DESARROLLO-ARGENTINA: Perdidos en la reserva

Nadie podía imaginar el abandono de los habitantes de la reserva natural de General Pizarro, en el norte de Argentina, hasta que autoridades provinciales decidieron vender esas tierras con fines agrícolas.

La inusitada decisión del gobierno de la septentrional provincia de Salta, que retiró la protección legal a la reserva de General Pizarro y subastó en junio buena parte de su superficie entre empresas agrícolas, puso sin querer en el centro de la escena a los paupérrimos habitantes humanos de ese bosque.

”En 1995 la comunidad wichí eben ezer no tenía las vacunas (obligatorias) y la mitad de los niños se moría antes del año”, relató a IPS el pastor evangelista Gabriel Ramos, que trabaja en la zona.

”El gobierno no se preocupa porque ellos no tienen documentos, no votan, no figuran como argentinos, entonces nacen y mueren así, sin que quede registro”, agregó.

Ramos lleva a cabo su misión pastoral en el salteño departamento de Anta, donde se encuentra el territorio protegido habitado por más de 3.000 personas, entre indígenas y campesinos.
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Aunque los predios aún no han sido ocupados por sus nuevos dueños (pues se presentaron recursos de amparo ante la justicia para impedir la venta), la reserva tiene muy poco de ”protegida”.

Fue establecida en 1995 para resguardar 25.000 hectáreas, apenas un trozo del Chaco serrano, hábitat boscoso sobre la suave pendiente de las sierras, y decenas de sus especies vegetales y animales amenazadas.

Pero en casi 10 años, no se destinó siquiera un guarda parques a la reserva, ni recursos para que sus habitantes hicieran uso sustentable de su diversidad biológica y tuvieran condiciones mínimas de salubridad.

”Es tremenda la discriminación hacia la comunidad” wichí, explica Ramos. ”El gobierno dice que son vagos y alcohólicos, y el resto de la población de la zona los ignoraba, hasta que se dieron cuenta de que si hay alguna esperanza de retener estas tierras es porque ellos, los wichís, están aquí”, explicó.

El cacique eben ezer Donato Antolín relata las dificultades cotidianas. Los hombres -únicos que hablan algo de español- recogen leña, recolectan miel y cazan animales del bosque para subsistir. Las mujeres, que solo hablan wichí, hacen artesanías con fibras y semillas.

Las tradiciones se mantienen ”intactas”, según Ramos, pero sin ninguna asistencia del Estado y con un alto costo social. Este mes, Ramos y Antolín viajarán a Buenos Aires, para presentar sus reclamos al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).

”A pesar de que Salta es la provincia más multiétnica de Argentina y alberga nueve de las 10 etnias de este país, el INAI está a 1.600 kilómetros de aquí, en Buenos Aires”, protesta Ramos, el único criollo (hijo de inmigrantes) de la zona que habla wichí y que mantiene contacto frecuente con los indígenas.

Mientras la comunidad wichí no tiene asistencia médica ni educativa, el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, del mismo Partido Justicialista que el presidente Néstor Kirchner, maneja la provincia como si fuera un feudo, dicen sus críticos.

”Ellos (los gobernantes) están en el negocio de la agricultura, la industria, los medios periodísticos, los bancos, los seguros, los concesionarios de autos”, enumera la concejal Beatriz Ponce para IPS.

”Ganan (las elecciones) porque la gente vota con el estómago, y no traiciona al que le da el alimento, la frazada, o quizás un par de zapatillas”, reflexiona la mujer, que representa a vecinos de Pizarro, el pueblo que está dentro de la reserva.

Los intentos de dialogar con las autoridades fueron en vano. Los funcionarios siempre están ”de viaje” cuando se pide audiencia. Y las respuestas a los llamados nunca llegan.

En la aldea eben ezer, mientras Antolín habla con IPS, las mujeres y los niños se mantienen expectantes a una distancia de 50 metros.

”Las mujeres son duras para hablar, pero entienden. Los niños no van a la escuela porque no hay maestro bilingüe. Yo fui a pedir uno, pero nunca lo mandaron”, se queja Antolín.

El religioso Ramos instaló una escuela en su casa, pero el gobierno de Salta lo conminó a pagar impuestos a la educación privada o cerrarla.

Los wichís intentaron asistir a la escuela pública. ”La maestra me decía: 'Donato, estos niños no hablan, se quedan mudos'. Y yo le decía que tenga paciencia hasta que comprendan”. Pero al tiempo, los niños se cansaron y no quisieron asistir, mientras otros fueron rechazados por el establecimiento.

Ninguno de los hijos de las 25 familias wichís de la reserva está escolarizado.

Cada tanto, Ramos y feligreses de su iglesia evangélica visitan la aldea, los vacunan y les llevan alimentos. No siempre los visitantes son médicos. A veces acuden para trasladar algún enfermo al hospital más cercano, a unos 120 kilómetros.

Diez años atrás, los wichís -que vivían en la espesura del monte- se trasladaron a la zona cercana al pueblo para trabajar en obras de construcción a cambio de comida.

Por entonces Ramos inició su contacto y asistencia a la comunidad. Los menores no estaban vacunados y muchos morían de cólera. ”De una familia con ocho niños, sobrevivían cuatro”, resumió el pastor.

Todavía las mujeres dan a luz sin asistencia, y los pocos casos de anemia que pudieron ser diagnosticados son muy graves, asegura Ramos.

”Una vez llegué y una mujer había estado dos días tratando de dar a luz, pero el bebé estaba atravesado”, relató. La trasladó en su camioneta hacia el hospital y, ”por milagro”, el niño se acomodó y nació sin dificultad. ”Fuimos rezando todo el camino”.

Carlos Ordóñez, vecino de Pizarro y dueño de una tienda de comestibles, llegó a este remoto lugar cuando la privatización de la compañía petrolera Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) lo dejó sin empleo, a mediados de los años 90, tras haber trabajado 22 en la también salteña Tartagal.

Ordóñez se movilizó para que los medios de comunicación informaran sobre la decisión oficial de anular la reserva y vender las tierras fiscales en las que muchos campesinos viven con un puñado de cabezas de ganado y en total pobreza.

Viviendas improvisadas con chapa, madera y bolsas de plástico, mujeres y hombres con ropas remendadas. Así viven los campesinos criollos. Sus vacas son tan huesudas que casi no parecen de la misma especie que las que pastan más al sur, en la pampa húmeda.

Apenas dan leche y muy poca carne, lo justo para no morir de hambre.

”Nos dicen que somos usurpadores porque vivimos en tierras fiscales, pero yo les digo que así es como nacieron todos los pueblos, en asentamientos alrededor de los lugares de trabajo”, justifica Ordóñez, y recuerda que el pueblo se formó junto a los obrajes instalados en 1936 para el tendido del ferrocarril, hoy inexistente.

Nicasia Reyes es una campesina que nació y creció en Pizarro. Tiene 46 años y enviudó ya dos veces. Madre de 12 hijos, tres de ellos nacieron en su campo, sin ayuda. ”Corté el cordón, los lavé, los vestí y los acomodé”, explica con naturalidad.

El agua para beber no es segura. ”Hay mucha parasitosis porque el único control sobre es un dosificador de cloro, y no hay cloacas”, explicó Ordóñez. Además, un establecimiento agropecuario instalado ”monte arriba” amenaza con dejar sin suministro al pueblo.

”Acá la gente sufre en silencio, pero tiene miedo de protestar. Es nuestra idiosincrasia, tenemos miedo de que el poder nos aplaste como hicieron los españoles durante la conquista”, describe Ordóñez, recordando las matanzas de indígenas en América perpetradas por la corona de España en los XV y XVI.

Algunos funcionarios han llegado a Pizarro en las últimas semanas para convencer a sus habitantes de abandonar las tierras, adjudicadas a grandes productores de soja.

Antes ”sólo venían algunas veces con sus 'freezers', a cazar vizcachas y tapires, dentro y fuera de la reserva”, pese a que estaba prohibido, dice a IPS Lorenzo Cosme, otro de los pobladores de Pizarro.

Si el Banco Mundial supiera lo que los funcionarios hacen con el dinero otorgado para protección ambiental, no les daría un centavo más, piensa Ordóñez. Pero no sabe cómo hacer para notificar al organismo de su opinión.

”Yo no tengo computadora, y si les escribo a mano, no lo van a leer”, comenta. Está pensando en vender su camioneta para comprarse un ordenador. ”Como sea, yo me voy a conseguir ese aparato y les voy a mandar una carta para que conozcan la realidad”, promete.

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