En uno de los valles de la colombiana Sierra Nevada de Santa Marta, el pueblo indígena kankuamo publica un libro con las cuentas de los asesinados por los actores armados en la guerra interna de este país.
«Eran gente buena, inocente». La mujer que me ha brindado un café amargo en el antejardín de tierra de su casa, bajo un almendro que prodiga su sombra al calor del mediodía, alza la mirada y cierra el libro «Hoja de Cruz», que aún huele a tinta fresca.
Se ha pasado 17 minutos leyendo en voz alta los nombres de los muertos de la comunidad indígena kankuama que aparecen, uno a uno, al pie de su fotografía. «Aquí están todos los muertos que han matado», dice la mujer a un vecino que se acerca con curiosidad.
Desde 1982, suman 342 los muertos, 234 de ellos a partir de 1999. Sólo en 2003 se cometieron 71 asesinatos.
Del total, 138 fueron en la norteña Atánquez, capital del pueblo kankuamo, de unos 13.000 miembros y una de las 94 etnias que pueblan Colombia y que suman cerca de un millón de indígenas en una población de 41,3 millones de personas.
La matanza decayó a partir de medidas ordenadas desde 2003 por el sistema interamericano de justicia. El año pasado fueron asesinados seis kankuamos.
En la Sierra Nevada de Santa Marta habitan 160.000 campesinos que llegaron, en su mayoría, empujados por la pobreza y la guerra a partir de los años 40 del siglo pasado, detrás de una renovada ola de «evangelización» católica. Este es el hogar ancestral de unos 50.000 indígenas de cuatro pueblos: ijka, kággaba, wiwa y kankuamo.
Aquí se yerguen los picos nevados tutelares de Colombia, que a sólo 42 kilómetros del mar Caribe alcanzan hasta 5.775 metros de altura. En 2002, parte de esta región natural fue declarada reserva de la biosfera por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
[related_articles]La Sierra tiene forma de pirámide de tres caras. Los kankuamos habitan la parte baja de la cara sudoriental, y sus aguas son consideradas «estratégicas» para Valledupar, capital del departamento del Cesar, a sólo 90 minutos de Atánquez por carretera.
La llamaremos Luisa. Va por los cuarenta y tantos. Lee serena y casi sin dificultad, mientras la brisa seca del vecino desierto en la península caribeña de La Guajira le ayuda a pasar las hojas del libro, que tiene como subtítulo «Memoria histórica de los impactos del conflicto armado en el Pueblo Indígena Kankuamo».
A veces descubre cuál era el nombre que correspondía a un rostro, otras comenta: «Y a este, ¿también lo mataron?».
«Hoja de Cruz» es una publicación de 20,5 por 13,5 centímetros y 241 páginas, no lleva firmas y cuando habla de los kankuamos se refiere a «nosotros». Los listados, las fotos y reseñas breves de cómo ocurrió cada hecho, con su correspondiente responsable, abarcan 150 páginas.
«Pero si ya nos mataron, y eso no tiene remedio, ¿para qué se recuerda?, ¿qué hacer con los culpables?, pregunta un anciano kankuamo a otro en la introducción. «Habrá que pedirles que se asombren y se espanten de lo que han hecho, para que no lo vuelvan a repetir», contesta el otro.
[pullquote]1[/pullquote]A veces, Luisa comenta las fotografías mientras sigue leyendo los nombres: «Ese señor sí era servicial. Es que aquí no hay casi cuál escoger. Éste era un profesor, muy buena gente. Éste, era un muchacho muy especial.
«Por lo general aquí casi todo el mundo era bueno. Es que yo creo que aquí no mataron gente mala. Aquí realmente a todo el mundo lo mataron supuestamente por guerrillero pero aquí los guerrilleros están muy tranquilos en el monte», dice.
En realidad, los rebeldes, en armas desde 1964, también han matado kankuamos. Según «Hoja de Cruz», por cuenta de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han sido 68 los muertos, y del Ejército Nacional de Liberación (ELN), 16.
Este último grupo secuestró entre septiembre y diciembre de 2003 a ocho turistas mochileros y exigió a cambio de su libertad que una comisión de la verdad de la Iglesia Católica y el ombudsman (defensor del pueblo) hicieran un informe sobre la crisis humanitaria que se vivía entonces en la Sierra Nevada, condición que fue cumplida.
La publicación de «Hoja de Cruz» fue pagada por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), que maneja los fondos del «componente humanitario» de la estrategia estadounidense contrainsurgente y antidrogas conocida como Plan Colombia. Este país andino es el tercer receptor de ayuda militar de Washington, después de Israel y de Egipto.
A su vez, a los paramilitares ultraderechistas «Hoja de Cruz» les atribuye 190 asesinatos; a organismos estatales, 16, nueve a la delincuencia y en 40 casos no se supo la autoría.
¿Y cuántos serán los huérfanos? «Imagínese. Si nada más los del barrio son una cantidad, y pequeñitos todos. En mi familia hay cuatro niñas así», y señala a una chiquilla de seis años que se nos ha acercado: «Esa quedó en barriga, es de mi hermano menor», agrega, pues el padre, maestro, no alcanzó a verla nacer.
«Iba a firmar un contrato y por el camino lo esperaron», relata.
Aquí «mataban al que se les opusiera. Como decían ellos, ‘vamos a matar a Fulano’, y lo mataban. Campesinos, empleados, maestros, mujeres que no tenían que ver con nadie», es decir con ningún grupo armado, aunque se sabe de algunos kankuamos que militan en la guerrilla y otros entre los paramilitares.
Una niña de siete, pero que por su estatura parece de cinco años, vestida de rosa, entra a la casa como una exhalación. Hace tres años mataron a su mamá. «Iba con ella (en el transporte público), le quitaron a la niña de las manos, se la dieron a los pasajeros y a ella la bajaron y la mataron enseguidita. Eso a la niña no se le ha quitado de la mente».
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, parte del sistema de la Organización de los Estados Americanos, impuso medidas cautelares de protección para todos los miembros del pueblo kankuamo en septiembre de 2003.
En julio del siguiente año, y después de otros 32 muertos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, máximo tribunal continental, expidió a su vez medidas provisionales, que conminan perentoriamente al gobierno colombiano a salvaguardar la vida de los kankuamos como etnia.
[pullquote]2[/pullquote]Los habitantes no saben explicar muy bien en qué consisten las dichosas medidas; sólo que la matanza disminuyó.
A cambio, el colorido parque infantil en Atánquez permanece vacío, rodeado de sacos verdes de arena apilados a manera de trincheras por la policía, que retornó al pueblo después de 12 años de ausencia, «para cuidar». ¿Quién juega en el parque? «¿Pues quién más va a ser? Los policías», contesta Juan Carlos, un habitante.
También a cambio, se ha instalado en pleno resguardo (territorio indígena), y contrariando la voluntad de las autoridades nativas locales, una base militar recostada contra el único colegio de secundaria que comparten las comunidades de Chemesquemena y Guatapurí, otros dos de los 12 poblados kankuamos.
La base atraviesa un lugar de culto, una piedra sagrada para las cuatro etnias de la Sierra desde donde se domina el valle del territorio kankuamo, que se abre como un abanico hacia el oriente y deja ver sus suelos semi-calcinados por la deforestación de decenios y la erosión.
En total, en toda la Sierra ha sido destruido más de 82 por ciento del bosque primario, según la Fundación Pro Sierra Nevada de Santa Marta, fundada en 1986 por el ex ministro del Medio Ambiente Juan Mayr.
La fuerza pública continúa tildando a los kankuamos de «guerrilleros». En agosto del año pasado, cuando la insurgencia izquierdista atacó un convoy policial en el límite del resguardo y mató a 15 carabineros (policía montada), en represalia fueron detenidos unos 50 indígenas. Varios siguen presos.