Más escépticos, pragmáticos y maltrechos, llegan al gobierno de Uruguay, como antes al de Brasil y al de Argentina, los sobrevivientes de la cárcel, el exilio, la emigración y la caída de paradigmas ideológicos.
La instalación este martes del líder del izquierdista Frente Amplio-Encuentro Progresista-Nueva Mayoría, Tabaré Vázquez, como nuevo presidente de Uruguay completa una trilogía de gobiernos del Mercosur (Mercado Común del Sur) protagonizados por quienes fueron jóvenes militantes vapuleados por el autoritarismo de los años 70 e inicios de los 80.
Algunos politólogos se afanan por adivinar cuán parecida será la administración de Vázquez a las de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil o Néstor Kirchner en Argentina, los tres países miembros del Mercosur junto a Paraguay.
Incluso se cruzan en los análisis gobiernos muy disímiles, como los de Ricardo Lagos en Chile, y Hugo Chávez en Venezuela, y hasta el socialista de partido único del cubano Fidel Castro.
Pero otros, más acertados, se detienen en la particularidad de Uruguay —un pequeño país de ubicación geopolítica clave en la región y fuerte tradición democrática— y en la construcción de su izquierda, que muestra diferencias notables con las experiencias en sus vecindades.
La instalación de la era progresista, como la definen los politólogos Adolfo Garcés y Jaime Yaffé, confirma, más allá de los matices de cada país del sur de América, una suerte de impronta histórica nacida en la década del 60, cuando las corrientes izquierdistas de variado origen y matriz filosófica e ideológica pugnaban por el mismo fin pero por distintos caminos.
Una disputa sesentista marcada a fuego entre quienes asumían la lucha armada a caballo del triunfo de la revolución cubana en 1959 y aquellos que apostaban a cambiar el sistema socioeconómico a través de las urnas, con la experiencia de la Unidad Popular chilena liderada por el socialista Salvador Allende, que llegaba al gobierno en 1971 con una ayudita de la mayoría de la Democracia Cristiana.
El Partido de los Trabajadores, hoy gobernante en Brasil, también nace de las revueltas políticas y sindicales contra la dictadura instaurada en 1964, conducido por cuadros marxistas y trotskistas, algunos de frustrada experiencia guerrillera, cobijados por las comunidades de base de la Iglesia Católica y nutridos de la Teología de la Liberación.
Un camino a la argentina, pero con puntos de contacto con el brasileño, transitó la rama del Partido Justicialista que hoy lidera Kirchner, en el poder desde mayo de 2003.
Son los sobrevivientes de la Juventud Peronista, que a fines de los años 60 y comienzos de los 70 postulaban el socialismo nacional, en el que convergían análisis marxistas, el postulado de justicia social del movimiento nacional y popular concebido a fines de los años 40 por Juan Domingo Perón y la fuerte impronta de los curas (sacerdotes) del Tercer Mundo.
Esos militantes del peronismo revolucionario, que conjugaron la vía electoral y la insurgencia de Montoneros, sortearon el exilio, la traición de dirigentes, el ostracismo interno, la masacre de la dictadura (1976-1983) con sus 30.000 desapariciones, y la ola neoliberal del también peronista Carlos Menem (1989-1999) y han puesto ahora a Argentina en un rumbo alineado con Brasil.
En los años 70, en una América convulsionada por la guerra fría, en Uruguay se materializaba una alianza tan particular que a sus impulsores les costaba explicar fuera de fronteras.
Detrás del nombre de Frente Amplio se encolumnaron los marxistas partidos Comunista y Socialista, el Partido Demócrata Cristiano, escindidos de los partidos fundacionales Colorado y Nacional o Blanco, una variada gama de pequeños grupos izquierdistas y hasta el brazo político del entonces guerrillero Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros.
En esa multifacética conjunción de corrientes de pensamiento se basa, según historiadores y analistas, la perdurabilidad de la agrupación que llega al gobierno después de soportar algunos crujidos internos de separación y re-unión, y una dictadura (1973-1985), instalada con anuencia de sectores derechistas colorados y blancos y que cayó sobre la izquierda con todo su peso.
Como señala el informe Nunca Más, elaborado por el no gubernamental Servicio de Paz y Justicia, la modalidad de la dictadura uruguaya fue la prisión prolongada, a diferencia del régimen chileno de Augusto Pinochet (1973-1990) que optó por fusilar a sus opositores y el de Argentina que usó como táctica preferida la desaparición forzada y masiva de personas.
Desde 1972, un año antes del golpe de Estado cívico-militar, pasaron por las cárceles uruguayas casi 5.000 personas, 3.700 de las cuales ni siquiera vivieron la parodia de enjuiciamiento, según ese estudio. Todas sometidas a torturas, las más jóvenes a violaciones sistemáticas, algunas inducidas al suicidio.
La proporción de detenidos, 75 por ciento de los cuales tenía menos de 34 años, llegó a ser de 31 cada 10.000 habitantes, lo cual situaba entonces a Uruguay en un deshonroso primer lugar en América Latina en cuanto a prisioneros por razones políticas, apuntan los historiadores Gerardo Caetano y José Rilla.
A ellos se agregan casi 200 desaparecidos, la mayoría en Argentina, y decenas de miles de uruguayos exiliados o emigrantes por razones económicas.
Ese ensañamiento feroz contra la izquierda, o contra quienes la dictadura suponía adherían a ella, no logró borrar a la que muchos analistas señalaban en 1971 como frágil coalición frenteamplista, también llamada despectivamente colcha de retazos por blancos y colorados.
Por el contrario, desde la reinstalación de la democracia, en marzo de 1985, el Frente Amplio no cesó de crecer.
En las elecciones que ungieron como presidente al colorado Julio María Sanguinetti, el Frente Amplio saltó de 18 por ciento de su primera cita en las urnas en 1971 a 21 por ciento, pese a que aún permanecía proscripto tras nueve años de cárcel su líder histórico, Líber Seregni, fallecido en 2004.
Tampoco minó sus fuerzas electorales el quiebre de 1989, en medio del cimbronazo que provocó la implosión de la Unión Soviética y su campo socialista europeo en las izquierdas de todo el mundo.
A pesar del retiro ese año del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y del Movimiento por el Gobierno del Pueblo, dos de los grupos fundadores de la coalición, el Frente Amplio mantuvo el mismo caudal electoral y obtuvo la alcaldía de Montevideo, donde residen casi la mitad de los 3,2 millones de uruguayos.
Pero el salto cuantitativo se dio tras la reunificación , bajo el nombre de Encuentro Progresista-Frente Amplio que, con el reingreso del PDC, la adhesión de blancos escindidos y la primera candidatura presidencial de Vázquez, alcanzó 31 por ciento de los votos y dividió en tres tercios al electorado.
En 1999 la disputa fue mano a mano, instaurado el balotaje con una reforma constitucional. Luego de conseguir 40 por ciento de los votos en primera vuelta y 45 por ciento en la segunda, la izquierda perdió la presidencia a manos del colorado Jorge Batlle.
Desde entonces, especialmente después del colapso económico de 2002, muy pocos dudaron que la izquierda —con el nombre agregado de Nueva Mayoría— se alzaría con el gobierno que se inicia este martes.
La carga de expectativas de los uruguayos, votantes o no de Vázquez, es abrumadora, y no sólo por ser la primera vez que la izquierda asume el gobierno de este país, que en casi todos los años desde su independencia estuvo en manos del Partido Colorado con pocos interregnos blancos.
Vázquez llega a la presidencia con mayoría absoluta en el parlamento, también inédita desde mediados de los años 60, por lo cual no tendrá la excusa de trabas políticas que afrontan otros mandatarios de la región, como Lula y en alguna medida Kirchner.
Además, deberá afrontar las consecuencias de la debacle de 2002 en un país que vio aumentar la pobreza casi al doble hasta abarcar hoy a 37 por ciento de la población y a más de 50 por ciento de niñas y niños, la caída de los ingresos en 17 por ciento y la emigración de más de 100.000 personas, la mayoría jóvenes y educadas.
Esta grave herencia social y la inconclusa investigación sobre el destino de los desaparecidos en la dictadura aparecen como desafíos inmediatos a superar para que esta experiencia obtenga un crédito que le permita superar el descrédito en el que cayó la política regional en los años 90. (