Las mujeres, más si son jóvenes, obreras y pobres, corren el riesgo de aparecer degolladas, mutiladas y ultrajadas sexualmente una mañana cualquiera en plena calle de alguna ciudad latinoamericana, como lo certifican más de 1.500 casos en la última década y que aún siguen impunes.
Los asesinatos registrados en especial en la mexicana Ciudad Juárez, fronteriza de Estados Unidos, en la capital de Guatemala, en Alto Hospicio, Chile, además de Brasil y El Salvador dejan un reguero de sangre que nadie sabe donde termina, según activistas femeninas, académicos, parlamentarios y funcionarios reunidos en Santiago de Chile.
Son crímenes que pesan sobre la conciencia de los Estados, que, al no intervenir según las obligaciones establecidas en el derecho internacional, permiten la impunidad de este fenómeno, conocido como feminicidio, sostuvieron participantes del encuentro.
La violencia sexual es característica del feminicidio. Son mujeres que se han encontrado con sus genitales mutilados y la mayoría presenta violación, explicó a IPS, la antropóloga Isabel Espinosa.
Sus cuerpos están ubicados de tal manera que sus órganos sexuales están expuestos y no da lo mismo si se mató un hombre o una mujer. Es decir, hay una connotación sexual intencional, añadió la experta, quien fue una de las expositoras de la Jornada de Reflexión—El feminicidio en América Latina, realizada el 5 de este mes en Santiago por la organización Amnistía Internacional (AI).
Esta organización humanitaria con sede en Londres lanzó el 8 de marzo la campaña global No más violencia en contra de las mujeres, que propone enfrentar el maltrato a la población femenina afirmando los principios de universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos.
Para erradicar este tipo de violencia hay que promover la igualdad de género, buscar la justicia para los casos de violaciones de derechos humanos por discriminación sexual y determinar irrevocablemente la responsabilidad de los Estados y la comunidad internacional en el ejercicio diligente para castigar a los autores de estos crímenes, según AI.
El feminicidio se define como el fenómeno que ha cobrado la vida de miles de mujeres en la última década en América Latina por causas muchas veces derivadas del deterioro de los indicadores socioeconómicos y por una tradición patriarcal enraizada en la región, que intimida a las mujeres mediante muertes violentas con rasgos de misoginia.
Uno de los ejemplos más emblemáticos son las llamada muertes de Juárez. Se trata de más de 300 mujeres asesinadas desde 1993 luego de haber sido secuestradas, violadas y torturadas.
Todas las mujeres asesinadas eran jóvenes, de escasos recursos económicos, inmigrantes en camino a Estados Unidos, estudiantes o trabajadoras de la denominada maquila, la industria de ensamblaje en zonas francas que atrae las mayores inversiones externas y no cuenta con ninguna regulación dada la liberalización del comercio.
Las presiones internacionales hicieron que el gobierno de México iniciara una investigación a partir del 2001, pero según la información recogida por Espinosa, hasta hoy a la impunidad de esos asesinatos se agregan entre 400 y 4.000 mujeres reportadas como desaparecidas y entre 30 y 70 cadáveres aún sin poder identificar.
Es sospechosa la poca claridad en las cifras del gobierno y de las organizaciones de mujeres, apuntó la antropóloga.
Mientras, en la empobrecida localidad chilena de Alto Hospicio, 1.800 kilómetros al norte de Santiago, 17 jóvenes, 11 de ellas menores de 18 años, fueron secuestradas, violadas, golpeadas y asesinadas entre 1998 y 2001.
Las autoridades, tras las denuncias correspondientes una vez que desaparecieran las jóvenes, culparon a las propias víctimas, atribuyéndoles abandono de hogar y esta involucradas en maltrato familiar, prostitución y trata de blancas, en una actitud calificada por los expertos de criminalización de la pobreza.
Las mujeres de Alto Hospicio no fueron consideradas ciudadanas de derecho durante su desaparición ni luego de comprobarse las razones de su muerte, afirmó la socióloga Sonia Vargas en su exposición en el foro de AI.
En el caso chileno, el Estado ofreció reparación económica a los familiares de las víctimas de Alto Hospicio, pero ellos aún arrastran el estigma de ser pobres, lo cual les arrebata el derecho a la justicia, aseguraron.
Guatemala es otro claro ejemplo que para Amnistía Internacional urge visibilizar. Desde 2001, más de un millar de cuerpos de mujeres aparecieron estrangulados, decapitados o mutiladas en hoteles o en la vía pública. Muchos llevaban un letrero donde se leía muerte a las perras, recordando las formas de tortura utilizadas durante los 36 años de guerra civil que azotó al país.
Las asesinadas eran residentes de barrios populares y áreas marginales, empleadas en quehaceres domésticos o estudiantes, cuyas edades fluctuaban entre 13 y 36 años.
El año pasado se registraron 383 crímenes violentos con características de feminicidios, 306 de los cuales aún no están esclarecidos, según la única investigación realizada por la organización Redes de No Violencia.
En febrero, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) concluyó que el feminicidio en Guatemala había rebasado ampliamente al caso de Juárez, pese a lo cual había pasado casi desapercibido.
Cuando existen esos niveles de impunidad, se supone que hay violencia cometida por las autoridades, declaró la relatora especial de la ONU sobre violencia contra la mujer, Yakin Ertük.
Para las organizaciones de mujeres, estos asesinatos responden a un sistema patriarcal en el que están inmersas las sociedades de toda América Latina. Existe un patrón del ejercicio del poder eminentemente masculino, que coloca en una situación de vulnerabilidad a mujeres que provocan rupturas de las matrices culturales.
Hay algo que está presionando, porque son niñas que rompen los roles de género tradicionales. Son jóvenes estudiantes, que iban a las discotecas, no temían salir en las noches, lo que aparece como transgresor, explicó Espinosa.
En todos los casos las respectivas policías operaron con indolencia ante los asesinatos, reflejando estereotipos de sociedades patriarcales que respaldan la violencia, con cierta forma de dominación y prevalencia de normas y valores que sitúan a la mujer en desmedro respecto del hombre, sostuvo Ingrid Wehr, cientista política de la Universidad de Chile.
El coordinador del Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, Claudio Nash, dijo a IPS que la despreocupación de las autoridades obedece a factores culturales e institucionales, que permiten no sólo la violencia en serie, como en estos casos, sino también la violencia doméstica, adquiriendo una práctica sistematizada de invisibilización por parte del Estado.
El Estado tiene una responsabilidad indirecta por sus omisiones y falta de la debida diligencia en las investigaciones, sanciones y reparaciones a las víctimas y sus familiares, a lo que está obligado de acuerdo al derecho internacional.
Para Nash, existe también un sesgo cultural y de género que minimiza estos problemas. Pareciera que sólo por el hecho de ser mujeres (las víctimas) la situación de violencia o pobreza es menos grave, como si ser objeto de estas agresiones fuera algo intrínseco al ser mujer. No son vistos como violaciones de derechos fundamentales.
El concepto de feminicidio no ha sido recogido por ninguna legislación, sino que se emplea en los ámbitos académicos y del movimiento feminista, porque es más político, ya que no sólo involucra al agresor individual sino que apela a la existencia de una estructura estatal y judicial que avala estos crímenes, aclaró Espinosa.
La Convención Interamericana de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1994, conocida como Belem do Pará (Brasil), definió y precisó la violencia contra las mujeres, especificó los ámbitos y agentes que la pueden cometer e incorporó las responsabilidades del Estado al tolerarla.
También el Estatuto de Roma, de 1998 y que regula la Corte Penal Internacional (CPI), tipifica la discriminación por género e identifica los crímenes de lesa humanidad como aquellos que son cometidos en forma generalizada y responden a un patrón sistematizado, coordenadas en las cuales se sitúa el feminicidio.