Los ciudadanos de Estados Unidos conmemoran su independencia bajo el espectro de dos ismos que amenazan la perdurabilidad y fortaleza de la república y que recuerdan a la Alemania de la primera mitad del siglo XX: el militarismo y el nacionalismo.
Tal es la advertencia que se formula en dos ensayos publicados en los últimos meses, escritos por expertos de muy distinta procedencia: el columnista del diario Financial Times Anatol Lieven y el coronel del ejército retirado Andrew Bacevich.
America Right or Wrong: An Anatomy of American Nationalism (Estados Unidos en el acierto o en el error: Una anatomía del nacionalismo estadounidense), de Lieven, advierte que Washington dio la espalda al patriotismo cívico del credo estadounidense que combina libertad, estado de derecho e igualitarismo político.
En cambio, afirma el periodista, predomina un nacionalismo radical y vengativo que remeda a las peores tendencias y errores de la Alemania que avanzaba hacia la primera guerra mundial (1914-1918).
Por su parte, The New American Militarism: How Americans Are Seduced by War (El nuevo militarismo estadounidense: Cómo la guerra seduce a los estadounidenses), de Bacevich, advierte que el enamoramiento de la población con la fuerza y los militares constituye una doble amenaza.
Según este militar retirado, representa un peligro tanto para las propias Fuerzas Armadas como institución, a medida que los políticos les asignan la solución de problemas que antes les eran ajenos, como para los ideales republicanos sobre los que Estados Unidos fue fundado.
En ese sentido, Bacevich cita una frase escrita en 1795 por el ex presidente James Madison: De todos los enemigos de la libertad pública, la guerra tal vez sea el más temible, pues incluye y desarrolla el germen de todos los otros. Ninguna nación puede preservar su libertad en medio de la guerra continua.
Los dos libros, publicados por la editorial de la Universidad de Oxford, resumen algunas de las críticas más mordaces de la política exterior y militar de Washington tras la invasión a Iraq en marzo de 2003.
Los análisis de Lieven y Bacevich resultan familiares para quienes siguen el análisis de expertos izquierdistas, pero ninguno de los dos autores podría ser confundido con ellos.
Bacevich, graduado de la academia del ejército en West Point, veterano de la guerra de Vietnam y militar de carrera, solía escribir para la revista neoconservadora Weekly Standard y para la ultraderechista National Review.
Y Lieven, un británico que vivió un año de su adolescencia en Alabama, siente un profundo cariño por Estados Unidos y ha promovido un retorno al realismo ético de los años posteriores a la segunda guerra mundial (1939-1945).
El experto trabaja hoy para el centro académico New American Foundation, luego de pasar varios años en el Fondo Carnegie para la Paz Internacional.
Las dos versiones del nacionalismo entre las que, según Lieven, ha oscilado el espíritu estadounidense son el cívico, basado sobre los principios universalistas de la Iluminación y que animaron la Declaración de Independencia hace 229 años, y el exclusivista y agresivo al que denomina antítesis, que se remonta a la reforma protestante y a las guerras religiosas.
El primero es optimista por naturaleza y apela a la razón y al estado de derecho. La antítesis, en cambio, es en muchos sentidos antimoderna, radical, profundamente alienada de las supuestas elites predominantes y de la cultura dominante y hasta paranoide.
A lo largo de toda la historia estadounidense, también ha sido profundamente racista, no solo hacia los negros, sino también hacia la mayoría de las minorías religiosas, incluidos católicos y judíos.
De todos modos, ambos nacionalismos comparten la idea de que Estados Unidos es excepcional en su apego a la democracia y a la libertad y es, por lo tanto, excepcionalmente bueno. Por lo tanto, debe ser excepcionalmente poderoso y, por su naturaleza, no puede emplear su poder con objetivos malos.
Esta creencia en la bondad fundamental de Estados Unidos, que corre desde los primeros colonos europeos —los peregrinos— hasta el presidente George W. Bush, pasando por Woodrow Wilson, refuerza, naturalmente, todo lo que muchos europeos y buena parte del resto del mundo consideran objetable de la política exterior de Washington.
Este absolutismo moral, este mesianismo y ese desprecio por la historia puede tener graves consecuencias, dice Lieven, en particular si quien los ostenta es la única superpotencia del mundo tras un periodo en que prevaleció sobre el mal, en primer lugar los nazis y luego los comunistas, durante la guerra fría.
Muchos, si no la mayoría de los ciudadanos estadounidenses, combinan los dos tipos de nacionalismo en grados y proporciones variables, si bien desde los años 60 el hoy gobernante Partido Republicano ha tendido a identificarse más con la antítesis, según el autor.
Este proceso ha sido alentado en los últimos 30 años por dos grupos en particular: la derecha cristiana, con líderes como Jerry Falwell y Pat Robertson, y los neoconservadores, que incorporaron la retórica del credo estadounidense a la perspectiva irritada y exclusivista de la extrema derecha, al tiempo que atacaban al realismo dominante en el Partido Republicano por considerarlo inmoral y entreguista.
En la más controvertida pero también persuasiva sección del libro, Lieven argumenta que ambos nacionalismos cumplieron su papel en atar la política estadounidense a los gobiernos derechistas de Israel, del mismo modo en que los nacionalistas eslavos ataron la política imperial rusa a los radicales serbios en las vísperas de la primera guerra mundial.
A medida que el nacionalismo estadounidense se ha mezclado con una versión chauvinista del nacionalismo israelí, ha jugado un papel absolutamente desastroso en el vínculo de Washington con el mundo musulmán y en el impulso al terrorismo, sostuvo el columnista.
En los periodos en que la antítesis ha dominado la política estadounidense —el último de ellos durante el maccartismo—, el péndulo finalmente apuntó en sentido contrario, salvando a la nación de caer en el autoritarismo o en un estado permanente de chauvinismo combativo.
Lieven advirtió, de todos modos, que otro gran atentado terrorista como el del 11 de septiembre de 2001, que se cobró 3.000 vidas en Nueva York y en Washington, podría originar un estado de sitio permanente, y que la continua tensión de la clase media con el proceso de globalización y cambios económicos podría drenarla a filas de la enojada, quejosa y agresiva antítesis.
El coronel Bacevich, director del Centro de Relaciones Internacionales de la Universidad de Boston, también se muestra preocupado por el destino de la república, y ve que la Derecha Cristiana y los neoconservadores cargan con la mayor parte de la responsabilidad en la ola militarista.
Pero más que acusar a un sector o grupo en particular, o aun al propio Bush, este militar retirado considera que no debe perderse de vista la naturaleza bipartidista y cultural del fenómeno.
Entre otras importantes contribuciones, Bacevich destaca la de la industria cinematográfica en Hollywood, la de una generación de intelectuales de la defensa, como Albert Wohlstetter, y las doctrinas de seguridad de los gobiernos demócratas de Jimmy Carter (1979-1983) y Bill Clinton (1993-2001), así como la del secretario de Estado (canciller) del primer gobierno de Bush, Colin Powell.
El momento clave, según Bacevich, fue a comienzos de la década del 90, cuando el colapso de la Unión Soviética, único rival de fuste de Estados Unidos durante buena parte del siglo, debió haber derivado en una reducción de las posiciones militares de Washington en el planeta.
La primera guerra del Golfo, en 1991, puso por tierra con esa posibilidad, a lo que no fueron ajenos los intereses del complejo militar industrial.
Parecía entonces que las Fuerzas Armadas, recuperadas del fiasco de Vietnam, podían hacer cualquier cosa que desearan, y, dados los avances tecnológicos, de un modo en que lo que apareciera en televisión fuera menos sangriento.
Desde la perspectiva de Bacevich, la diplomacia coercitiva —como la ejercida en la operación contra Yugoslavia contra la represión de la minoría albanesa de la provincia de Kosovo en 1996— y la guerra preventiva —como la lanzada contra Iraq en 2001— no son tan distantes como el opositor Partido Demócrata pretende.
Al cabo de la guerra fría, Estados Unidos le dijo 'sí' al poder militar. El escepticismo hacia el ejército y las armas (…) que predominó en el experimento estadounidense desde su fundación, se disolvió. Líderes políticos, tanto liberales como conservadores, se enamoraron del poder militar, sostuvo el experto.
Como consecuencia, hasta un grado sin precedentes en la historia, los estadounidenses han llegado a definir la fuerza y el bienestar de la nación en términos de preparación y acción militar y sobre el impulso de los ideales militares, añadió.
Como la lectura de los dos libros deja en claro, el nacionalismo y el militarismo, reseñado uno por Lieven y el otro por Bacevich, están, en realidad, íntimamente relacionados. Lo cual los convierte en una lectura recomendable para las vísperas del 4 de julio.