Un sacerdote católico y dos jóvenes periodistas son piezas importantes en los avances en la lucha contra la violencia en el fútbol de Colombia, protagonizada por grupos surgidos a fines de los años 80 a imagen y semejanza de los hooligans ingleses y de las barras bravas del sur de América.
Los mensajes del padre Alirio López pidiendo tranquilidad desde el centro de un estadio, vestido con una camiseta con escudos de los dos equipos en cada juego, y la prédica de los reporteros Antonio Casale y Francisco Cardona contra el habitual lenguaje beligerante de colegas suyos, se suman a severas medidas de control para combatir a los violentos, al menos en Bogotá.
Las principales disposiciones de las autoridades pasan por restringir el ingreso de los menores de 18 años a los sitios demarcados para las barras bravas, la identificación con carné de los integrantes de estos grupos para alimentar una base de datos policial y el aumento de la supervisión para evitar la presencia en los estadios de personas con antecedentes delictivos.
La alcaldía de Bogotá, en particular, capacitó agentes encargados de la seguridad, que pusieron en práctica estrategias menos motivadoras de respuestas agresivas de los hinchas.
El asesinato del joven hincha del club bogotano Independiente Santa Fe, Andrés Garzón, en el estadio Nemesio Camacho "El Campín", el principal del país, marcó el año pasado el inicio del cambio. La paz poco a poco parece llegar a las tribunas de la capital colombiana, pese a que la muerte aún anda suelta en el fútbol en otras ciudades.
Tras el partido jugado entre Millonarios y el club Tolima, el 24 de este mes en la capital del departamento de igual nombre, hinchas locales atacaron el autobús con partidarios del equipo bogotano. En la riña un joven cayó al pavimento y fue arrollado por un vehículo, mientras otro fue acuchillado al intentar subir al transporte y aún está en estado grave.
A esto se suma el asesinato a fines de este mes de Octavio Velásquez Mejía, ex presidente del club Envigado, y en el correr de este año también fueron muertos los futbolistas Elson Becerra, en Cartagena, y Martín Zapata, en Cali.
A pesar de estos nuevos casos extremos, la esperanza se instala entre los pacíficos amantes de este deporte. "Hoy, el final de los partidos (en Bogotá) es una fiesta", comenta a IPS Camilo González, un seguidor de Deportivo los Millonarios (Millos), el otro gran club de la capital colombiana.
"Con spray de colores se escriben mensajes en el aire, se lanzan rollos de papel desde las tribunas que simulan una caída de agua y los autobuses son compartidos por hinchas de distintos equipos", detalla.
El padre Alirio, como se lo conoce, comenzó su campaña contra la violencia en 2001, durante la alcaldía bogotana de Antanas Mockus (2001-2003), quien es reconocido por su esfuerzo en busca de inculcar en los ciudadanos la cultura del respeto hacia el otro en la diferencia.
Pero esa política de Mockus y la lucha del sacerdote estuvieron precedidas por un hecho no menos importante. La iniciativa desde 1998, cuando apenas superaban los 25 años de edad, de Casale, conocido hincha de Millonarios, y Cardona, seguidor de Santa Fe, de trabajar en equipo para motivar el control de la violencia desde las transmisiones de los partidos.
"El fútbol es una guerra en paz, fue uno de nuestros lemas iniciales", recuerda Casale en diálogo con IPS. "A los jóvenes les decimos: es cierto que ir al fútbol es una posibilidad de desahogarse, pero sin necesidad de agredirnos. Y nosotros, sin esconder la preferencia por nuestros equipos, somos respetuosos frente al micrófono", explica.
La primera expresión de violencia masiva en los estadios colombianos se dio en abril de 1989 en El Campín, al término de un partido por la Copa Libertadores de América entre Millonarios y Atlético Nacional, de la noroccidental ciudad de Medellín. Los analistas marcan allí el nacimiento de las barras bravas locales.
Los fanáticos de Millos formaron entonces los llamados "Comandos Azules" y los de Independiente Santa Fe, popularizado como "Santafecito lindo" se agruparon en la "Guardia Albiroja", por los colores del club. Esas organizaciones fueron imitadas luego en Medellín y en la occidental ciudad de Cali, donde se radican otros dos clubes grandes del fútbol colombiano.
Eran los tiempos de auge de los grandes carteles de la droga, que inyectaban dinero en abundancia a los clubes.
El narcotraficante Pablo Escobar, muerto en 1993, financió a Nacional, que tuvo así su mejor desempeño nacional e internacional como equipo y aportando buena parte de sus jugadores a la selección de Colombia que participó en los mundiales de Italia en 1990, de Estados Unidos en 1994 y de Francia en 1998.
Los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, hoy presos en Estados Unidos, patrocinaron a América, de Cali, y Gonzalo Rodríguez Gacha, abatido en 1989, apoyó a Millonarios. La bonanza de los equipos decayó al ser desmantelados los carteles.
Pero los vínculos de los llamados "dineros calientes" con el fútbol colombiano tienen larga data. Un informe de 1997 de la estatal Superintendencia de Sociedades denunció que entre 70 y 80 por ciento de las acciones de cinco clubes eran entonces propiedad de narcotraficantes.
"Al lavado de dólares, se sumaron desapariciones que ensombrecieron aún más el fútbol criollo. En 1986 fueron asesinados Pablo Correa Ramos, directivo del Medellín, y Octavio Piedrahita, ex propietario de Nacional y del club Pereira", según la investigación del periodista Wilson Sánchez titulada "Autogoles del fútbol colombiano".
El caso más conocido fue el asesinato en 1994 del futbolista Andrés Escobar tras la eliminación de Colombia en el torneo mundial de Estado Unidos al perder un partido decisivo con un gol suyo en contra de su equipo. "Su padre insiste en que el crimen está vinculado a las apuestas ", recordó Sánchez.
En 1995, el entonces presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, Juan José Bellini, fue condenado a seis años de prisión acusado de ser testaferro de traficantes y de enriquecimiento ilícito.
Al disminuir la intervención del narcotráfico, el panorama tomó un nuevo curso, pero no mermó la violencia entre hinchas.
Las barras bravas se consolidaron y los enfrentamientos dejaron muchos muertos. Ello llevó a que se establecieran lugares específicos para cada grupo en el estadio principal de Bogotá, donde se destinó el lateral norte par los seguidores de Millos y el sur para los de Santa Fe.
"En la época de mayor confrontación era necesario llegar al estadio por lo menos cuatro horas antes", recuerda hoy González, quien, sin pertenecer a la barra brava de Millos, asistió en ocasiones a esas tribunas especiales. Lo hizo "por curiosidad y con cierto temor", comentó a IPS.
"Las requisas de la policía eran extenuantes. Había que entrar descalzos y casi desnudos. Pero vimos muchas veces los cuchillos, las navajas dentro del estadio antes del partido. Bebían y fumaban marihuana. Lo que no sé es cómo ni quiénes facilitaban ese accionar impune", agrega.
Mientras esto pasaba en graderías, los periodistas Casale y Cardona comenzaron su trabajo con mensajes de calma a través de su espacio radial llamado "Rock-and-gol". Por su parte, el sacerdote Alirio inició su práctica de llamar a la cordura desde el mismo campo de juego y portando en su vestimenta los distintivos de los dos equipos en disputa.
Esos mensajes son hoy fortalecidos a través de espacios de televisión que hacen contrapeso a otros similares que, por sus narraciones agresivas, se han ganado la apatía de muchos.
"Es el caso de Carlos Arturo Vélez, el presentador de televisión que, siendo paisa (apelativo de los nacidos en el departamento de Antioquia), ataca a Santa Fe y a Millos y favorece con sus comentarios a los clubes de su región. No hay respeto por las preferencias y los fanáticos bogotanos le gritan: paisa, hijo de puta, porque no se larga pa su tierra", contó González.
El lenguaje de muchos narradores deportivos, su falta de tino para motivar el deporte en franca y sana competencia ha originado controversias y análisis. Entre ellos la tesis de grado de periodismo de William Díaz titulada "El lenguaje del fútbol en la radio y su incidencia en la hinchada".
"Los hinchas van en la búsqueda de un objetivo común: acompañar al equipo de sus amores. Pero es importante insistir en cómo el lenguaje utilizado en la transmisión de los partidos de fútbol genera responsabilidad ante la sociedad", sostiene.
En medio de ese cuadro de situación, con elementos desfavorables para periodistas y policías, los llamados a la calma han sido perseverantes con resultados paulatinos.
"Los integrantes de las barras bravas son en 80 por ciento muchachos desesperanzados, sin oportunidades ni alternativas, con baja autoestima y los efectos de una violencia intrafamiliar muy compleja", recordó el padre Alirio en entrevista otorgada a la cadena británica BBC.
El fútbol es una pasión que mueve masas en el mundo, al punto que traspasa la realidad, para soñar que puede ser al menos una tregua en el conflicto armado interno en este país, como lo plasmó el director de cine Sergio Cabrera en "Golpe de Estadio" (1998), un filme en que guerrilleros y soldados ven un partido juntos ante el único televisor del caserío selvático.
Pero los sueños trascienden hasta llegar a límites que permiten pensar que esos jóvenes, con las frustraciones que anota el padre Alirio, algún día no tengan rabia ni dolor que desfogar en las barras de sus equipos porque se habrán satisfecho sus necesidades básicas, físicas y psicológicas. (