Chile, como tantos pueblos y países de Iberoamérica y el mundo, ha debido sufrir quiebres políticos y económicos que llevaron a muchos de nuestros ciudadanos y a sus familias al destierro y la migración.
América y Chile recibieron con generosidad a miles de inmigrantes europeos cuando las crisis económicas, políticas y demográficas azotaron el Viejo Continente durante el siglo XIX. Ellos crearon aquí riqueza y cultura; se asentaron en nuestras tierras y se hicieron parte de nuestra identidad mestiza y múltiple.
Porque —es bueno tenerlo siempre presente— América, y en particular esta Iberoamérica que habla español y portugués, es fruto de las migraciones que hace 500 años determinaron el choque entre los conquistadores europeos y nuestros pueblos originarios.
Somos hijos de ese primer encuentro, traumático y fecundo, entre dos partes del mundo que hasta entonces se ignoraban.
Más tarde, en el último cuarto del siglo XX, Europa acogió a muchos de quienes debieron huir de las dictaduras que azotaron a nuestro continente. Chile, que sufrió de forma particularmente cruel los rigores del autoritarismo, está especialmente agradecido de todos aquellos que, en los cinco continentes, tendieron una mano amiga a los perseguidos y a quienes debieron buscar mejores horizontes por razones económicas o laborales.
Hoy, son cientos de miles los que buscan cada día mejores horizontes, borrando de alguna manera las fronteras nacionales en un proceso que coincide con la expansión aparentemente incontenible de la globalización.
El último informe "El estado de la población mundial", publicado por la ONU, muestra con crudeza cómo los flujos migratorios se han duplicado en 50 años y pone el acento en el papel central de las diferencias económicas: uno de cada tres inmigrantes vive en Europa, y uno de cada cuatro vive en América del Norte.
No parece posible, para decirlo francamente, detener o revertir los flujos migratorios en el contexto de la globalización, aunque es evidente que los gobiernos necesitan darles una legítima gobernabilidad.
Se trata de un tema en el que la cooperación del conjunto de la comunidad internacional resulta imprescindible, y debería estrecharse aun más.
Según el "Informe sobre las migraciones en el mundo 2005, de la Organización Internacional para las Migraciones, la percepción de que los migrantes son una carga para los países que los reciben no es consistente con los datos económicos. Hay una creciente valoración del efectivo aporte de las migraciones al desarrollo de los países de origen y de las comunidades de acogida.
Ello permite poner de manifiesto, como ocurrió en el reciente Diálogo de Alto Nivel de la ONU sobre Migración y Desarrollo, la estrecha relación entre migración internacional y desarrollo.
La migración no es un ilícito, sino una búsqueda legítima de mejores condiciones para la subsistencia y el desarrollo. Es necesario explicar esto a la opinión pública.
Lo que debemos combatir —y con la mayor dureza— es el tráfico y la trata de personas, cuyas principales víctimas suelen ser los grupos más vulnerables de la población: las mujeres, los niños y las poblaciones indígenas.
Aunque las migraciones produzcan muy comúnmente una percepción de vulnerabilidad entre la población de los países receptores, debemos asumir que los efectivamente vulnerables son los migrantes mismos: son ellos quienes abandonan sus países en condiciones generalmente precarias; son ellos quienes muchas veces ponen sus vidas y las de sus familias en manos de mafias y organizaciones criminales; son ellos quienes subsisten en situación irregular en los países de destino, como ocurre en la actualidad con un número aproximado de 30 a 40 millones de personas en el mundo, según estimaciones de Naciones Unidas.
Por ello, mi gobierno impulsa una política migratoria que protege los derechos de los migrantes, y que promueve la cooperación internacional, para armonizar el fenómeno migratorio con los procesos de integración y desarrollo, sin descuidar las legítimas necesidades de los países democráticos receptores.
Creemos que es preciso generar nuevas metodologías que permitan una adecuada gestión de las migraciones internacionales y de las oportunidades laborales. El desafío es armonizar migración y trabajo en el mundo global. Se requiere de una nueva mirada sobre los procesos migratorios internacionales que, más allá de los procesos económicos que los generan, mejore las condiciones de vida de los migrantes, su adecuada inserción y el pleno ejercicio de sus derechos.
Debemos poner en el centro de nuestras preocupaciones la vigencia y el respeto de los derechos humanos de los migrantes. Esa es la base de cualquier política o acuerdo internacional sobre esta materia. Por ello, nuestro país ha firmado y ratificado la Convención Internacional para todos los trabajadores migratorios y sus familias, vigente desde el año 2003. Si deseamos alcanzar mayores grados de gobernabilidad de las migraciones, podemos hacerlo desde los contenidos y compromisos de esta Convención Internacional.
Las migraciones son una dimensión constitutiva del proceso de globalización. Parte del desafío consiste en generar una cultura de acogida, fundamental a la hora de avanzar en la gobernabilidad de las migraciones internacionales. El primer paso para generar esa cultura corresponde a cada nación y a la región en la que esta se inserta.
La Comunidad Iberoamericana constituye nuestro espacio de valores e intereses comunes —derivados principalmente de una vinculación histórica y de un acervo cultural compartido—, y le cabe por tanto la responsabilidad de construir y fortalecer esta visión integradora, tan necesaria para responder adecuadamente a los nuevos desafíos que presenta el fenómeno migratorio.
Por ello, la Cumbre de Montevideo es un espacio privilegiado para avanzar en la construcción de nuevas ideas y conceptos sobre el fenómeno migratorio, a partir de nuestra tradición de solidaridad y principios humanistas. De este modo contribuiremos al desarrollo de un régimen internacional que reconozca la dignidad y derechos de los migrantes, como una dimensión de la gobernabilidad de la globalización.
En el fondo, las democracias debemos preguntarnos por la nueva dimensión del concepto de ciudadanía que surge si atendemos al papel que los flujos migratorios cumplen en los procesos de desarrollo, en la integración regional, y también a escala global.
Es preciso, entonces, que nos hagamos cargo de estas nuevas dimensiones de la dinámica migratoria, de manera que esta no se transforme en uno más de los elementos de aquello que podemos llamar, legítimamente, la cara oscura de la globalización.
* Michelle Bachelet es presidenta de Chile. Artículo del libro "Migraciones, un desafío global", de Editorial Comunica, publicado el 2 de noviembre.