En sentido contrario a las favelas de Río de Janeiro, la capital haitiana nace en la montaña con escasas y amuralladas mansiones para caer a borbotones hacia el mar, en una escalera de casuchas cada vez más paupérrimas y frágiles a medida que se acuesta sobre la costa.
Yo me voy con ustedes. ¿Cuándo nos vamos?, preguntan a los periodistas uruguayos los niños que frecuentan la puerta de la base del batallón conjunto Uruguay 1 en Puerto Príncipe, en busca del desayuno o de otros alimentos y, especialmente, del trato acogedor que se les presta.
Su español elemental termina allí o en algún que otro latiguillo que usan los militares uruguayos que conforman el segundo mayor contingente de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah, por sus siglas en inglés), después del brasileño.
Uruguay, a 5.000 kilómetros de distancia, puede parecer a estos niños más accesible que las cimas de las colinas que rodean Puerto Príncipe y a las que sólo se asciende con poderosas camionetas de doble tracción o con automóviles lujosos de vidrios oscuros.
El desfile matinal de miles de niños y niñas —idénticos a los que se acercan a las bases uruguayas de Puerto Príncipe y de otros puntos del sudoeste del país—, impecablemente vestidos con uniformes escolares de colores que identifican a cada colegio, puede engañar al extranjero, pues se contradice con una proporción de analfabetismo de 50 por ciento.
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Las familias haitianas hacen un verdadero culto de la escuela para sus hijos, no correspondido por el Estado, que sólo cubre 30 por ciento de la oferta educativa y deja el resto en manos privadas, sin control ni programas coherentes y estructurados, muy lejos de la educación paga tanto de países del Norte rico como del Sur pobre.
El Estado está ausente en la educación como en otros aspectos de la vida haitiana. Aquí todo es estimado grosso modo, no hay datos estadísticos ni cifras confiables, pero los males son mayores que los números.
Cualquiera puede abrir una escuela privada, sin necesidad siquiera de presentar un certificado de estudios ni justificar estructura alguna. El resultado es, en general, una enseñanza ficticia que al poco tiempo suma más analfabetismo, dijo a IPS el francés Guillaume Devars, uno de los asesores electorales de la Minustah.
Se trata de una educación lineal sin ninguna capacidad crítica. No se enseña a razonar. No hay comprensión del idioma escrito, se hace sólo a través de la simple lectura y la repetición, sin método de elaboración del lenguaje, explicó Devars, quien llegó a Haití hace más de dos años como integrante de una organización no gubernamental católica de su país.
De ese modo caen los primeros peldaños de la escalera de ascenso social, a los que luego seguirán otros pasos en el vacío, como la casi imposible inserción laboral en una economía en vías de extinción, sólo colgada de la supervivencia a toda costa.
Haití está bajo una administración interina y ocupado por una fuerza internacional de paz desde el 29 de febrero de 2004 —cuando un golpe de Estado derrocó al presidente constitucional Jean-Bertrand Aristide—, tiene una población de 8,5 millones de habitantes, de los cuales al menos 80 por ciento son pobres.
La solución de la crisis perenne, pero cada vez más terminal, pasa por reducir la brecha entre esa población y los contados dueños de las colinas, afirman autoridades interinas, un dictamen tan viejo como inútil a juzgar por la miseria endémica a la vista.
La venta callejera, que cruza la capital en los cuatro rumbos, es la herramienta de subsistencia más próxima para los habitantes, cuatro millones en Puerto Príncipe. El pescado frito se ofrece, rociado de insectos, en recipientes metálicos colocados al borde de canaletas por las que corre agua contaminada.
Junto a otra variada y similar muestra de alimentos de poca higiene, la oferta incluye ropa, colgada en largas paredes, relojes de desconocida procedencia y algún que otro artículo tan brilloso como inútil, expuestos sobre mesas, debajo de las cuales mujeres y niños pequeños esperan algún cliente.
Las angostas veredas, que recorren en largas caminatas hombres y mujeres de orgullosa elegancia o en las que esperan las tap tap (camionetas cubiertas con toldo y con bancos que ejercen de transporte público) son a la vez un gran muestrario comercial de intercambio entre los propios transeúntes.
Ese mar humano no parece inmutarse al paso de la caravana de vehículos blancos con la inscripción UN (por Naciones Unidas en inglés), en la que viaja IPS como parte de la delegación de periodistas uruguayos llegados a Haití el sábado en una visita organizada por el ejército de ese país sudamericano.
Los reporteros se trasladan en un confortable minibús con aire acondicionado, escoltado por camionetas pertrechadas a guerra, que se abren camino en el caótico tránsito capitalino, librado a la mano del destino. Las calles empinadas, muchas de ripio, tienen dos estrechísimas vías y doble sentido.
El universo que viborea por la ciudad tampoco parece reaccionar al proceso electoral, cuya promoción brilla por su ausencia pese a que las autoridades se han propuesto empadronar en tres meses a la mitad de la población, cuyo promedio de edad no supera los 18 años.
El cronograma electoral prevé comicios locales el 9 de octubre y generales el 13 de noviembre.
Haití se parece mucho a una gran feria donde los milagros son de supervivencia. El arte de la venta se muestra como el único desarrollado en la capital y en el interior (Les Cayes, Jeremie o Port Salut, en el sudoeste), en especial si es ostensible el aspecto extranjero del potencial comprador.
De la reconstrucción tan señalada por los planes trazados por la comunidad internacional, nada aparece a la vista del observador. El símbolo más patético de lo inconcluso son las viviendas, semidestruidas la mayoría, otras en pie por inercia, o de paredes sin terminar y aberturas en las que, algún día, debería colocarse una ventana o una puerta.
Gran parte del problema es la prometida asistencia financiera internacional que no llega, a menudo porque los donantes no encuentran instituciones a las que entregarla o no confían en quienes deben administrarla.
En 2004, el gobierno interino, con ayuda de expertos internacionales, estableció en 1.300 millones de dólares el monto de la cooperación más urgente destinada a reconstrucción e institucionalización del país, con un plazo de dos años.
Los donantes internacionales, encabezados por Estados Unidos, se comprometieron a entregar los fondos en una conferencia celebrada en Washington en julio de 2004. Casi un año después, en marzo, sólo se habían desembolsado 250 millones.
Los países ricos volvieron a prometer unos 1.000 millones de ayuda en una segunda conferencia celebrada ese mes en Cayena, Guayana Francesa.
Lo que ni siquiera está en construcción es la red de saneamiento y de agua potable, ausencia ancestral que ha hecho del país una enorme cloaca.
El problema es especialmente grave en Puerto Príncipe, cuya población se duplicó en los últimos 20 años por la migración rural que abandonaba la agricultura del arroz, arruinada por la apertura del mercado al producto subsidiado estadounidense.
El agua potable existente, especialmente si es envasada, se encarece a grados superlativos a medida que trepa las serranías capitalinas, otro palo en la rueda del temerario que pretenda subir los peldaños sociales.
Por eso, a diferencia de la brasileña Río de Janeiro, aquí los pocos privilegiados se cuelgan de las alturas, poniendo distancia entre ellos y las costas del mar Caribe, en las que se apiña la mayoría.