliminar a Al Qaeda y sus seguidores en este país, los talibanes.
Pero con esa actitud sólo logró envalentonar a sus enemigos y debilitar a sus aliados.
Los abusos cometidos en las bases militares estadounidenses de Bagram y Guantánamo, Cuba, los allanamientos de viviendas, los bombardeos, las alianzas con señores de la guerra y la falta de coordinación con las fuerzas de la OTAN no hicieron más que debilitar su autoridad moral.
Por su parte, los insurgentes supieron aprovechar esa situación.
Lo único que tiene Washington para mostrar es una larga lista de enemigos detenidos o muertos, bajas de combatientes y civiles, además de una creciente insurgencia en las provincias del sur y este del país que se beneficia del narcotráfico y de la corrupción gubernamental.
El segundo paso implica una redefinición de la misión de la OTAN.
Si Estados Unidos acepta retirarse de Afganistán, las fuerzas de la OTAN podrían centrarse consolidar a un ejército y a una policía locales, mejorar las relaciones con la población del sur y usar sus recursos técnicos y de ingeniería para respaldar programas de reconstrucción.
La mejor opción para derrotar al extremismo islámico, en Afganistán y en cualquier otro lugar, es educar e invertir en sectores más moderados de la sociedad.
Esto se relaciona con la tercera etapa.
Esos sectores tienen la autoridad moral, la legitimidad arraigada en la comunidad, y sobre todo, el conocimiento cultural para desafiar al extremismo.
En el caso de Afganistán, existe una gran cantidad de sectores progresistas a los cuales la comunidad internacional puede dirigirse en busca de apoyo.
El enfoque netamente militar de la OTAN en los últimos cinco años dejó poco espacio para que esos sectores se expresen y diluyan las tensiones.
Si Washington y Bruselas tuvieran el valor de dar un paso atrás, habría más espacio para que aparecieran esos actores moderados, mucho mejor capacitados para influir significativamente que los militares extranjeros.
Lo único que logra la opción militar es estimular aun más a los extremistas como los talibanes, el grupo Hizbi Islami y Al Qaeda.
El extremismo y el terrorismo no son más que muestras de un estado mental corrompido. Por tanto, una respuesta militar al problema es solo echar leña al fuego.
Mientras no se invierta más en los sectores progresistas de Afganistán y se les cree un espacio de acción, todos los logros de la población, de la OTAN y los obtenidos en nombre de la lucha contra el terrorismo en los últimos cinco años quedarán en la nada.
El cuarto paso, y no menos fundamental, es el compromiso genuino de los países vecinos a madurar y superar sus juegos políticos de la Guerra Fría para dar paso a una nueva era en beneficio de sus ciudadanos.
El siglo XXI trae aparejado una gran cantidad de amenazas para Asia central y sudoriental, mucho más peligrosas que el terrorismo.
Las pocas oportunidades económicas, los altos índices de analfabetismo, la sobrepoblación, la escasez de agua y la desertificación, los grandes desastres naturales y el legado de los conflictos armados son algunos de los desafíos que afrontan los jóvenes de la región.
Los países intervienen en Afganistán están gastando recursos fundamentales para el desarrollo y socavando las posibilidades de sus propios ciudadanos.
A menos que los líderes de la región y las potencias internacionales generen un ámbito para que se expresen los sectores progresistas de la sociedad civil, los problemas en Afganistán parecerán nimios respecto de los que se vienen.
(*) Publicado en acuerdo con el Killid Media Group.