Quince meses después del tsunami que arrasó Asia, la mayoría de los habitantes de la septentrional aldea srilankesa de Manalkadhu todavía esperan una vivienda permanente. Pero la guerra les genera más inseguridad que la falta de techo.
Las famosas minas de arena de Manalkadhu se desvanecieron en un remolino de casas y seres humanos cuando las olas gigantes impactaron contra la aldea, el 26 de diciembre de 2004.
Hoy, la mayoría de la población, que depende de la pesca y de la venta de arena para la construcción, aún reside en campamentos improvisados levantados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Al menos 210 familias viven en tiendas de campaña y, a diferencia de otras partes de la isla, no hay quejas por la larga espera de una morada permanente.
Pero lo que sí causa terror es la renovada hostilidad entre el gobierno y los insurgentes Tigres para la Liberación de la Patria Tamil (LTTE).
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Los Tigres y el gobierno observar una tregua —la más larga en la historia de Sri Lanka— desde febrero de 2002, acordada por mediación noruega.
Pero en los dos meses previos a una reunión realizada en enero, entre representantes del gobierno y los Tigres en Ginebra, el cese del fuego llegó al borde del colapso por la violencia renovada, especialmente en la septentrional localidad de Jaffna, un baluarte tamil.
Por lo menos 120 personas, incluyendo 80 funcionarios de servicios del gobierno, murieron en estos episodios de violencia. El LTTE no se declaró responsable de los ataques. En cambio, sí lo hizo una nueva organización armada, la Fuerza de Resurgencia Tamil (TRF).
La TRF asegura en sus comunicados estar integrada por no combatientes, pero los ataques se interrumpieron cuando mediadores noruegos se reunieron con altos dirigentes del LTTE y obtuvieron garantías para regresar a la mesa de negociaciones.
Pero los Tigres continuaron brindando entrenamiento militar básico a civiles dentro de las áreas bajo su control.
Antes del cese del fuego de 2002, más de 65.000 personas fueron muertas en dos décadas de combates, librados por los Tigres contra las fuerzas de seguridad, en su afán por lograr un estado autónomo en el norte y este para la minoría tamil de este país.
Más de 70 por ciento de los 18 millones de habitantes de Sri Lanka son de la etnia cingalesa —la mayoría budistas— y 18 por ciento son tamiles, cuyos ancestros proceden del sur de India y practican el hinduismo.
La guerra desplazó a 100.000 de los 600.000 habitantes de Jaffna, según las últimas investigaciones del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
La combinación guerra civil-desastre natural masivo dejó a la mayoría de las víctimas de Jaffna indefensas, según agencias dedicadas a la asistencia humanitaria.
"Las víctimas del tsunami de este distrito ya fueron víctimas de una guerra étnica que conmocionó sus vidas a un grado inimaginable", advirtió el PNUD en un informe titulado "Consulta popular sobre alivio, reconstrucción y rehabilitación post-tsunami en Sri Lanka", que fue entregado este mes al presidente de ese país, Mahinda Rajapakse.
"La guerra se había cobrado vidas durante casi dos décadas, mientras la devastación generada por el tsunami fue instantánea. Naturalmente, las personas están deprimidas y frustradas por haber pasado por desastres naturales y hechos por el hombre", agregó.
Más de 60 por ciento de las necesidades de reconstrucción corresponden al norte y el este, donde se concentra la población tamil. Como la violencia aumentó, las agencias de alivio redujeron sus tareas. Dada la naturaleza étnica del conflicto, los tamiles de esa área se quejan ahora de discriminación gubernamental.
El informe del PNUD dijo que las víctimas no tienen poder suficiente para demandar a las autoridades un tratamiento igualitario y se sienten marginadas a causa del conflicto étnico.
El informe, compilado con ayuda de la Comisión de Derechos Humanos de Sri Lanka y el Centro de Extensión Comunitaria de la Universidad de Colombo durante tres meses del año pasado, involucró debates en 1.100 aldeas de los 13 distritos de Sri Lanka afectados por el tsunami.
"Si la guerra comienza de nuevo, será un gran problema. Podemos esperar por las casas, pero la guerra terminará con todo", dijo a IPS Anthonypillai Joseph, un pescador de 66 años del campamento improvisado de Manalkadhu.
La reciente ola violencia disparó un éxodo masivo: 16.000 personas huyeron del nordeste hacia las áreas controladas por los Tigres, relativamente seguras. Incluso los afectados por el tsunami se fueron, según Joseph.
"Tomamos lo que pudimos, como sillas y utensilios. Algunos regresamos, pero todavía estamos nerviosos", dijo Luth Aruldass, quien estaba entre quienes huyeron de Manalkadhu.
Dos miembros de su familia habían formado parte de los Tigres y murieron en combates anteriores. Familias semejantes se convertían en sospechosos naturales y Aruldass no tuvo otra opción que emigrar a zonas dominadas por los rebeldes en enero.
"Pasamos nuestro tiempo en una escuela y eso fue todo", relató. De regreso en Manalkadhu, Aruldass espera que la situación se calme.
Mientras hablaba, podía oírse el sonido distante de las armas automáticas disparadas por soldados practicando. Como Manalkadhu está cerca de las áreas controladas por los Tigres, el ejército teme que los insurgentes usen la playa para un ataque a gran escala.
"Pueden ingresar desde el mar. Tenemos que ser cuidadosos", dijo un soldado que custodiaba la carretera principal.
Las precauciones aumentaron en los últimos dos meses. Se construyeron nuevas líneas de búnkers y también hubo soldados patrullando regularmente la zona del campamento.
A los pescadores se les permitió realizar su trabajo incluso en aguas profundas y el gobierno flexibilizó a comienzos de mes la prohibición de pescar en algunas partes del norte.
Pero la vida en el campamento tiene sus propios problemas. Según el informe del PNUD, las víctimas necesitan urgentemente viviendas permanentes.
"Las personas se quejan de que viven en condiciones calurosas e incómodas. Desde que se mudaron a estos refugios sufren enfermedades tales como tos y sinusitis. También temen que techos y paredes no resistan una lluvia torrencial", indicó.
"No tenemos ninguna privacidad, ni dentro ni fuera de la casa. Tenemos que usar servicios sanitarios públicos y 12 casas comparten uno", explicó Rita Anisha, de 18 años.
En su casucha de una habitación había seis niños y cuatro adultos, incluida una abuela.